De esta época no se conserva ningún escrito judío, por lo cual es difícil saber como se pronunciaría exactamente el nombre de este dios Yau. El asunto es que cuando las que luego se conocerían como las doce tribus de Israel se van aliando y poco a poco adueñándose de Palestina, en aquel tiempo en manos de los cananeos, uno de los factores de unión será el reconocimiento de todas estas tribus de Yau como dios común, identificado con los dioses de cada una de las tribus. Es en el siglo IX antes de Cristo, cinco siglos después de Moisés, cuando comienzan a ponerse por escrito los antiguos acontecimientos, entre otros, precisamente la historia de Moisés y su encuentro con el que habría de ser el dios de todos los hebreos. Pero el escritor de esta tradición, un teólogo del reino del norte, aprovecha la semejanza de las consonantes de yau con las del verbo ser hebreo y accede a una de las intuiciones más notables de la historia del pensamiento humano: identificar a dios sencilamente con el ser, con la plenitud de la existencia. Cuando Moisés le pregunta su nombre, Dios le contesta: "soy el que soy", en hebreo "'ehyeh 'asher 'ehyeh". "Ve pues -ordena a Moisés- y dile al faraón: 'ehyeh me envía", "Soy me envía".
Cuando este nombre se pone en tercera persona: soy se transforma en es, él es, que el hebreo conjuga "yahvé" con las mismas consonantes de Yau. El yau madianita es, pues, finalmente interpretado por los hebreos ya no como una divinidad local del Sinaí, sino como Yahvé, el que es. Cuando mucho más adelante en el siglo III antes de Cristo se traduce la Biblia al griego: soy el que soy, 'ehyeh asher ehyeh" se vierte "egó eimí ho on", es decir "yo soy el ser". El término yahvé terminar por ser tan sagrado y denso, que finalmente los hebreos no lo pronunciarán más, por respeto. El sagrado nombre debe permanecer oculto, cada vez que ven en el texto hebreo las consonantes que lo indican -recordemos que el hebreo se escribía antiguamente sin vocales- en vez de decir Yahvé, dicen Adonai, que quiere decir Señor. Todavía nosotros, en nuestros leccionarios litúrgicos castellanos, decimos el Señor al aparecer Yahvé en el texto original. Cuando, mucho más tarde, en el siglo IV después de Cristo, siendo ya el hebreo una lengua muerta, los eruditos rabinos quisieron conservar la pronunciación de las vocales y para ello, las que recordaban, las señalaron en los textos con puntitos y rayitas debajo de las consonantes. Pero bajo de las consonantes del nombre de Dios, que no debía pronunciarse, pusieron, para que el lector recordara qué leer, las vocales de la palabra Adonai, Señor. La cual combinación da la estrafalaria palabra Jehová
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, que por supuesto no existe y es un disparate usarla.
El soy yo se transforma entonces en una forma enfática de designación de Dios. Cuando en el libro de Isaías se quiere remarcar la majestad de Jahvé se lo hace reduplicando el "yo soy" "Soy yo, el que es, Yahvé, el que hago todas las cosas, yo despliego los cielos, yo extiendo la tierra, yo digo, yo hago, yo soy el Señor, Yahvé, y no hay otro fuera de mi"... El nombre de Yahvé, y el enfático yo soy recorren toda la escritura para señalar la presencia majestuosa Dios, el santo de Israel. Aquel que ya en esta etapa de la revelación, allá por el siglo V antes de Cristo, es concebido como supremamente trascendente, distinto del universo, creador del cosmos, de ninguna manera identificado con la naturaleza y por lo tanto Santo, que eso quiere decir Santo, qodesh en hebreo, separado, trascendente, distinto. "Así habla Yahvé, el que es, el santo de Israel" dice Isaías.
De tal manera que estas fórmulas yo soy, ehyéh, en hebreo, o anî hu', o egó eimí, en griego, santidad, están inyectadas de intensísimo sentido yahvista, divino, religioso, sagrado, impronunciable.
Es aquí donde hay que ubicar el rechazo, el estupor de los judíos y los discípulos ante Jesús y su discurso del pan de vida que hemos escuchado en estos domingos. Porque si ustedes han estado atentos al texto habrán advertido el modo solemne e insistente con el cual Jesús ha venido repitiendo "yo soy", "egó eimí": "yo soy el pan vivo", "yo soy el pan de vida", "yo soy el pan bajado del cielo". En realidad no es esta sino una de las tantas veces en que Cristo utiliza esta expresión: yo soy: "yo soy la luz del mundo"; "yo soy el buen pastor"; "yo soy la resurrección y la vida"; "yo soy la puerta"; "yo soy el camino, la verdad y la vida"; "yo soy la vid"... En realidad nosotros ya estamos de tal manera acostumbrados a esta expresión -que, por otra parte, en castellano poco nos dice de novedoso-, que no alcanzamos a percibir la impresión que podía esto causar en oídos judíos. Pero recuerden aquella frase: "Antes que Abrahan existiera, yo soy -egó eimí-" que también en el evangelio de Juan pronuncia solemnemente Jesús y todavía aún en castellano suena impresionante.
Todo esto, a los oídos de un hebreo, era suficientemente provocativo para que no solo ahora se escandalizaran y le rechazaran, sino que tarde o temprano lo llevaran a la muerte. Porque en estos pasajes el evangelio de Juan identifica nada menos que a Jesús con aquel que se había revelado al pueblo de Israel con el nombre de "El que es", "Yo soy".
Es claro que todo el evangelio de Juan es una reflexión ya muy avanzada sobre la divinidad de Cristo. Pero es que se trataba y se trata de una cuestión vital: si Jesús no es Dios, tampoco puede darnos la vida de Dios, no estamos salvados, seguimos encerrados en lo humano.
Si Jesús no era Dios sino un rabino más que venía a precisar puntos controvertidos de la ley, o hacer progresar un poco más la doctrina vétero-testamentaria, sin duda que hubiera pasado a la historia como uno de los grandes maestros de la humanidad, a la manera de Confucio o Sócrates o Sidharta Gautama o Gamaliel, pero de ninguna manera nos hubiera podido sacar de lo humano. "La carne de nada sirve, el Espíritu es el que da Vida", oímos a Jesús. Y, como ya hemos dicho tantas veces, la palabra "carne" en el lenguaje bíblico no designa a una parte del ser humano contrapuesta a la racional, sino a todo el hombre incluida su razón, pero sin otra cosa que lo que le da la naturaleza, de lo que le corresponde como hombre y por lo tanto, destinado a la muerte. Solo el espíritu puede dar vida imperecedera. Pero el Espíritu -también en el lenguaje bíblico- no es nada que pueda tener naturalmente el hombre o cualquier creatura, por más mental o inmaterial que sea, sino algo que corresponde estrictamente a la vitalidad, a la santidad divinas, supremamente trascendente al universo e inalcanzable para cualquier esfuerzo de creatura alguna.
Pues precisamente Cristo se arroga el privilegio de ser el único capaz de transmitir esta Vida divina, este Espíritu, al hombre. No se presenta como un maestro, un gurú, un psicoanalista, político o científico, que venga a enseñar al hombre, a concientizarlo, para que saque de su interior, de su libertad o de la naturaleza fuerza y conocimiento para realizarse plena, divinamente. Esto precisamente es lo que al hombre susurra siempre la serpiente. Jesús, al contrario, le viene a dar algo que la humanidad y la naturaleza por si mismas de ninguna manera pueden obtener; condenadas siempre al fracaso final de la entropía y de la muerte. Cristo ofrece la vida del mismo Dios, su espíritu.
Ya esto escandaliza a los judíos, pero más los escandaliza que Jesús afirme que el puede dar esa vida porque El mismo es de lo alto: "si ahora se escandalizan -les dice- porque les digo que soy capaz de darles la vida eterna, ¿qué pasará cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes?" Sí: él puede dar palabras y pan que son espíritu y vida, porque él mismo pertenece a la esfera de lo trascendente, de lo alto, de lo santo, del Espíritu.
Este anuncio desmesurado ya parece excesivo a muchos aún de sus seguidores que, desde ese momento -dice el evangelio- se alejaron de él y dejaron de acompañarle.
Es el momento también en que mira a los Doce y les pregunta: "¿También Vds quieren irse?". Y allí cuando Pedro hace su emocionante confesión de fe: "Tu tienes palabras de vida eterna. Tu eres el Santo de Dios."
Hasta ahora lo había seguido por su magnetismo de jefe, por sus esperanzas de liberación, por sus milagros, por todo lo que Jesús significaba de renovación de la vida social y política, de la ética, de la fraternidad, de la sabiduría y aún del concepto de Dios. Desde este instante Pedro y los suyos comienzan a ver en Jesús muchísimo más: la presencia de lo trascendente, de lo divino, de lo santo, la intervención de Dios.
Cuando la Resurrección lo haya iluminado todo, sabrán y confesaran hasta el martirio que Jesús de Nazareth era muchísimo más que solo un hombre, solo carne, solo profeta, solo médico, solo sabio, solo político, solo filósofo: Jesucristo era Dios.
El es el pan de vida. El es yo soy, Yahvé, insuflando vida y plenitud de existencia a los que no somos, o somos poco y desde el nacimiento estamos enfermos de muerte.
También nosotros, en medio de esta vida tan llena de cosas buenas, pero también de cosas malas y todas, finalmente, condenadas a transformarse en nada, sepamos reconocer a Aquel que es el único que tiene no promesas falaces ni ilusiones perecederas, sino palabras de vida eterna.
Comulguemos en fe, esperanza y caridad con su cuerpo y su sangre, con sus palabras que son espíritu y vida, si las ponemos en práctica. Y que esta comunión -en los claroscuros de combates, alegrías y penas de este mundo- sea para nosotros prenda de la plena comunión futura, en la cual nuestro ser finito participará, eternamente maravillado, de la pletórica vitalidad del supremo existir, de Soy, de El que Es.