Lectura del santo Evangelio según san Lucas 13, 22-30
En aquel tiempo: Jesús iba enseñando por las ciudades y pueblos, mientras se dirigía a Jerusalén. Una persona le preguntó: «Señor, ¿es verdad que son pocos los que se salvan?» El respondió: «Tratad de entrar por la puerta estrecha, porque os aseguro que muchos querrán entrar y no lo conseguirán. En cuanto el dueño de casa se levante y cierre la puerta, vosotros, desde afuera, os pondréis a golpear la puerta, diciendo: "Señor, ábrenos" Y él les responderá: "No sé de dónde sois" Entonces comenzaréis a decir: "Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas" Pero él os dirá: "No sé de dónde sois; ¡apartaos de mí todos los que hacéis el mal!" Allí habrá llantos y rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y vosotros seáis arrojados afuera. Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios. Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos»
Sermón
Una de las creencias más arraigadas del judaísmo era, según enuncia literalmente una frase del Talmud que "Todo israelita, por el hecho de serlo, entrará a formar parte del mundo futuro".
Es verdad que muchos predicadores y profetas advertían contra la falsa confianza que eso despertaba en el israelita e, incluso, había sectas, como la de los Esenios, que pensaban que no bastaba para llegar al Reino pertenecer étnicamente a Israel, sino que había que distinguir entre verdaderos y falsos israelitas, según se comportaran como tales o no.
De todos modos lo que no entraba de ninguna manera en la perspectiva de los hebreos era el que los no judíos pudieran formar parte de ese futuro reino. Pasajes aparentemente tan universalistas como el que leímos en primer lugar, del profeta Isaías, si se lee con atención, solo dice de los gentiles que llegarán un día a ver la gloria de Israel y les asigna el papel de traer a los judíos dispersos por el mundo otra vez a Jerusalén "a caballo en carros y en literas", pero de ninguna manera el convertirse o el equipararse con ellos.
Es en el primer plano de este contexto que el evangelio de hoy debe ser leído. El escándalo de que el Señor no solo predique a los judíos sino que abra la salvación a los paganos. Sería el plano de comprensión de las palabras de Jesús tal cual sonaron en sus labios.
Pero existe también un segundo plano y es el que tenía el evangelista Lucas cuando redactaba este pasaje, en un tiempo en que ya era admitido por toda la Iglesia el hecho de que gente de fuera del judaísmo entrara en ella.
Estamos en la tercera o cuarta generación de cristianos y ya se plantea el problema de los cristianos mediocres, adocenados, que han perdido quizá el entusiasmo fundador de los primeros años. Lucas piensa en ellos, no ya en los judíos, cuando habla del esfuerzo que hay que hacer para entrar por la puerta estrecha, y de la posibilidad de que, aún a ellos, se les cierre la puerta.
Lucas quiere recordar a los cristianos que no basta solamente haber estado en contacto con la Iglesia, participar acaso de los sacramentos, haber escuchado prédicas: "Hemos comido y bebido contigo y tu enseñaste en nuestras plazas": eso solo, sin una conducta esforzada y coherente, puede llevar a la terrible respuesta del Señor: "No se de donde son".
Como Vds. ven, el evangelio de hoy no es solo una enseñanza moral, ni una descripción de algo que hizo Jesús, hoy la cosa apunta a algo que nos toca a cada uno de un modo bien vital y personal: es el sentido último para nosotros de la obra de Jesús y el para qué final de nuestra existencia cristiana. Toda la misión de Cristo y nuestra propia praxis mira finalmente a alcanzar el estar adentro de ese lugar en donde se realiza el banquete del Reino.
Estar adentro que debe ser obtenido con esfuerzo, que no es natural al hombre, que debe ser regalado por Dios. Porque Jesús no responde a la pregunta de si son pocos o muchos quienes se salvan, pero en su respuesta es evidente que admite la posibilidad terrible de que haya alguien que pueda quedar afuera.
Es una eventualidad que la Iglesia siempre quiso fuera clara para todos sus fieles y que, desde muy temprano, aprendían todos a temer al entrar en sus iglesias, sobre cuyas puertas principales, en casi todas ellas, estaba esculpida en el tímpano la figura de Cristo triunfante con de un lado los salvados y del otro los condenados.
Es verdad que las escenas terribles del infierno que ingenuamente se esculpían en las Iglesias o se fijaban en pinturas elocuentes que ahora cuelgan en todos los museos de Europa, hoy causan más gracia que temor. Pero esas figuras de condenados, entre las cuales gustaban los artistas colocar también a reyes, obispos, papas, monjes y monjas, hacían desarrollar a todos el sano temor que hoy también Jesús quiere infundirnos.
En nuestros tiempos se suele decir que todo ello no solo es obsoleto sino poco cristiano, la de Jesús es religión de amor, de oferta de salvación y no de temor y condenación.
Lo cual es fundamentalmente verdad. Pero también es verdad que mientras estamos en este mundo por más positivos que queramos ser, no solo hemos de saber que todo está afectado de raíz por la precariedad del tiempo sino que la posibilidad de perder lo que amamos o tenemos. Por supuesto que no hemos de ser timoratos y estar pensando constantemente en las cosas malas que pueden sucedernos. Pero un inteligente temor a que las cosas nos salgan mal nos hace esforzarnos por hacerlas mejor. ¿Qué madre o padre, cuando sus hijos comienzan a salir solos no intenta infundirles el que tengan un prudente miedo al cruzar las calles? ¿No sería un falso amor, para no asustarlos, el mandarlos sin ninguna prevención a enfrentarse con el tráfico?
Es tan poco pedagógico el crear falsos miedos o temores como el no tenerlos cuando corresponde.
Por otro lado el miedo a perder un bien es señal del aprecio que se tiene por éste. Temo perder lo que amo, lo que valoro, no lo que no me importa. Más aún es ese temor, cuando aparece la eventualidad de la pérdida, el que muchas veces nos lleva a apreciar lo que tenemos. Siembre sigue siendo verdad que las cosas brillan más, por su ausencia.
El temor a la condenación no es sino la otra cara del aprecio al cielo. Porque, prescindiendo de los simbolismos a veces pavorosos con que se ha figurado en la larga vida de la Iglesia a la posibilidad de no entrar en el Reino, el catolicismo ha enseñado siempre que la esencia misma de eso que se llama, por llamarlo de alguna manera, el "irse al descenso", -que eso quiere decir en latin infierno, "lo inferior"-, la esencia, digo, de ese fracaso, es no ningún castigo positivo, sino simplemente el perder lo que se pudo haber alcanzado, el quedar afuera, el no llegar, o, como se dice en teología, "la privación de la visión beatífica", la pérdida del cielo.
Pero, es claro, no es frecuente que hoy a los católicos les preocupe demasiado la vida eterna. Tampoco a la predicación, salvo en las Misas de Difuntos, donde porque no hay más remedio se suele tocar el tema y siempre para decir que el muerto está en el cielo, ni mencionar la condenación. Y no es que los curas o los cristianos nieguen estas realidades, pero poco se habla de ellas y yo diría también poco se piensa o medita en ellas. Los temas de las homilías solo se refieren a la caridad, a las virtudes, a los derechos humanos, realidades aparentemente más cercanas y candentes, que estas de nuestro último destino.
Lo malo es que una verdad que aunque no se niega se silencia, termina por desaparecer de la mente de los que deberían admitirla y tenerla en cuenta.
Y por eso están los cristianos -la mayoría diría yo- para los cuales ya, de nunca escucharlo o meditarlo, lo de la vida eterna, el cielo o el infierno, apenas les interesa y solo viven su cristianismo en cuanto más o menos los ayuda a vivir aquí abajo.
Pero están también aquellos que porque han escuchado a algún cura o monja, o lo han pensado ellos mismos, que Dios es tan bueno que de ninguna manera puede enviar a nadie al infierno, se despreocupan del problema: todos al fin y al cabo iremos al cielo, ¿para que inquietarse?. El cielo está asegurado para todos por la bondad divina ¿para qué entonces ocuparnos de él?
A estas optimistas perspectivas contribuyen tonterías como los relatos de los que dicen volvieron aparentemente de la muerte: todos vieron un largo túnel, una maravillosa luz azul, una inefable sensación de bienestar. Buenos y malos, cristianos y ateos, espiritistas y budistas, todos sintieron lo mismo.
Para peor, a ello suman también las doctrinas teosóficas, 'new age', budistas, yogas, de que el alma es naturalmente inmortal y divina y cuando deja el cuerpo recupera su estado inmortal y perfecto.
A lo cual el cristianismo, con los pies bien en la tierra, afirma: de ninguna manera el hombre es divino ni tiene nada divino, es simplemente humano, creatura.
Si bien es cierto que el hombre posee, muy en el fondo de su ser, un apetito innato de inmortalidad, de hecho es naturalmente mortal, es puro hombre y no divino, y Dios perfectamente podría dejarlo librado a su naturaleza biológica, mortal, finita, sin para nada herir la justicia, como también quedan encerrados los animales en su naturaleza biológica sin que a ninguno se le ocurra protestar por ello.
Se da el caso que la inmortalidad que ofrece Dios a través de Cristo y de su victoria sobre la muerte, su Resurrección, es algo a lo cual el hombre no tiene ningún derecho ni aptitud natural. Escapa totalmente a sus posibilidades, es fruto de un don gratuito e inmerecido de la inmensa bondad divina. En realidad si Dios mismo no nos hubiera hablado de la posibilidad del cielo, a la mayoría de los hombres no se le hubiera ocurrido nunca aspirar a él. Ni aún hablando de él la gente parece tener muchas ganas de alcanzarlo. Paren Vds. a cualquiera en la calle y pregúnteles en qué grado tienen el deseo o la aspiración de llegar al cielo y verán como los mira.
Lo que el Señor nos promete es tan trascendente e inimaginable que de ninguna manera cabe en los deseos naturales de ningún hombre.
Por eso resulta grotesco afirmar tan sueltos de cuerpo que todos van a ir alegremente al cielo.
Sin duda que Dios, a través de Cristo, ofrece al hombre esta posibilidad que trasciende infinitamente a la naturaleza y a los deseos humanos. Oferta tan incomprensible que no hay manera de describirla: el nuevo testamento solo utiliza imágenes, aproximaciones, habla de la vida, del Reino, del banquete, de las bodas, de la fiesta, de subir, de estar con Cristo,...
Pero lo que hay que entender es que esta posibilidad no es lo natural, lo obvio, lo supuesto, lo que va de suyo, es algo, vuelvo a insistir, que supera infinitamente todo deseo y posibilidad humanas. Lo natural, lo obvio, lo supuesto, en cambio, es que vamos a morir, y que si desaprovechamos esta oportunidad brillante e inesperada que Dios nos ofrece, moriremos para siempre. Y habiendo tenido la oportunidad de alcanzar esa maravilla por gracia de Dios, el perderla se constituye en la desgracia más penosa que a cualquiera pueda sucederle y no hay imagen medioeval o bíblica o rechinar de dientes que la pueda expresar suficientemente.
Por otro lado, si alguien torpemente afirma que Dios porque es bueno salvará a todo el mundo está temerariamente respondiendo a una pregunta que el mismo Cristo hoy no quiso contestar.
Tampoco voy a ser yo, por supuesto, el que responda a la pregunta diciendo que serán pocos, o muchos... Pero, con Jesús, se bien que la salvación no va de suyo, no viene sola, Dios no tiene ninguna obligación de dármela ni en realidad puede ni siquiera imponérmela contra mi libertad. Antes que nada hay que querer entrar, en segundo lugar hay que esforzarse por entrar y no por cualquier lado sino por la puerta estrecha y, en tercer lugar, hay que vivir de modo que, cuando lleguemos a la puerta, el dueño, el Señor Jesús, nos reconozca.