Pero la costumbre de pactar, hacer alianzas o firmar contratos o renovarlos en un templo, bajo la tutela de un dios, como Semoni, que refrendará lo estipulado y castigará su incumplimiento, está testimoniada en muchísimas civilizaciones. También se hacía esto en Egipto o en Sumeria.
Entre los cananeos o fenicios, los antiguos habitantes de Palestina, que como Vds. saben no formaban una nación unificada sino que eran una serie de estados independientes vinculados por pactos y alianzas, el respetar estos tratados era vital para su subsistencia y por ello, para pactar, se acudía a un templo en particular, situado en el centro de su territorio, el templo de Baal en la ciudad de Siquem, al norte de lo que es hoy Israel. Este Baal de Siquem era un Baal especializado en pactos, tanto es así que allí se le rendía culto bajo el título de Berit -que, en cananeo y en hebreo quiere decir "alianza"-: Baal Berit. Baal de la Alianza. Cuando los israelitas conquistaron toda esa región respetaron el templo, pero cuando la acción de los profetas erradica de entre ellos el culto a Baal, el templo se dedica a El o Elohim, el Dios de Israel, pero también como garante de las alianzas. De tal modo que se lo rebautiza y se lo llama templo de El-Berit. El Dios de la alianza. Uno de los nombres más conocidos de Dios en el AT.
Y es en Siquem, pues, donde se hacen los grandes juramentos. Es allí donde, desde la época de Josué y de los jueces, se realizan las grandes convocatorias a las tribus israelitas para salir a combatir en alianza contra los enemigos comunes. Es interesante notar que esa convocatoria en nombre de Dios hecha desde Siquem fue la que poco a poco dio a Israel el nombre de qahal, es decir 'los convocados', 'los llamados'. Pensemos que nuestro término iglesia, es la traducción al griego de la palabra qahal, los llamados, los convocados y aliados para la guerra. Eso quiere decir iglesia. En realidad, pues, es Siquem el remoto origen de nuestro nombre iglesia.
El Berit, el Dios de la alianza, en su templo de Siquem. No es extraño pues que en la primera lectura, hayamos encontrado a Josué, convocando a Israel y forzándolo a que de una vez se decida, pacte, se alíe con el Señor, renueve su alianza, precisamente en Siquem.
Y esto es una originalidad de la revelación hebrea: aquí ya no se trata de alianzas entre reyes, como los tratados y juramentos sumerios, hititas, egipcios neoasirios o arameos abundantemente hallados en excavaciones arqueológicas de este siglo, aquí sucede que la alianza no es a nivel de los hombres, sino de los hombres con Dios. Así se conciben la religión hebrea y luego la cristiana: como una alianza, un pacto, el viejo y el nuevo, entre los hombres y Dios.
Y las cláusulas de este contrato entre Dios e Israel son, a cambio de su protección, el cumplimiento de los mandamientos.
Pero en el antiguo testamento, o antigua alianza, Dios se presenta como liberador político de Israel y adalid de sus tropas, protector de sus cosechas y de la salud de sus miembros; y esa es su parte en el pacto... Los teólogos de Israel interpretaban por tanto que, cuando a alguien le iba mal o Israel perdía en la guerra o había sequías y pestes, era porque había habido algún incumplimiento del pacto: Israel o quien fuere había a faltado a la ley, a las cláusulas contractuales... O, más osadamente, cuando a alguien le iba mal y le constaba que no había violado ningún mandato se creía con derecho a reclamar al Señor, a recordarle su alianza. Lo rezamos todavía en los salmos: "Señor, ¡acuérdate de tu alianza! ¿porqué me dejas sólo?; ¿porqué me abandonas?"
La venida de Cristo cambia radicalmente estas cosas: porque el contrato se renueva y completa, se pasa de la vieja alianza a la nueva. Ya no se trata de que Dios será garante de alguna prosperidad material cualquiera de su pueblo o de sus fieles, la puesta ahora es infinitamente mayor: en la nueva alianza lo que Dios promete a su pueblo es su misma vida divina, su Espíritu, que transmitirá en Jesucristo; y las cláusulas del contrato, los mandamientos, a la vez se simplifican y se profundizan, haciéndose al mismo tiempo más fáciles y más exigentes, ya que se trata ahora de entregarse sencilla, totalmente, en el amor, en manos de Dios y al servicio de los hermanos. No es que Dios deje de manejar omnipotentemente los hilos de la historia y todo lo que sucede en el cosmos, y las lluvias y las cosechas..., pero ya no lo hace directamente para garantizar el bien material de los suyos, sino que usa toda la realidad como instrumento para llevarnos a la verdadera Vida.
El capítulo 6 del evangelio de Juan que hemos venido escuchando estos domingos gira alrededor de este cambio novedoso que viene a introducir Jesús, su nueva alianza, y de la incomprensión de los que lo escuchan. No pueden admitir que la salud, la salvación, la prosperidad no venga de la ley sino que sea dada a los hombres a través de la carne de Jesús, de la entrega de Cristo hasta la muerte en Cruz. Tampoco entienden que les pueda ofrecer algo mejor que "el pan que comieron sus padres". Ellos quieren el pan y la prosperidad de este mundo, no el pan que según Jesús lleva a la vida eterna. Eso no les interesa.
En los domingos anteriores hemos visto el rechazo de los judíos a esta doctrina. Ellos no apetecen el pan de la vida eterna, sino el pan para este mundo. No son capaces de apreciar, ni de gustar, ni de ambicionar el destino grandioso, la meta inefable, el gusto -ya en esta tierra- de la Vida verdadera que les ofrece Jesús, y por eso lo rechazan. Sus miradas no van más allá de las cosas de este mundo, de la carne, que -como dice Jesús- de nada sirve.
Pero lo del evangelio de hoy es más triste todavía. No es que los de afuera se opongan a Jesús y no den crédito a sus palabras; son sus mismos discípulos quienes murmuran contra Jesús, se escandalizan: ¡Es duro este lenguaje! ¿quien puede escucharlo? ...Y desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo.
Nosotros, que seguíamos a Jesús por los milagros que hacía, por las palabras de fraternidad, de amor, de paz que predicaba, por el pan que multiplicaba, por los enfermos que curaba... Nosotros, que íbamos detrás de El porque pensábamos que era el Mesías, el pretendiente al trono de David y que, una vez coronado, nos ubicaría en los mejores puestos... Nosotros, que, siguiendo a Jesús y tratando de cumplir los mandamientos, pensábamos que todo nos iría bien, que Dios nos haría triunfar en todo lo que iniciáramos, ganar en los negocios, conseguir trabajo o novio, curarnos de nuestras enfermedades... de pronto nos damos cuenta de que lo que nos ofrece Cristo está más hondo y más allá de las cosas pasajeras pero ¡ay! ¡tan queridas! a las cuales nos apegamos en este mundo, y que, si es necesario para nuestro bien, es capaz de quitárnoslas; que, aunque siempre nos escucha y no deja de estar a nuestro lado, no siempre nos concede aquellas cosas que nosotros le pedimos; que, porque quiere llevarnos a El, nos pide que nos transformemos en despojada ofrenda -¡y cómo a veces nos despoja!- a la manera como Él mismo, pura ofrenda, se despojó en la cruz; a la manera como se despojó su Madre... Y nos incita a ese amor tan grande, que no solo exige que estemos dispuestos a dar todo lo que tenemos por él, sino también por nuestros hermanos...
Y quizá no sea tan difícil hacerlo o prometerlo en nuestros momentos de bonanza: venir a Misa, hacernos hostia en el ofertorio; dar parte de nuestro tiempo a los que queremos y de quienes recibimos amor y agradecimiento... ¡Cuántas veces, quizá, habremos leído con devoción el acto de consagración al sagrado Corazón o a la santísima Virgen...! Momentos de fervor, momentos de paz.
Pero... cuando llega el desánimo, cuando solo hay oscuridad, cuando las certezas se tambalean, cuando amar significa dar todo nuestro tiempo, sacar apenas fuerzas de nuestras fatigas y cansancios; cuando lo que nos pide Jesús toca aquello a lo que más estábamos apegados, o a aquellos que más queríamos; cuando cumplir su ley y ser fieles a su palabra supone renuncias, decir que no a este negocio, a estas diversiones, a estos programas, a esta relación tan humanamente comprensible pero tan lejos de la voluntad del Señor, a esta solución fácil que me aconseja el médico, a esta pirueta que me sugieren el abogado o el contador, a este guiño de ojo que me hace el cura canchero y permisivo, a este volver atrás con mi palabra ¡total nada hay escrito y es tan fácil mentir...!
Allí, ¡qué ganas de encontrarnos con un Cristo amplio, gaucho, siempre dispuesto a los favores! O a regatear: "¿Ésto te parece mucho? Entonces arreglemos en menos". "Los tiempos han cambiado, la moral debe progresar, las cosas no son como antes, hay que modernizarse, no hay que ser tan duro, debemos ser amplios..."
Pero no; Jesús no te dice eso. Porque te ama y te respeta no rebaja su exigencia; porque su palabra es justa no hace descuento; porque dice la verdad y te quiere no te engaña aunque te haga doler; porque sabe que si querés podés hacerlo te sigue instando a las alturas; porque te conoce bien y en el fondo sabe que tenés sangre de héroe, de caballero, de mártir, de santo, por eso te anima al camino de los fuertes, a la conquista de la puerta estrecha... Y, cuanto mucho, ahora que tambaleás, que dudás, que te parece que no te alcanzan las fuerzas, te mira bien hondo a los ojos y te pregunta "¿vos también querés irte?", "¿vos también querés dejarme?"
Y porque vos sabés qué pasa con los que no lo conocen, con los que lo han dejado, y porque en el fondo intuís que la ausencia de Jesús será mucho peor que todas las cosas que podrías tener o hacer sin él, y porque no querés perder el sentido de tu vida, de tus alegrías y tus penas, el significado de tu existencia y la de tu familia, el panorama de cielo al cual te invita, el gozo profundo que aún en el dolor significa en tu pecho su presencia amiga y divina, el estar en gracia, por eso hoy, en el Siquem de tu alma, renovás, al Dios de la nueva alianza, al Pan de Vida, a Jesús el Señor, tu decisión de seguirlo. Y, por más que la tentación conturbe tus pensamientos y tus deseos, a Él, que hoy que te mira y te pregunta "vos también querés irte", le respondés con Pedro: "Señor a quien iremos, solo Tu tienes palabras de vida eterna"