Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 1. 7-14
Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: «Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: "Déjale el sitio", y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: "Amigo, acércate más", y así quedarás bien delante de todos los invitados. Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» Después dijo al que lo había invitado: «Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!»
Sermón
Es sabido que la marcha hacia el pensamiento humano se inició hace más de cuatrocientos millones de años, en el período silúrico, cuando, en los cordados, la parte anterior de la médula espinal que conectaba neuronalmente todo el organismo comenzó a engrosarse. Aparecen sucesivamente la médula oblongata y la protuberancia anular (o pons) que forman el cerebro posterior y luego el cerebro medio o mesencéfalo. Allí se albergan los mecanismos neurales básicos de la reproducción y la autoconservación, incluidos regulación del ritmo cardíaco, circulación sanguínea y respiración. La parte más arcaica de este cerebro medio antes de la aparición de los mamíferos con su sistema límbico, precursor, a su vez, del neocortex, es el llamado complejo "R" o reptílico. Desarrollado entre el jurásico y el cretáceo para regular la vida de los pequeños y grandes reptiles el complejo "R" desempeña importante papel en la conducta agresiva, la territorialidad, los actos rituales y el establecimiento de jerarquías sociales. Ya desde entonces la evolución de la vida exige este tipo de comportamientos que hacen a la supervivencia de los genes más aptos. Las conductas agresivas no solo sirven para defender el propio territorio -plataforma necesaria como proveedora de alimentos para si y la prole-, de invasores de la misma o ajena especie, sino para establecer relaciones de dominio con los congéneres. Estas relaciones de dominio encabezadas por los más fuertes y aptos son las que permiten a éstos no solo la mejor alimentación sino su acceso a la mayor y más atractiva cantidad de hembras impulsando el mejoramiento de las sucesivas generaciones.
Este nivel cerebral en los mamíferos es superado por un estrato superior llamado límbico en donde se gestan las emociones: miedo, protección de la prole e, incluso, incipientes formas de altruismo y amor. Esto da lugar a que las relaciones sociales, sostenidas por el complejo reptílico que nunca desaparece, se hagan bastante más complejas y, en los primates, estudiadas modernamente por los etólogos, ofrezcan patrones de conducta a veces muy semejantes a los del ser humano.
El complejo reptílico, pues, se integra en el cerebro de los animales superiores y, por supuesto, también en el del hombre. Los sistemas jerárquicos están, por tanto, sustentados instintivamente en esas capas añejas ajustadas en la evolución de los reptiles.
Entre los grandes simios estas jerarquías y dominios se expresan incluso en la disposición espacial que el grupo ostenta en los momentos de tranquilidad o asentamiento: en el centro el macho dominante, ocupando si es posible la parte más elevada y cómoda del terreno. A su alrededor los grandes machos de parecida jerarquía. Inmediatamente, rodeándolos, las hembras principales y las que tienen crías. También los ancianos, que se protegen especialmente para aprovechar el caudal de su experiencia, se mantienen en ese círculo. Las crías, a medida que crecen, se desplazan por el campamento explorándolo todo y cuanto más grandes más se alejan. Sin embargo nunca más allá del círculo de los machos más jóvenes o más débiles que ocupan la periferia del grupo haciendo de muro exterior, o de guardianes y vigías. En todo caso son éstos los que primeramente sufren la agresión de los depredadores, los que menos acceso tienen a la comida y a las hembras, y los que, a menos que consigan escalar en la jerarquía social, viven en constantes peligros y necesidades.
Los desplazamientos en el interior del círculo se hacen respetando cuidadosas normas rituales. Un individuo que se acerque al centro sin intenciones agresivas tiene que hacerlo agachando la cabeza o de espaldas o adoptando posiciones sumisas; si no, es inmediatamente amenazado por el dominante. Para aparearse hay, también, que vencer la resistencia de la hembra con determinados ritos de seducción, exhibición y muestras de coraje y poder. La hembra no está dispuesta instintivamente a juntar su semilla con la de un congénere de virilidad inferior. Siempre los machos principales tienen su preferencia.
Los mecanismos principales de esta jerarquización grupal está regulada, como decíamos, por el complejo reptílico. Decir que el hombre es un 'animal racional' significa que su neocortex, su materia gris, sus centros pensantes no son lo único que impulsan su conducta. Al fin y al cabo esta parte de su cerebro es relativamente reciente e inexperta -no ha de tener más de cien mil o doscientos mil años-, mientras su sistema reptílico está probado y reprobado y ajustado al milímetro por centenares de millones de años de experiencia.
Tanto es así que pareciera que, en la mayor parte de la historia humana, ha sido el sistema reptílico el que puso y pone astutamente a su servicio al neocortex y no al revés.
Obviamente el cerebro humano, su racionalidad, poco a poco se va constituyendo en una ventaja evolutiva de mayor importancia que la mera fuerza. Sin embargo, aún en nuestros días, es evidente que las jerarquías de poder todavía no se basan en la mayor o menor razonabilidad de su acción -salvo en sistemas altamente eficientes, como el de las empresas modernas, o los ejércitos contemporáneos, o la misma iglesia con su organización monárquica y aristocrática- sino que se arman, en su gran mayoría, sobre pautas reptílicas. Claro que ya no sobre la sola fuerza física. Hay formas de fuerza que ya no dependen de los músculos sino, por ejemplo, de la capacidad de convocatoria, o de excitación de las masas, o del poder material expresado en el dinero, o en el manejo mediático de las pasiones que arrastran a las mayorías, o en la atracción ritual sobre el sexo opuesto, las cadenas de intereses creados, las fratrías, las trenzas, que llevan a la constante irracionalidad reptílica a los sistemas pseudodemocráticos como el nuestro.
Las pautas racionales que llevarían al ser humano a manejarse mediante las virtudes cardinales: justicia, sobre todo, fortaleza, templanza y prudencia, son constantemente asediadas por las instancias instintivas del complejo reptílico, capaz de poner al servicio de su egoísta astucia ancestral a la mismísima razón.
Las descripciones que etólogos como Lorenz o Gell-Man o Dröscher o Tinbergen hacen de las jerarquías de un gallinero, o de una manada de elefantes, o de un grupo de mandriles, con sus tensiones, luchas y ritos para alcanzar los círculos centrales no son muy diferentes a los que el discípulo de Aristóteles Teofrastro, al frente del Liceo a principios del siglo III antes de Cristo describe, respecto a la sociedad griega, en su obra Los Caracteres.
Me acuerdo, hace unos años, cuando en la curia se sacaron de encima la invitación y me mandaron a mi a bendecir, en su inauguración, la autopista Illia. Como me dieron mal la hora, llegué tempranísimo, de modo que, cuando los ceremonieros me hicieron subir al palco, estaba prácticamente solo. Me apoyé en la baranda para mirar desde arriba a la Villa 31 observando con curiosidad a un grupo de villeros -en el cual, por supuesto, había otro cura-, con carteles protestando contra la inauguración. No pude mirar demasiado porque, cuando, media hora más tarde, empezó el acto y llegó De la Rúa -en ese entonces intendente o jefe de gobierno de la ciudad-, yo ya estaba atrás de todo, aplastado contra el fondo. Todos los invitados al palco habían forcejeado por estar en la primera fila y el lugar más próximo al del presidente, a la mejor manera de los orangutanes. Pero hojeen cualquier manual de etiqueta, vean cualquier almuerzo con Mirtha Legrand y, lo mismo, se encontrarán con estas distribuciones cuadrumanas. Es sabido que, en esas comidas pagas que se organizan para escuchar a grandes personajes, los puestos y mesas más cercanos a éstos son los que más se cobran. Y ¿no se dice que, a los periodistas de fama, los que juegan a políticos y nadie los conoce o no sirven para nada, tienen que pagarles para que se dignen entrevistarlos? Más: el espíritu simbólico del hombre hace que, aún sin sustento en ninguna competencia o poder real, le guste figurar junto a los grandes... aunque sea para aparecer al lado o cerca en la fotografía, en la televisión, en el balcón de la rosada... Figuretis.
Estas reptílicas precedencias y distribuciones sin correspondencia en los auténticos verdaderos valores humanos, mal que nos pese, siguen imperando en la sociedad y allí en donde exista cualquier agrupación de 'homo sapiens', desde el más apartado de los pueblos de la quebrada de Humahuaca, pasando por la tribu aborigen del Amazonas, clubes de football, partidos políticos, departamentos de Estado, villas 31, parroquias... Todos con sus precedencias, sus luchas de poder, su espíritu de gallinero, de gorilas, de machos y hembras dominantes... y aún con sus Figuretis...
Es una experiencia tan universal y tan instalada en nuestras pulsiones primitivas que Jesús en realidad no necesitó frecuentar grandes banquetes en la corte para narrar su parábola de hoy. Nunca estuvo en un banquete de Herodes, ni de Pilato, ni mucho menos, de una gran capital como Antioquía o Roma.. Su experiencia se limitaba al mundo chico de las sinagogas de pueblo con sus apreciados primeros lugares y con sus jerarquías locales. O de los banquetes, cuanto mucho de algún importante fariseo o jefe de publicanos: una mesa central y dos -o, como máximo, cuatro-, mesas laterales, donde podían caber, en la del centro, tres personas reclinadas: en el medio el dueño, a su derecha el invitado de honor, a su izquierda el segundo -a la manera griega con sus coronas perfumadas de flores o laurel-; y, en el resto, perpendiculares a la principal y dejando vacío el espacio central para el servicio, cuatro o cinco personas por mesa. Cuanto más cerca del dueño más importantes. (Recordemos a la madre de los hijos de Zebedeo y su pedido de que sus pollos se sentaran uno a la derecha otro a la izquierda de Jesús). Es sabido que, tanto a la sinagoga como a los banquetes, se trataba de llegar temprano para poder ocupar los lugares preferenciales y hasta era fuente de ingreso para los sacristanes de las sinagogas -los hazanes-, y los maestresalas -los maîtres-, de los banquetes, las propinas que se les daba para que reservaran los lugares más honoríficos. No existía, como hoy, la tarjeta con el nombre que ahorra tantos problemas a las anfitrionas, pero que, a veces, producen más de una ofensa.
Pero nada que ver con una lección de buenas maneras las frases que hoy Lucas recoge de Jesús. Para eso bastaban los condes Chicov de su época, o los manuales casi de buenas maneras de Confucio. No por nada Jesús utiliza la observación de estas pequeñas miserias humanas para enunciar lo que dice explícitamente en una parábola. Es decir un ejemplo que mira mucho más allá de la norma de buena educación, y la convierte en símbolo de una de las actitudes interiores que ha de tener el que quiera seguir a Cristo. Es todo el sentido de la vida, y de los talentos y de los poderes y bienes que Dios nos ha dado, lo que está implicado en este ejemplo, que no es sino una de las tantas maneras de imitar a aquel que ha dicho que ha venido no a ser servido sino a servir.
Porque Jesús viene precisamente a suplantar las programaciones reptílicas, las precedencias, agresiones y superioridades prepotentes fundadas en la pura fuerza o en los poderes del dinero o de los distintos regímenes de predominios, con la programación evangélica. Con la norma que viene no de nuestros instintos jurásicos y cretáceos sino del amor de Dios que, finalmente, es la única fuerza y valor auténtico que tendrá derecho a precedencia en el reino de los cielos.
Todo poder, todo talento, toda superioridad tiene sentido en la medida en que se ponga al servicio de los demás. Con profundo agradecimiento por los talentos y funciones que en distinta medida Dios nos ha dado a cada uno, hemos de saber que ellos nos han sido regalados para ejercerlos en bien de los demás, no para promover nuestro propio ego y ejercitar la autoestima en el reconocimiento externo de los otros ni en los privilegios, venias, inclinaciones, primeras planas y primeros lugares. La humildad no consiste en creernos menos de lo que somos -tampoco más por supuesto-, sino en remitir todo a Aquel que nos ha dado y permitido ser lo que valemos y hecho llegar a la función más o menos alta o nula que detentamos. Y ser conscientes de que todo nos ha sido dado no para nuestro prestigio o halago o respeto o aplauso humano, sino para servicio de El y de nuestros hermanos.
Tan poco reptílica -y aún límbica y racional-, es la programación evangélica, que trastoca los planes y prioridades puramente evolutivos y humanos. Los excluidos de cualquier grupo, los inútiles, los que la evolución y el mejoramiento de la especie aconsejaría eliminar en un régimen puramente darwiniano, eugenésico -"pobres, lisiados, paralíticos, ciegos", agrupación epítome de toda miseria para el mundo antiguo- se transforman en objeto privilegiado del cuidado del hermano de Jesús; porque a imagen del amor del mismo Dios.
Más allá de su razón, de su neocortex, la evolución del hombre llega a su máxima expresión en los santos. En los que se ríen de las payasescas categorías del mundo, los que vencen al reptil, al dinosaurio y al dragón, los que logran instaurar en su mente la única angustia, ambición legítima: ser primeros en el servicio, en el amor, sin búsqueda de otra recompensa que el honor de empuñar también nosotros los hierros de los clavos y lucir coronas de espinas, colocados a la derecha y a la izquierda de la gloriosa cruz de nuestro Señor.