Lectura del santo Evangelio según san Mateo 16, 21-27
En aquel tiempo: Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: "Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá". Pero él, dándose vuelta, dijo a Pedro: "¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres". Entonces Jesús dijo a sus discípulos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida a causa de mí la encontrará. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y que podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras".
Sermón
Con gran propaganda ha salido un libro prologado por el desagradable Lanata en el cual la autora se dedica a desenterrar todos los chismes e infundios posibles sobre la Iglesia Argentina. Debo decir que no lo compré: 29 pesos me parecieron demasiado para gastar en un libelo que me prometía aumento de dosis de Hepatalgina. Pero, de la tentación de adquirirlo, me apartó definitivamente el poco tiempo que dediqué a hojearlo furtivamente en las góndolas de Yenny y El Ateneo. Antes que nada me pareció extremadamente aburrido. Un escrito panfletario con muchos aprioris y pocos datos. Es decir pocos de esos chismes que hasta a los curas nos divierten, aunque luego tengamos que confesarnos.
Y entonces, lo primero que afloró a mi mente fue pensar qué poco, más allá de algún caso aislado, tienen para acusar, aún sus peores enemigos, a nuestra buena Iglesia en Argentina. A pesar de sus mediocridades, sus cesiones a las miras del mundo, sus confusiones ideológicas, la poca envergadura de sus pastores y tantas cosas más que podríamos reprocharles, nuestros curas y obispos ¡qué buen conjunto de gente fundamentalmente honesta, que quisiera hacer las cosas bien, aunque no le salgan, cada uno con sus defectos y sus debilidades humanas, pero con deseos sinceros de ser fieles a Cristo, servir a sus hermanos y, en el fondo, hacerse santos...! La verdad es que lo poco que leí del libro me dejó orgulloso de ser católico en la Argentina y hasta de pertenecer a esta colección de bichos raros que somos los clérigos.
Y sin embargo uno no debería sorprenderse lo más mínimo si en la santa Iglesia ocurrieran cosas mil veces peores. (Como se dice que han ocurrido en los dos mil años de su historia universal, -por más que sepamos qué poco fiables son los datos y acusaciones que se ocupan de juntar, condimentar, aumentar y revolver sus enemigos-. Añadido a ello que, humildemente, nuestro Papa actual, por si acaso, ha pedido perdón por todo, cierto o no cierto, presunto o inventado. Total el juicio definitivo pertenece a Jesucristo.)
Pero lo peor de lo peor no debería sorprendernos digo, porque, ya en vida de Cristo, un 8,3 % de sus apóstoles lo traicionó feamente. A saber, el torpe de Judas.
Que los demás, sin llegar a semejante felonía, tampoco se hicieron santos sino de a poco, lo demuestra el mero hecho que , tan pronto al bueno de Simon Bar Jona -en el evangelio del domingo pasado- al dejarse llevar por la inspiración del Padre que está en los cielos se le han concedido las llaves del reino de los cielos, el poder de atar y desatar y la inconmovibilidad de la roca, a renglón seguido -hoy- llevado por lo humano, por la carne y por la sangre, se transforma en Satanás, en piedra de tropiezo, incluso para Jesucristo, -"¡Tú eres para mi obstáculo!"- (Ni pensar en lo que puede hacer de mal, de 'obstáculo', un obispo, un clérigo, un Papa, a los que somos tanto menos que Jesús, cuando se dejan llevar en sus discursos por los puntos de vista de los hombres.)
Gracias a Dios, al menos en lo que atañe directamente a materias de fe y de moral, cuando se pronuncia solemnemente, la Iglesia y su cabeza, tienen la promesa de infalibilidad. Desdichadamente, debajo de esos parámetros, en estos confusos tiempos, esa infalibilidad no cuenta y, por ello, sin olvidar la disciplina sin la cual ninguna institución funciona, los católicos hemos de estar atentos a cuándo un pastor se ajusta cuidadosamente en palabra y vida a los preceptos de Cristo, al querer de Dios y cuándo a los dictados de la moda, de la democracia, de la popularidad, de la demagogia pastoral, del facilismo, de la gana de quedar bien con sus oyentes, de sus lástimas humanas quizá sinceras pero que solo miran el provecho temporal de sus ovejas y no a su salvación eterna ...
No sabemos si la vehemencia de la reacción de Pedro al anuncio de la pasión de su maestro, se debió a la decepción que produjo en él el que Aquel a quien recién había confesado como Mesías no anunciara futuro de glorias, de victoria, de expulsión de romanos y de dirigencias corruptas, y nuevo gabinete y ministerios para sus seguidores, sino triste andadura hacia la cruz. O, simplemente, puso el grito en el cielo guiado por una piedad genuinamente humana y compasiva por el doloroso destino de su rabí. Lo más probable, es que, algo más egoístamente, se haya rebelado contra el anuncio de Jesús, porque se dio cuenta de que este implicaba su propio doloroso futuro y el de toda la comunidad cristiana...
De todas maneras era un hecho sencillamente enorme el que un discípulo se atreviera a contradecir y corregir a su maestro. Los escritos rabínicos de la época señalan este tupé como un descaro digno de inmediata expulsión de las escuelas.
Pedro quiere nada menos que enmendar la plana a nuestro Señor. "Lo llevó aparte" -dice nuestro evangelio-. Tiene esa 'delicadeza', de no retarlo frente a los demás, pero al mismo tiempo, pagado quizá de si mismo por el reciente nombramiento, pretende ponerse al mismo nivel de Cristo y hablarle mano a mano. Y "comenzó a reprenderlo". ¡Reprenderlo! ¡al Maestro! Ciertamente se pasó, se desubicó. Como ciertamente nos desubicamos nosotros cuando exclamamos "¿cómo Dios puede permitir esto?" "¿cómo me va a pedir que haga o no haga semejante cosa?"
Y la respuesta de Jesús, aunque lo parezca, no es tan dura como hubiera podido ser. "Retírate, Satanás". Es exactamente ("ýpage, satana") la misma expresión que había utilizado para despedir al tentador en el desierto cuando éste le mostró todos los reinos del mundo y su mundana gloria intentando seducirlo (Mt 4, 10). La misma tentación al mesianismo triunfal que hubiera deseado Pedro. Cuando Mateo repite literalmente esta expresión, "Largo de aquí, Satanás", espera que sus lectores recuerden aquella de las tentaciones y vean cómo ésta se concreta luego en la vida de Cristo, en la de sus discípulos y en la de la Iglesia. Esta iglesia siempre tentada de compartir el poder de los dominadores de este mundo, reyes que sean o periodistas o políticos o sociólogos o banqueros o forjadores de modas ... o, más sutilmente, estadísticas de popularidad, mayorías democráticas, éxitos de público y de mercado... (Tentación a la cual no permanecemos ajenos tampoco nosotros los católicos comunes, cuando, en esta sociedad ya no más cristiana, intentamos hacernos admitir haciéndonos los no cerrados, los no 'fanáticos', ¡nosotros somos amplios!, cancheros, 'aggiornados', simpaticones con todo el mundo...)
La expresión de Jesús, más que dura, es teológica, pedagógica. Que Pedro se de cuenta de que sus miras son las del mundo, las de la masonería, las del humanismo, las de los derechos humanos, las de los senadores y diputados, las de los yupis venidos a menos, las del jet set, las de las señoras gordas ... y no las del que, mirando más allá y mucho más arriba, se adentran en los propósitos divinos del creador.
"¡Vade retro, Satana!" traducían algunos antes, "¡atrás Satanas!". Como si Jesús le dijera imperiosamente a Simón que se retirara de su vista. En realidad la frase, si la despojamos de los signos de admiración que en el original griego no tienen, suena a una reconvención suave, un poner a Pedro en su lugar y, sobre todo, un instarlo a ser verdaderamente su discípulo. Que vaya "detrás de él". Una de las traducciones usadas para el "sigueme", de la primitiva vocación. Ir detrás de Jesús, seguirLe, sin intentar enmendarle la plana, eso es ser su discípulo. Atreverse a caminar los senderos que él camina, eso es ser cristiano, aunque esos senderos hayan de conducir finalmente a la cruz. Son tiempos difíciles, impropios para pusilánimes, solo para valientes.
Y eso ahora se encarga de decirlo sin ningún tapujo el Señor: "El que quiera venir detrás de mi, que renuncie a si mismo, que cargue su cruz y me siga".
La palabra cruz ya ha sido lavada, por el uso, de las terribles asociaciones de horror que despertaban en el hombre de la época de Cristo. Patíbulo siniestro, muerte de esclavos y de fracasados, suplicio inaudito... inútil insistir, porque de eso acostumbramos hablar abundantemente en semana Santa. Pero es bueno volver a recordarlo en este contexto en que burguesamente hemos banalizado el sentido de la cruz o de "las cruces", como solemos decir para designar todo ese cúmulo de fastidiosas contingencias que molestan nuestra vida cotidiana. La cruz que señala Jesús aquí no es solo el dolor de nuestros disgustos llevados con pálido ascetismo de cristianos dosificados, es, ni más ni menos, la posibilidad aceptada de antemano de la contingencia del tener que enfrentarnos con el dolor y con la muerte en serio, con renuncias desgarradoras; no por el peso inevitable de nuestras enfermedades o problemas, sino por ser coherentes con nuestro seguimiento de Cristo, con sus principios, con su doctrina, por ser fieles más allá de todo consejo y prudencias humanas a su palabra y a nuestra condición de discípulos y hermanos suyos. Es esa disposición, en todo caso -aunque nunca se nos pida se concretice en auténtico martirio- lo que da valor también a nuestras pequeñas cruces.
La abnegación no es, tampoco, el lógico vencerse a si mismo que supone toda ardua empresa, todo estudio, todo enfrentamiento de obstáculos, todo querer crecer en cualquier orden del saber o del tener... Abnegación -más allá de este o aquel sacrificio hecho por Dios para ir a Misa, para cumplir un mandamiento- es la actitud cotidiana de entrega de si, de olvido de nuestros egoismos, el vivir solo "para aquel que nos amó" -como dice San Pablo- y, desde él, amar cristianamente a nuestro prójimo, sobre todo a los nuestros, a aquellos que de una u otra manera el mismo Señor nos ha encomendado.
Abnegación contraria a las miras de este mundo que nos aconseja -doctoral, psicológica, 'científicamente'- ocuparnos de nosotros mismos, aceptar sin problemas amores a medias, condicionados y por tiempos, no asumir compromisos que nos quiten independencia, vivir lo más refugiadamente posible en el "no te metás", navegar las nauseabundas aguas de la corrupción contemporánea solo tapándonos la nariz, callar a Cristo para fraternizar lo mejor posible, cada cual a su nivel, con el Dalai Lama, el rabino, el jefe manzanero, el chistoso soez de la oficina... confraternizar aún con los pillos, con los adúlteros, con los chantas y mentirosos... todo por prudencia, por no chocar, por poder volver a la tarde a sentarnos en nuestros sillones frente a la televisión, sin problemas, con la conciencia tranquila, esperando la comida caliente... Todo eso no va con el verdadero discípulo de Jesús.
Y no se trata de que la abnegación y la cruz sean una especie de pasivo soportar contrariedades o sufrimientos. Quien viera el sufrimiento o el dolor como algo en si mismo positivo, desconectado de Cristo, estaría convirtiendo al cristianismo en una especie de sagrado masoquismo. La cruz, el dolor, solo valen como medida del amor: las fatigas que somos capaces de asumir por cumplir con aquel a quien amamos. La abnegación solo cuenta como calibre de lo que estamos dispuestos a dar a aquellos que decimos querer.
Pero esa abnegación cruciforme, aunque de por si desinteresada y sin mercenarios intereses, no queda sin recompensa, porque el que, olvidado de si mismo, ama, vive la vida de aquel a quien ama. Por eso amar a lo inferior nos degrada, pero amar a lo superior, al que es superior, nos eleva. Cualquier causa noble honra a aquel que la emprende. Servir a un gran señor ennoblece al más abajado de sus vasallos. Amar a Dios, seguir a Cristo, nos catapulta a la vitalidad más excelsa que pueda ambicionar el hombre: alcanzar, en el amor, al Santo que nos hace santos.
De alli la paradoja aparente de la cruz. La dinámica del amor a esta vida mezquina que puede dejarnos, mediando bellos argumentos humanos, en la encerrona mortal de nuestro egoismo -"el que quiera salvar su vida la perderá"-; y la de la abnegación, en cambio, que, en la aceptación de la palabra de Dios, en el seguimiento de Cristo, nos lleva raudos a la vida verdadera -"el que pierda, regale, gaste su vida a causa de mi, la encontrará"-.