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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2004. Ciclo C

22º Domingo durante el año
(GEP 29/08/04)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 1. 7-14
Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: «Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: "Déjale el sitio", y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: "Amigo, acércate más", y así quedarás bien delante de todos los invitados. Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» Después dijo al que lo había invitado: «Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!»

Sermón

            Sin entrar en polémicas anacrónicas, es curioso la cantidad de reivindicaciones ridículas que de diversos grupos surgen, ante quizá la falta real de trabajo o la viveza del que no quiere trabajar, y que, inmediatamente, obtienen el apoyo de algún político ávido de votos o de compartir tajada de lo que esas reivindicaciones puedan obtener. Entre otras observo con pasmo la de los indios mapuches, que muchos señalan como víctimas de no que genocidio perpetrado por nuestro ejército en la conquista del desierto, y que reclaman esas que serían sus tierras, o jugosas indemnizaciones.

            Aparte la calumnia de la campaña permanente de la izquierda contra nuestras Fuerzas Armadas, lo cierto es que los mapuches no son sino los araucanos chilenos -'mapuche', quiere decir 'chileno'- que, presionados hacia el sur por la civilización, en su estrecho territorio sobre el Pacífico, irrumpen a través de los pasos de los Andes en nuestra Patagonia y exterminan o esclavizan a nuestros indios más o menos autóctonos. El más famoso de estos sanguinarios conquistadores chilenos fue Calfucurá, nacido en Llona, Chile, desde donde invadió nuestro territorio en 1834 para crear el imperio de los 'Piedra' -los 'Curá'-. Habiendo avanzado hasta atacar, al sur de la provincia de Buenos Aires, a nuestros indios borogas, de la etnia tehuelche, las tropas nacionales lo repelieron hacia el sur, donde se estableció detrás de las Salinas Grandes, de Bahía Blanca al noroeste, en el paraje que bautizó Chiloé, es decir Pequeño Chile.

            Aquí llamados erróneamente patagones o pampas, se constituyeron en flagelo permanente de las poblaciones cristianas, robando cientos de miles de cabezas de ganado que arriaban a Chile donde las vendían al gobierno de aquel país. Calfucurá y luego su hijo Namuncurá, eran capaces de poner en armas dos mil lanceros, con cuatro caballos cada uno. Pero sus tratos con sus parientes chilenos les permitían movilizar fuerzas aún mayores. En 1872, con chilenos al mando de su hermano Reuquecurá, Calfucurá logra reunir tres mil quinientos hombres de lanza. Después de un terrible y sanguinario malón, tuvo que librar la batalla campal de San Carlos en la provincia de Buenos Aires contra fuerzas muy inferiores de cristianos e indios argentinos al mando del general Rivas, que lo derrotó y lo despojó del botín: setenta y cinco mil cabezas vacunas y dieciséis mil yeguarizos, sin contar los lanares y cientos de cautivas. Núcleos desprendidos de esa confederación se agruparon, luego, alrededor del cacique Pincén, cerca de Santa Rosa, que fue uno de los pocos que luego se enfrentaron al ejército argentino, en su decisiva acción de pacificación.

            Al fin y al cabo los salvajes no eran tantos. Pero la inercia o impotencia del gobierno nacional les permitía las constantes depredaciones, malones, saqueos, matanzas, robo de cautivas, que tenían en vilo a la población y frenaban todo progreso. Menos que fuerza de los indios lo que existía era falta de acción de la autoridad, como hoy con los piqueteros, los delincuentes, los secuestradores.

            Recordemos que la otra gran confederación de indios fue la de los ranqueles, también araucanos, chilenos, a quienes visita en su aduar, hacia el 1868, el entonces Coronel Lucio V. Mansilla. Con su gran cacique Mariano Rosas, ahijado de Juan Manuel, los ranqueles eran capaces de montar mil quinientos hombres de lanza.

            Cuando la campaña de Roca, en 1879, el ejército argentino avanza en operación de rastrillada hacia el sur. Seis mil soldados, cinco divisiones como cinco grandes cuñas penetrando desde el este de Buenos Aires hasta las estribaciones de los Andes, destacando constantemente patrullas entre ellas y cubriendo así todo el terreno. Van acompañados por sus capellanes militares, y varios salesianos. Los indios huyen a Chile, o se someten y reciben tierras del gobierno. Hay muy pocos enfrentamientos armados campales, salvo una que otra escaramuza. Pocos indios muertos. Sí mueren muchísimos soldados argentinos, por el frío, el hambre, las enfermedades... Si no hubiera sido por esa acción la Patagonia hoy sería chilena (quizá con razón).

            En realidad el único que se enfrenta valientemente con la tropa argentina -un destacamento al mando del mayor Solís, de la brigada del Coronel Conrado Villegas que avanza desde Trenque Lauquen- es el indómito Pincén y sus hombres. Pincén finalmente es apresado, enviado a Martín García y, al poco tiempo liberado, se establece cerca de la laguna El Dorado en tierras cedidas por el gobierno.

            Se cuenta que, de paso en Buenos Aires, antes de volverse al campo, pasa algunas noches, vestido ya de cristiano, en la casa del Teniente Coronel Rudecindo Roca, hermano del presidente -Santa Fe, entre Larrea y Azcuénaga-, quien había obtenido la libertad del cacique. Pincén no se acostumbraba a las sillas altas, habituado como estaba a sentarse en cuclillas o sobre cabezas de vaca. Hay que proporcionarle la sillita de uno de los chicos de Roca. Allí está muy orgulloso mientras, en rueda de mate, ocupa su lugar a la derecha del dueño de casa. No le importa la altura, pero ¡guay si lo ponen más lejos del patrón o entre otros! A pesar de ser un jefe vencido se ofende terrible y altivamente.

            Es que, entre los indios -caciques mayores, caciques menores, capitanejos, hombres de lanza- existía una estricta jerarquía, que obedecía a sus cualidades de valor, a sus hazañas, a sus cristianos muertos, al número de sus mujeres y sus cristianas cautivas, al número y calidad de sus caballos. Esas jerarquías se reflejaban cuando se reunían en comilonas o en consejo alrededor del más importante: Namuncurá, Calfucurá, Epumer, Baigorrita... El lugar que ocupaban en la ronda indicaba su posición, su poder, su riqueza, de tal manera que no era solo cuestión de etiqueta o de 'facha' el ocupar uno u otro sitio, sino que en ello se jugaban subordinaciones, autoridad, y verdaderos desafíos. Mansilla cuenta de las peleas que se daban entre los ranqueles por el ubicarse en uno u otro lugar. Era allí muchas veces donde se ponía en juego el prestigio de los guerreros, y se reconocían o se despreciaban superioridades y obediencias...

            Peor era entre las mujeres. Treinta y dos esposas oficiales, sin contar las concubinas, tenía Calfucurá, que se peleaban constantemente por mantener posiciones que iban variando semana a semana. Amén de las relaciones de más y de menos con las mujeres del resto de la indiada. Eso sí que era un verdadero infierno, sobre todo para las pobres cautivas. Allí sí que los lugares se medían en milímetros y quien se excediera uno, recibía dolorosamente el pago de su insubordinación o tenía que pagar su progreso con dolor, pelos, uñas y sangre.

            Es decir que, en las costumbres del hombre primitivo, el lugar en las reuniones, en las comidas, no era sino el reflejo del lugar en la sociedad. Quien ocupaba lugar principal no solo gozaba de mayor honor externo, sino de mayor autoridad, de más riquezas, de más placeres, de más lujos y comodidades, de más acceso a las mujeres.

            Hoy sabemos que esas son programaciones ancestrales metidas en nuestro genes, e incrustadas en la porción de cerebro reptílico que todos poseemos. La jerarquía se introduce en la evolución animal en la época de los dinosaurios. Es un recurso de la evolución para que el más poderoso, el más apto, coma mejor, viva más, esté mejor protegido, acceda a mayor cantidad de hembras y, así, pueda legar a la especie mayor y mejor carga genética.

            Los etólogos han estudiado bien las jerarquías entre los individuos de las diversas especies animales y los ritos de sumisión que los subordinados han de realizar ante los machos y hembras dominantes para poder sobrevivir: Agachar la cabeza, meter la cola entre las piernas, aplastarse contra el suelo, presentar el cuello a las fauces del dominador. Hasta los gallineros tienen un cuidadoso nudo de jerarquías en donde la gallina B puede estar subordinada a la gallina A, y la C a la B, pero la D, por ejemplo, dominar sobre la B. Los lobos están minuciosamente ordenados en niveles; y alcanzar el superior supone luchas feroces en donde, finalmente, da pena cuando un viejo macho dominante es desplazado por uno más joven.

            Lo mismo sucede entre los primates, los grandes simios, en jerarquías que se reflejan en su posición en el campamento. En el centro el macho dominante, flanqueado por dos o tres también dominantes, a su alrededor las hembras superiores con sus cachorros, luego las hembras inferiores, todas a merced de los machos del centro, que así aseguran poderosa descendencia. Es allí en el centro donde se está mas seguro y donde llega la mejor comida y las mujeres más apetitosas. En la periferia los machos jóvenes o sin poder. Son los que tiene que realizar las tareas rutinarias más desagradables y constituyen la primera valla contra los depredadores. El puesto más ingrato, pues, y peligroso. No se crea, empero, que los puestos principales son gratuitos: no solo están en función de la preservación de la mejor herencia genética, sino que, cuando las papas queman en serio, son los machos dominantes los que salen a la liza y toman lo más peligroso del combate, además de ser ellos los que manejan estratégicamente la manada y acumulan sabiduría.

            De una u otra manera esta programación del cerebro reptílico -que aún lleva el ser humano debajo del cerebro límbico y del neocórtex- siguió vigorosamente programando el comportamiento de los hombres.

            Y si, en el hombre primitivo, al modo de nuestros pampas y ranqueles, estas jerarquías eran casi naturales y hasta necesarias, a partir del neolítico y la aparición de las grandes ciudades se plasman artificialmente en castas, en categorías cerradas, antinaturales, en donde no siempre ni el valor, ni el saber, ni la calidad, son las que ocupan los mejores puestos. Esto no fue mejorado de ninguna manera con los sistemas pseudodemocráticos de voto masivo en donde el poder se logra en razón inversa a la aptitud y los valores, y los puestos principales, al menos en el orden político, suelen ser ocupados por los peores.

            Pero ya en época de Jesús hay algo de eso. Las clases dirigentes de Israel, sometidas al poder romano, solo curan de sus propios intereses. No cumplen ninguna verdadera función social que beneficie a la nación. Solo se ocupan de medrar, de cuidar sus incumbencias de casta y de preservar sus privilegios y riquezas. Aún los dirigentes religiosos que, al mismo tiempo, son los legisladores de Israel, con grupos especializados de abogados escribas y apañados por los fariseos, expertos en leyes y subterfugios para violarlas, por medio de ellas, entrampan a los judíos en una maraña jurídica en el fondo sin religión ni justicia alguna. La dirigencia judía utiliza éste su poder, esta forma de sujeción de las masas, para acrecentar su opulencia, su lujo, su capacidad de mantener mujeres, de manejar tiránicamente a sus subordinados. Y no se trata de maneras, ni de mentones erguidos, ni de desprecios exteriores, se trata de efectivo desvío del ejercicio de la autoridad en beneficio propio.

            Jesús hoy no nos está dando, pues, una clase de etiqueta, de buenas maneras ni tampoco de enseñarnos esa clase de hipocresía que consiste en la falsa humildad. A veces los reyes cristianos de antes, tocados de corona de oro, armiño, lujosas espadas, cetro y trono, eran mucho más humildes y servidores de los suyos -usando esas insignias solo como signo externo de su autoridad en pro de los demás- que ciertos presidentes mal trajeados y sonrisas untuosas y modales poco majestuosos, pero llenos de soberbia, de deseo de venganza y de despotismo.

            No se trata de lo externo. Ni tampoco, internamente, de la falsa humildad de no tener que reconocer mis talentos para no tener que ponerlos al servicio de Dios y de los demás. Ni, peor, la falsa humildad respecto de la verdad que, en lugar de ser defendida virilmente, es silenciada en aras de una falsa paz o inútil diálogo o ecumenismo o cobardía que sea.

            Por medio de esta parábola en acción sobre los lugares del banquete, Jesús no hace más que insistir en su enseñanza de siempre: hay que dejar de lado las viejas programaciones reptílicas, las jerarquías de gallinero, desde el campo de la política, tanto civil como eclesiástica, al terreno de las familias y aún de las parroquias, para poner toda autoridad legítima, todo talento, toda riqueza, toda superioridad, toda fuerza al servicio de los demás, sobre todo de los más desamparados, los más pobres, los más inermes. Ejerciendo verdadera autoridad, sin demagogias, con justicia, con orden, con auténtica caridad. No ayudando a los culpablemente inútiles robando el fruto del trabajo de los capaces; no desamparando al inocente para proteger al delincuente; no peleándose para adquirir poder de cualquier manera en mentira, estafa y engaño, sino encontrando alguna forma donde reconocer los valores de cada uno para ponerlos al servicio de los demás... No en la búsqueda exclusiva del propio bien o el del partido o la casta o la familia, sino del bien común, del bien de todos ...

            Harto sabemos lo lejos que estamos de ello en este pobre depredado y devastado país. Pero, utopía ya casi imposible a nivel global, comencemos por nosotros mismos, por nuestras familias, por nuestras parroquias, por nuestras empresas, por nuestros pequeños o grandes círculos en donde también interviene el prestigio legítimamente ganado -"amigo, acércate más"-, el poder servicial, el verdadero señorío, el talento... Más allá de nuestras 'programaciones' genéticas animales -desbordadas por nuestras ambiciones pensadas- recibamos, en oración y sacramento, la 'programación' del evangelio, de la palabra de Aquel que, siendo Dios y Rey del universo, nos enseñó cómo debemos aprender 'a servir, no a ser servidos', sabiendo que, en el Banquete Celeste, nuestro puesto definitivo -primeros o últimos lugares- dependerá de esa nuestra caridad servicial aquí en la tierra.

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