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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1971. Ciclo C

22º Domingo durante el año
29-08-71

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 1. 7-14
Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: «Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: "Déjale el sitio", y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: "Amigo, acércate más", y así quedarás bien delante de todos los invitados. Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» Después dijo al que lo había invitado: «Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!»

Sermón

Recuerdo, en Roma, cuando conseguía colarme en alguna de las ceremonias oficiales pontificias, llena de encargados de negocios y diplomáticos, me entretenía adivinando la categoría de los países representados, por el grado de fastuosidad de los trajes y vehículos de sus representantes. Cuanto más lujoso el auto y más oropeles y galones los uniformes, podía apostarse que más pequeña y miserable era la nación representada. Los de las grandes solían distinguirse por la modestia de su aspecto exterior.

La verdadera grandeza no necesita hacerse propaganda. Si la montaña no hubiera temblado, hecho estruendo y arrojado humo, nadie hubiera reparado en el ratón que salió de ella. Pero aún en el silencio y la quietud, la montaña hubiera sido vista por todos desde el valle.

A ningún grande verdaderamente grande le importa parecer pequeño. “Las estrellas” –escribía Rabindranath Tagore- “no temen parecer bichitos de luz .”


Tagore con Einstein

Pero hoy el mundo se construye sobre las fachadas. Es más importante, para vender mucho, hacer una buena propaganda que fabricar un buen producto; tener un local de ventas arreglado por un decorador de moda, que una fábrica eficiente.

Vivimos todos un poco como en esas ciudades del oeste americano que se usan en Hollywood o en Cinecittà para filmar las películas de cowboys: puras fachadas sostenidas con travesaños; hermosas puertas que se abren al vacío; zaguanes que terminan en la nada; huecos almacenes de vidrieras pintadas.

Y así vamos por la vida con las vidrieras pintadas de nuestras sonrisas estereotipadas; con nuestros falsos zaguanes de trajes o barbas o vestidos de fingidos play-boys y de pseudo-hippies; con las hermosas puertas de afirmaciones enfáticas que se abren al vacío de nuestra ignorancia; con la fachada de las más vanas apariencias sostenidas por los travesaños de la mentira, del orgullo y de la soberbia.

¡Cómo voy a ser menos que mi vecina! ¡Cómo voy a mostrar lo que realmente soy a mi novia! ¡Cómo voy a confesar que no entiendo nada de lo que éste me está hablando o de la película de Bergman que acabamos de ver o de la discusión que emprendo violenta de economía o política!

Y entonces ¡a edificar mi mendaz fachada!: ‘que mi marido es íntimo amigo del ministro' o ‘del señor Alzaga Unzué'; ‘que mi hijo es el primero de la clase'; ‘que, si no tenemos auto, es porque no nos gusta manejar'; ‘que este año no salimos de vacaciones porque tenemos ganas de quedarnos tranquilos en Buenos Aires; ‘que no seguí estudiando porque mis padres no me dejaron'; ‘que mi familia tenía una fortuna pero perdieron todo en un cambio de gobierno, o caída de bolsa, o estafa'. Y, si soy muchacho, repito los cuentos y las aventuras que me contaron otros y a mí me las atribuyo, como si yo fuera el protagonista, o invento cientos de conquistas amorosas. Despliego ante mi novia mi plumaje postizo de pavo real, urdimbre de dos verdades y cien embustes. Y hablo de lo que no se –sobre todo si los que me escuchan saben menos que yo- y me callo y pongo cara y cejas de inteligente cuando escucho a un docto, o a uno que tal parece y que me gana en desparpajo.

¡Pura fachada! Fachada de mi soberbia y de mi orgullo.

No el orgullo del noble antiguo con su código de honor y su altivez producto de sus empresas grandes; sino el orgullo vanidoso del pequeño burgués con su diminuta y mezquina pompa; del universitario imberbe con sus tres o cuatro verdades adocenadas y sus slogans pseudointelectuales de supermercado; el del papagayo barbado y melenudo y la duquesita radiolandera del minishort y el maxitapado que llena su fatuidad llenando los bolsillos de los dueños de las boutiques de Flores.

Ante el orgullo ridículo del burro y de la oveja se extraña el altivo orgullo del tigre y del león.

Porque hay un orgullo legítimo; como hay una falsa humildad que es cobardía.

No el orgullo que me hace tan hábil para conocer los defectos de mi marido, del patrón, del compañero. No el orgullo que desprecia a los demás y me pone a mi precio de calle Santa Fe. No el orgullo que afirma que soy inteligente, trabajador, honrado, gente decente: la enciclopedia de todas las virtudes y el diccionario de todas las cualidades. Ni el del que descubre constantemente la paja en el ojo ajeno y es incapaz de descubrir la viga en el propio. Ni el que exige constantemente la pintura, el maquillaje y el disfraz.

Pero sí, al menos, el orgullo de saber que no soy un cualquiera; que Dios me ha llamado a cosas grandes; que llevo en mis venas la sangre azul de los hijos de Dios; que es indigna de mi toda acción innoble; que no me importa ser distinto, si para ser cristiano debo diferenciarme de los demás; que no estoy llamado a la collonada y la poltronería sino al esfuerzo austero de la magnanimidad y del honor.

¡Ah los católicos acomplejados y vergonzantes incapaces de llevar con la cabeza alta y el mentón desafiante la bandera liberadora de la Verdad, pero son sensibles y vanidosos hasta el ridículo cuando se trata de defender su parvo yo herido! No tenemos derecho a ser falsamente humildes con el tesoro que Dios nos ha entregado. Ninguna apertura al diálogo, ningún respeto por el otro ni por la opinión ajena puede justificar la cobardía en la defensa de una fe que nos ha sido encomendada como el don más estupendo hecho pro el Señor a la humanidad.

¡Pobres de nosotros, orgullosos y soberbios con lo que no sirve para nada -con la vanidad de este mundo vacío que se derrumba a nuestro alrededor- y falsamente humildes con aquello que constituye nuestra única y auténtica grandeza!

Aprendamos a valorar nuestras reales riquezas. Abramos nuestra alma y nuestro corazón a las solas cosas que pueden realmente llenarlos por dentro y no solamente adornarlos por fuera. No defendamos la vacuidad de la vana apariencia con la endeble espada de la mentira. Edifiquemos nuestra plaza fuerte en el desierto despojado y ascético de nuestra interioridad. Ninguna opinión de los de afuera podrá allí herirnos ni afectarnos.

Y, por eso, cuando ten conviden a una fiesta ve a colocarte en el último sitio –y no te importe que no se note tu vestido ni tu barba o tengas el vestido algo gastado-, el Señor que te ha llamado, te dirá al oído: “porque para todos estos parecés el último, el más infeliz, el más pobre, por eso mismo, estás en el primer lugar”.

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