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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1975. Ciclo A

22º Domingo durante el año
3-IX-72

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 16, 21-27
En aquel tiempo: Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: "Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá". Pero él, dándose vuelta, dijo a Pedro: "¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres". Entonces Jesús dijo a sus discípulos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida a causa de mí la encontrará. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y que podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras".

Sermón

¡Pobre Pedro! Hace un ratito nomás –en el trozo de evangelio que escuchamos el domingo pasado‑ Jesús lo ha nombrado papa, le atribuye la calidad de piedra, le da simbólicamente las antiguas insignias de virrey –las llaves‑, le dice que Dios ha hablado infaliblemente a través suyo; le promete que nada podrá destruir su nueva sociedad, que todo lo que decrete en la tierra será refrendado en el cielo.
¡Oh! ¡Cómo se ensanchó entonces al oírlo, orondo, el corazón del viejo pescador! Apenas cabía en su piel, transportado en fantasía desde el basto gobernalle de su barquía a las áureas perspectivas del Reino que le dará en regencia el heredero del trono de David y Salomón que tales promesas le hace.
Por eso, cuál no será su estupor horrorizado, cuando, de sus sueños de tiaras y sillas gestatorias, ejércitos triunfantes y vaticanos palacios, oye al sedicente Mesías que, en lugar del ataque fulmíneo y batallas victoriosas, en vez de hueste angélicas y arcos de triunfo, en lugar de rutilantes coronaciones y palios arzobispales, afirma le espera en Jerusalén oprobiosa muerte.
No, no puede entenderlo.” Al Maestro ¿qué bicho lo picó?”
“¿Será una broma? ¡Claro! No puede haberlo dicho en serio.”
Y, entonces, Pedro que ya se veía sentado en su trono de visir, gran pontífice, gran consejero, llama a parte a Jesús –“a este pobre Jesús que en su sabiduría me parece que de estas cosas sabe poco” ‑ y, dice el evangelio, comienza reprenderlo y a aconsejarle.
¡Pobre Pedro! Y no es solamente porque en las palabras del Señor vea esfumarse sus sueños de gloria. Es que le quiere en serio y su sencilla alma galilea se le estruja toda cuando oye a su maestro, a su amigo, a su señor, decir estas enormidades de que tiene que sufrir, debe morir.
Hasta –estoy seguro de que algo de esto hay en el pensamiento de Simón‑ si para darle un trono a él, Jesús tiene que pasar por esto, el bueno de Pedro está dispuesto a renunciar a su Reino y a sus palacios.
“¡Dejemos todo, Jesús!” “¡Volvámonos!” “¡Total! ¿Para qué? Si esta gente apenas se merece que hagan nada por ellos. Miralos: sucios, ignorantes, interesados. Se acercan a vos porque les diste pan, porque los curás, porque hablás en contra de los fariseos y escribas que los oprimen y desprecian, porque te atreves a decir en voz alta cosas que ellos no se animan o no saben expresar. Pero, en el fondo, siguen igual que siempre: egoístas, pequeños, mezquinos, adúlteros, cobardes. No levantarán un solo dedo para ayudarte si te pasa lo que decís. Agacharán la cabeza y callarán y volverán a su trabajo y a sus cosas.
¡Vamos! ¡Volvamos, Jesús! Ya has hecho bastante; ya has predicado suficiente; no vale la pena seguir. Tengo una casita a orillas del lago –no es un palacio pero es espaciosa y limpia‑ y podés traer también a tu madre ‑ ¡tan sola! ¿qué va a hacer sin vos? ‑ y trabajaremos juntos en la lancha y en el invierno nos juntaremos con los amigos junto al fuego y en el verano miraremos en la frescura de la orilla cómo se pone el sol y hasta ¿quién sabe? a lo mejor una buena chica, hijos. ¡Vamos, volvamos Jesús! ¿Qué es eso de morir? ¡Dejemos todo y a casa!


Así le habló o pensó quizá Pedro y ¿quién sabe, quién sabe? allí, muy muy adentro de Jesús, en la parte sensible de su corazón humano, en su corazón de carne, si no sintió la fuerza de las razones de Pedro. ¡Dejar todo! ¡Volver atrás!
Porque, allá adelante, ominoso, Jerusalén, la gran ciudad que no lo comprenderá, el populacho cruel y vil, los príncipes, los teólogos del ´régimen, los fariseos, la sombra espantosa de la cruz. Atrás, con solo volverse, la tranquilidad, los amigos, la seguridad de un techo, los parajes conocidos, su madre. ¿Quién le puede exigir que marche a la cruz? ¿Quién le va a reprochar que vuelva a sus cosas y se ocupe solo de sus asuntos y de sus seres queridos?
Sí: Pedro metió el dedo en la llaga; de ahí que la respuesta de Jesús sea tan brusca –y no tanto a Pedro sino a Si mismo responde duramente‑ como queriendo eliminar de raíz una debilidad momentánea de su humano corazón. “¡Apártate de mí Satanás!” “¡Sos un obstáculo y tus pensamientos no son de Dios, son de hombre!” Porque Él, Jesús, es Dios, pero también es hombre y el hombre Jesús ‘sintió’ los argumentos del hombre Pedro.

Hoy no puedo hablar demasiado. Por eso les voy a dejar la reflexión a Vds... Pero pienso que este evangelio que hemos oído es clave para entender muchas paradojas del cristianismo. La de la dialéctica constante, en la vida de la Iglesia, entre su aspecto humano y su esencia sobrenatural.
Dios, en Cristo, se une al hombre. No solamente Dios; no solamente hombre. Hombre y Dios.
Y, de ambas zonas está constituida también la Iglesia: la zona divina de lo sobrenatural y la zona humana. Y, si en Cristo su humanidad está exenta de pecado –aunque no de debilidad‑, en la Iglesia –que aún no es la Iglesia triunfante, sino la militante, la peregrina‑ junto con lo sobrenatural coexiste la debilidad de lo humano y, también, los pecados de sus integrantes.
Por ello, sin contradicción, el domingo pasado hemos oído a Cristo decirle a Simón: “Tu eres piedra”, “no te reveló esto la carne ni la sangre sino mi Padre que está en los cielos” y hoy, inmediatamente: “Tu eres Adversario, tus pensamientos no son los de Dios sino de los hombres.”

¿Quién podrá, después de esto, sorprenderse de las miserias de la Iglesia, de las cosas que sabemos por la historia de algunos papas y obispos, del macaneo desconcertante que, a veces, nosotros mismos hemos oído predicar, de actitudes políticas ambiguas o equivocadas de sacerdotes y obispos, de apostasías y barbaridades de católicos y religiosos?
¿Quién podrá sorprenderse después de haber leído este evangelio?
Todo ya está en germen en este pasaje de Mateo y ¿quién entonces perderá la confianza en nuestra santa Iglesia después de la solemnes y divinas promesas de Jesús hechas en un contexto semejante de humana debilidad?

Lo mismo en nuestra vida cristiana. Este llamado de Jesús no a una vida puramente humana, sino a Su Vida, Vida de Dios. ¿Cómo no vamos a sentir la inadaptación constante de nuestra carne y nuestra sangre, que claman por volver a sus cosas, que no quieren saber nada de subir a Jerusalén, se niegan a ensancharse, a vaciarse de sí mismas para que pueda Cristo derramar en ellas las espléndidas riquezas de Dios?

Y ese es el sentido de la Cruz: abnegar mi humana pobreza para dejar lugar a la opulencia de Dios. Abandonar mis pensamientos de hombre y asimilar los de Dios. Renunciar a una vida inferior, para poder gozar de la verdadera existencia y así hacer verdad la frase aparentemente paradójica de Jesús:
El que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí la encontrará.”

 

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