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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1977. Ciclo C

22º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 1. 7-14
Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: «Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: "Déjale el sitio", y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: "Amigo, acércate más", y así quedarás bien delante de todos los invitados. Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» Después dijo al que lo había invitado: «Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!»

Sermón

Ya en el libro de los Proverbios del Antiguo Testamento había un pasaje que decía: “No te atribuyas honor delante del rey ni te coloques en el sitio de los grandes. Porque es mejor que te digan ‘sube aquí’ que no que se te degrade delante del rey” (25. 6s) y, en la literatura rabínica se encuentra un pasaje correspondiente en boca del Rabí Simón ben Azzai, hacia el año 110 que cita palabras del viejo maestro Rabí Hillel -hacia el año 20 antes de Cristo- que dice: “Mi humillación es mi ensalzamiento y mi ensalzamiento mi humillación”. Es evidente, pues, que lo que aquí hace Jesús es utilizar un viejo proverbio que ya, en la antigua literatura rabínica, se vinculaba con las reglas de la mesa.
¿Y quién no estará de acuerdo en que el saber comportarse en la mesa, así como todas las demás convenciones de buena educación, forma parte integral de la virtud de la caridad, en cuanto son las señales exteriores a la vez de nuestra temperancia y del respeto que sentimos por el prójimo?
Los tiempos cambian y la grosería o falta de grosería no se mide hoy por pautas tan formales, pero los buenos modales son siempre indicio de fineza de espíritu y gentileza. Tanto que hasta los que no poseen estas últimas tratan de adquirir aquellos modales si los vientos azarosos de la fortuna los llevan a ocupar altos puestos que en determinadas circunstancias los requieren. Dicen que el Conde Chicoff, gran maestro de ceremonial, no daba abasto con sus clases de protocolo y etiqueta cuando subió al poder nuestro último gobierno electo.

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Todavía cuando yo ingresé al Seminario alcancé a ver cómo una de las materias que se daba a los futuros sacerdotes en los años iníciales era “Urbanidad”. A vientos de la nueva tónica de ‘autenticidad’ y antiformalismo al poco tiempo se suprimió y suprimida está ante mi gran congoja, porque, como me decía un grupo de personas que se fue a quejar ante mí en la Vicaría respecto de un colega: “Padre, no pedimos que sea santo, ni que tenga caridad y ni siquiera que sea bueno, pero al menos creemos tener derecho a pedir que no sea maleducado”.
Sí, la gente es tan buena con los sacerdotes –lo sé por experiencia- que basta que uno sea más o menos educado y cortés con las personas para que ya lo crean un buen cura. ¡Con tan poco se conforman en estos malhadados tiempos!

Pero claro que eso no basta y ya Jesús, decenas de veces, ha enrostrado a los fariseos el ser muy cuidadosos con las formas pero estar en su interior llenos de maldad. “¡Sepulcros blanqueados! Pintados por fuera, adentro llenos de podredumbre.”
En el pasaje que hemos leído, Cristo, pues, no se conforma con darnos una regla de buenos modales a la manera de los rabinos, sino, a partir de ella, en su gráfica plasticidad, saltar al problema de la humildad: la interior. Precisamente la que no tiene aquel que se pone en el último lugar sabiendo que el dueño no lo va a dejar allí y lo va a llamar luego delante de los demás para ocupar mejor lugar.

Cuentan de Stalin, que se las tiraba de gran filósofo y escribió una que otra obra indigerible, por supuesto de inmediato publicada y elogiada por todos los diarios rusos, cierta vez, visitando el “Instituto Marx Engels Lenin”, para hacerse el humilde le comentó al famoso agrónomo Lysenko, que el último de sus libros –de Stalin, se entiende- llamado “En torno a los problemas del leninismo”- le parecía que no le había salido tan logrado. Y como el otro en lugar de decirle “Pero no, Camarada Presidente, es extraordinario” le dijo “Y bueno Camarada, el próximo saldrá mejor” perdió para siempre la estima de Stalin, tanto más que, las teorías del llamado ‘lysenkismo’ resultaron a la postre un fiasco, si no un fraude.

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Trofim Denísovich Lysenko (1898–1976)

De todos modos la humildad de la cual habla Cristo en este evangelio más que una actitud exterior o aún interior frente a los demás, hay que interpretarla en el contexto general de Lucas no como una regla de urbanidad de la prudencia mundana, no como una máxima de sabiduría práctica al estilo “el orgullo conduce a la caída; la modestia encuentra su recompensa” de Confucio, sino más bien como una advertencia escatológica que mira a nuestra relación personal e íntima con Dios y llama a renunciar delante de Él a la propia orgullosa ‘justicia’ y arribar a la humilde estimación de sí mismos.
Humilde estimación que no va a despreciar lo que somos por gracia de Dios, ni a forzarnos a creernos feos si somos lindos, brutos si somos inteligentes, petisos si somos altos, pelados si tenemos pelos. Ninguna virtud, tampoco la humildad, va en contra de la verdad. Aunque podamos, a veces, ocultar por humildad nuestros dones a los demás, si no los necesitan.

Humilde estimación frente a Dios, digo, y que más que con un abajamiento masoquista frente a Él tiene que ver con ese preciso tipo de humildad que enseñaba Jesús cuando decía mostrando a un pequeño: “Si no os hacéis como ellos –y en otro pasaje paralelo: “si no os humilláis como este niño”- “no entraréis en el Reino de los cielos”.
Sí: frente a los dones sobrenaturales, a la promesa del cielo, frente a Dios la actitud del niño. No la actitud humillada del que se siente miserable y juzgado por Dios, sino la actitud humilde del pequeño que se siente querido y protegido por el padre, no porque sienta que vale nada o que sea gran cosa sino porque, desde su pequeñez, le resulta natural el amor del papá. Y, cuando pide lo hace no a la manera impertinente del adolescente que se cree con derechos frente a ‘los viejos’ sino sencillamente porque es el padre y está seguro de su cariño y porque lo necesita. ¡Qué derechos va a tener el chiquitito frente a ese papá enorme, fuerte, que sabe de todo, que mantiene la casa, que manda y ordena, que soluciona todos los problemas!
Pero nosotros ¡qué vamos a necesitar a Dios! Hasta le hacemos un favor viniendo a Misa. Si hasta nos sentimos muy buenos porque le rezamos, como si hiciéramos gran cosa.
Si: Él tendría que aplaudirnos porque nos portamos bien y he aquí que en la comunión venimos a recoger el premio merecido a que no hemos pecado en toda la semana. “Te damos gracias, Señor, porque no somos como los demás”.
Pero, hermano, si no te sientes pequeño frente a Él, ¿cómo va a derramar en vos su amor de padre? Él, que dijo: “no vine a llamar a los justos sino a los pecadores.” Si no te sabes pecador, -aunque no peques-, necesitado de Su Gracia ¿cómo vas a oír su llamado? El que afirmó “no tienen los sanos necesidad de médico sino los enfermos” ¿cómo, si sano, va a darte a probar su deliciosa medicina?
No, pequeño cristiano, aún con todos tus talentos, aún si por la gracia de Dios con todas tus virtudes, aún con todas tus riquezas, sábete pequeño delante de tu Señor de quien proviene, en última instancia, todo lo bueno que sos y que tenés.
En las alturas de los primeros puestos en que te has imaginativamente colocado, no se oye Su voz. Allí en tu cabeza baja, en tu agradecido ser invitado, en los últimos lugares donde no resuena el parloteo de los que se creen grandes y alzan su voz, allí escucharas: “Amigo, hijo, acércate más”.

 

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