INICIO

Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1983. Ciclo C

22º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 1. 7-14
Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: «Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: "Déjale el sitio", y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: "Amigo, acércate más", y así quedarás bien delante de todos los invitados. Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» Después dijo al que lo había invitado: «Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!»

Sermón

En toda su obra, Hegel , de origen protestante, que influirá luego en toda la filosofía y política de Occidente, desarrolla un odio visceral a lo que él llama la doctrina judía de la creación. Dios es puesto –dice- como el omnipotente, como el dominador poderoso, de quien el hombre todo ha recibido, frente a quien el hombre es nada.


Georg Wilhelm Friedrich Hegel
Stuttgart 1770 – Berlín 1831

Es el Dios trascendente, infinito e invisible, Señor y dominador (Herr). El hombre: el esclavo (Knecht, Sklave), puesto, en total dependencia y pasividad, bajo el yugo de su señor.

La concepción religiosa judeo-cristiana se caracteriza –según Hegel- por su famosa relación dialéctica entre ‘el señor y el siervo', ‘el amo y el esclavo'. Mentalidad de esclavos propia del pueblo judío y que ha pasado al cristianismo en forma de la falsa virtud de la humildad. Humildad que nos hace someter a este Dios alienante, que nos quita la libertad, haciéndonos agachar la cabeza ante su ley sus arbitrios. Más: que lleva a los cristianos a mendigar, con miedo y temblor, el favor y la gracia de este poder exterior y, pase lo que pase, siempre obedecer.

Con esto, dice Hegel, hay que terminar, porque ese Dios no existe. El verdadero no es el que está ‘fuera' del mundo, trascendente, sino el que se manifiesta a través de la conciencia humana. El hombre realmente será hombre cuando se de cuenta de que él mismo es Dios. Que debe lograr todo lo que se propone sin mendigárselo a nadie. Que él mismo ha de juzgar lo que está bien o está mal sin necesidad de ninguna ley divina que le venga de afuera.

Como Vds. pueden darse cuenta estas doctrinas son sumamente halagadoras para el hombre –en el fondo corresponden a la tentación adámica en la descripción mítica del paraíso-. Tan halagadoras que, sobre la concepción hegeliana, se construye luego casi toda la filosofía moderna y sus concepciones políticas. Desde el liberalismo, pasando por el nazismo, hasta el marxismo todos heredan esta soberbia concepción del ser humano de Hegel.

El Hombre, o la Humanidad, o el Estado, o el Proletariado, dueños absolutos de determinar el bien y el mal. Ya sea por medio del decreto, el ukase o del voto. Hombre-dios capaz, mediante su inteligencia, sus revoluciones y su técnica, de construir el paraíso, el cielo, la utopía, aquí en la tierra, que es o será su Olimpo.

¿Y no tendrá algo de razón Hegel? ¿Qué hacer para defender al cristianismo y su noción de la obediencia y la humildad?

Quizá lo primero sería aventar ciertas nociones de humildad que son caricatura o deformaciones de ésta. Humildad que, cuando no es una actitud hipócrita, puramente exterior, se confunde con sumisión y servilismo, fruto del miedo o del complejo de inferioridad o de la inferioridad real. Pusilanimidad timorata que nos lleva siempre a callarnos, a agachar la cabeza, cuando tendríamos que gritar, luchar y defender. Pereza, quizá, que nos hace abstenernos siempre de empresas grandes, de altos ideales, de acciones heroicas. Humildad falsa, pues, que nos lleva al cómodo egoísmo de los no combatientes y al conformismo con nuestra mediocridad.

No, eso no tiene nada que ver con la humildad que nos predicó el mismo que nos dijo “Sed perfectos como vuestro Padre es perfecto”. “Luchad por entrar por la puerta de los pocos”. “No ocultéis vuestra luz debajo del celemín sino ponedla bien alto para que ilumine toda la casa”.

Pero, ciertamente, la humildad es todo lo contrario de lo que nos proponen Hegel y el mundo moderno. Porque es el reconocimiento claro –y, además, de sentido común- de que el hombre no es Dios, ni podrá nunca, con su propio esfuerzo, llegar a serlo.

¿Y esto es acaso denigrante, deprimente? ¿Acaso el que yo tenga un automóvil y sepa que tengo que utilizarlo de acuerdo al manual de instrucciones del fabricante y que no pueda usarlo como avión, ni como yate, ni como se me ocurra es degradante? Con el auto puedo hacer muchas cosas e ir a muchos lugares, pero usándolo siempre como auto y cuidando cambiar el aceite, inflar las gomas, ponerle nafta. Sin exigirle más de lo que da, so pena de que tenga que pasarse la vida en el taller o terminar como chatarra. ¡Esto si que sería degradante!

El hombre, igual. Es evidente que no me fabriqué a mi mismo y que no soy ni pájaro, ni ballena, ni ángel, ni mucho menos, Dios. Soy hombre y tengo que ‘usarme' como hombre y de acuerdo con los mecanismos biológicos, psicológicos y sociológicos con los que he sido diseñado y fabricado por Otro. Si respeto esos límites e indicaciones –como con el auto- podré hacer muchísimas cosa libremente, pero nunca más allá de mi realidad humana.

¿Esto es acaso deshonroso, alienante? No: es simplemente el reconocimiento sencillo de mi condición de hombre.

Si, en cambio, digo: “esto no es un auto, es un avión” no solo soy un imbécil sino que probablemente me mate.

Y si digo “no soy un hombre, soy Dios” o “no hago lo que me pide mi naturaleza por Él pensada y creada, sino lo que se me antoje” o “la humanidad no es humana sino divina” –como afirma Hegel y, a su secuela, el liberalismo, el positivismo, el marxismo-, si hago estas afirmaciones, soy mucho más imbécil todavía. Es este tipo de doctrinas el que sin ser dicho u oído explícitamente, informa el pensamiento y la política moderna. Y, por chocar con la realidad, motiva todos los desastres, guerras, revoluciones y caos sociales de los últimos tiempos.

No. El problema no es la injusticia social, o los militares, o Luder, o Alfonsín, es muchísimo más serio: es la falta de humildad. Es no entender que somos creaturas. Es no querer saber que Dios es y vivir de acuerdo a ello.

En ese sentido, decir “no soy sino un hombre” es la verdadera humildad.

Pero ¡no ‘menos' que hombre! Decir “soy solamente un ser animal” o, más chabacanamente, “soy un animal”, eso es falso, mentira, error garrafal, no humildad.

Porque dentro de lo humano, en lo que tenemos de racionales y personas, hay muchísimo que podemos hacer, obtener y gozar. Quedarnos estacionados, no tener a punto nuestros mecanismos humanos, no poner en juego todos nuestros esfuerzos para mejorar como hombres y mejorar la sociedad, eso ya no sería humildad.

Porque las cosas que podemos y debemos obtener por nuestro propio esfuerzo no tenemos que pedírselas a Dios. Un cristiano que creyera que, sin estudiar, rezando va a aprobar los exámenes, estaría muy equivocado. Ni que se va a curar sin ir a lo del médico; ni que va a progresar sin trabajar -excepción notable, nuestros políticos y sindicalistas-; ni que va a parar una inundación sin construir terraplenes; ni que va a construir una gran nación sin esfuerzo, sacrificio, lucha, sudor y lágrimas –“Dios es argentino”-.

Claro que Dios puede hacer milagros -y muchas veces los hace-, pero no para ahorrar esfuerzos humanos ni servir de pretexto a los cobardes o vagos o incapaces, sino por motivos religiosos.

Normalmente Dios nos da las cosas humanos a través de los talentos que nos concede y que nosotros hemos de hace fructificar con nuestro esfuerzo, para nosotros y para los demás.

Sí. El hombre puede y debe hacer y ser muchísimo, sin más intervención divina que su sostenernos en la existencia y el regalo que nos ha hecho del mundo y de nuestra capacidades y de nuestra libertad. Y es evidente que todo eso también, con realista humildad, aunque con entera conciencia de lo mucho y bello que nos ha dado, sabemos que se lo debemos a El. Aún lo que nos regala indirectamente a través de la mollera y las aptitudes que nos ha dado para obtenerlo.

Pero hay algo más, Porque resulta que, de hecho, Dios ha querido que el auto se convierta en avión. Dios quiere que nosotros nos hagamos ‘como Dios'.

El hombre, inexplicablemente, ha sido llamado a, no solo alcanzar y disfrutar las riquezas de la naturaleza humana, sino a alcanzar y disfrutar las riquezas de la naturaleza divina.

Y ¿cómo? ¿Con nuestras propias fuerzas?

Y, ahora decimos no. Con fuerzas que nos presta Dios, ¡con la gracia! Y es aquí donde Hegel y el mundo moderno se rebelan. “No quiero nada que no puedan lograr con mis propias fuerzas.” “No quiero nada que tenga que pedir a alguien que no sea el hombre o el propio yo”. “No quiero ser mendigo”. “No quieren ser invitado”. “No quiero sentarme en el primer puesto porque me llaman sino pro que yo mismo voy y me siento allí.”

Pero, si nos ponemos a pensar ¿es esto tan denigrante? Esta humildad que nos lleva a darnos cuenta de que, para llegar a Dios, debemos depender de Su gracia, ¿es tan humillante, tan alienante?

Hegel caricaturiza la relación de ‘la gracia y el hombre' comparándola con la del ‘señor y el esclavo'. Porque más bien habría que compararla con cualquier relación de verdadero amor.

Fíjense Vds. que los verdaderos amores, los más lindos, son los que no merecemos. Y tanto no merecemos que estamos seguros de ellos. El amor de la madre y del padre –algo menos la de éste según los psicólogos- amor incondicionado, que no depende de si somos malos o buenos, lindos o feos, inteligentes o tontos, sino del simplemente ser sus hijos. De ese amor estamos seguros y ¡qué estupendo sentirlo protector sobre nosotros aunque no lo hayamos conquistado ni merecido!

Y lo mismo con nuestra mujer o marido. Es verdad que se habla de ‘conquistas', pero la ‘conquista', de por si, se queda en una especie de nivel inferior. Cuando el amor mutuo entre un varón y una mujer es auténtico, viven en la constante sorpresa de “¿cómo es posible que este hombre o esta mujer me quiera a mi, habiendo tantos o tantas mejores que yo?” Es el gozo continuo de sentirme amado por mi mismo. Y, en la medida en que ese amor es verdadero, yo se que no depende de mi belleza, ni de mi puesto, ni de lo que gano. Me quiere y nada más.

¡Qué horribles en cambio los amores que dependen de lo que soy y tengo! Que si me vuelvo feo o fracaso o envejezco o me fundo, no me quieren más.

Es como si esos amores no fueran verdaderos amores ni aún a nivel humano ¿y quién se avergüenza o se siente degradado de que su madre o su mujer o su marido o su amigo o sus hijos lo quieran sin condiciones, sin necesidad de un esfuerzo constante de conquista o de mantenimiento?

Cuanto más entonces con Dios. ¿Cómo esa humildad que me lleva a aceptar el amor incondicionado de Dios, el que Él me llame al primer puesto y no que yo me siente allí, me va a hacer sentir esclavo o siervo? ¿Cómo me voy a sentir infeliz porque sé que, a pesar de todo lo que haga y lo poco que soy, Dios me quiere lo mismo y que solamente rechazar ese amor -porque no lo compro con mi dinero, porque no sea yo quien lo obtenga, es lo que, soberbio, me puede llevar al infierno?

No: no la relación del amo y el esclavo. La relación del padre y el hijo, de la madre y el hijo, del marido y la mujer, del amigo y el amigo.

Hegel no tiene razón. Porque, de este modo, tampoco las cosas que he de hacer se me imponen como leyes agobiantes, alienantes –a la manera de la mujer que tuviera que ganarse todos días el amor de su marido, estando siempre linda, siempre simpática, siempre ordenada, siempre cariñosa-. Si lo hace, lo hace justamente porque está segura del amor del que la quiere y entonces quiere corresponderle.

Así con Dios.

En verdadera y amorosa humildad.

Menú