Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 1. 7-14
Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: «Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: "Déjale el sitio", y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: "Amigo, acércate más", y así quedarás bien delante de todos los invitados. Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» Después dijo al que lo había invitado: «Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!»
Sermón
En estos días, revisando librerías, me ha sorprendido cómo han aparecido varios títulos referentes a las buenas maneras: “Manual de etiqueta”, “Cómo comportarse en sociedad”, “Buenas maneras en la sala y en la mesa”. Ustedes mismos los pueden ver. Lo mismo que los émulos del finado conde Chicoff -entre ellos, su propia hija, Eugenia-, que ofrecen sus lecciones de lustre y fina distinción desde los avisos de ‘La Nación' -por supuesto no de ‘Crónica'-. Y bien: no está mal que toda esta caterva de nuevos ricos de dudosa extracción que han asaltado las altas y medianas cumbres, que se han apresurado a colarse al ‘jet-set' nacional y, algunos, al internacional, enancados en la magia dudosa de las mesas de dinero, las finanzas protegidas por el Estado, los negociados y, sobre todo, por el democrático reparto de botín de los partidos, no está mal, digo, que, si no pueden blanquear su moral, al menos, -ya que, queramos o no, ocupan el poder- quieran blanquear sus modales.
Porque es verdad que el amor al prójimo generalmente se manifiesta en buenos modales; si bien no es verdad que los buenos modales indiquen siempre amor. Pero a estos nuevos ricos les basta la etiqueta, sustitutivo espurio de la ética. Y le basta, por supuesto, al ‘jet-set' aún con apellido -que no hay que confundir con la auténtica aristocracia que, hoy, la mayoría de las veces ni apellido tiene; plata y poder ni hablemos-.
Por supuesto que Jesús, en el evangelio de hoy, no está dando una clase de etiqueta, de cómo comportarse en la mesa. No es una lección de maneras la que hoy imparte. Lo explica bien Lucas cuando denomina a toda esta lección ‘parábola', es decir ‘comparación', y que se refiere, en último término, al banquete escatológico, al puesto final en la Fiesta inacabable.
Y se trata de esa enseñanza que, de múltiples formas, aparece constantemente en la Escritura desde el relato de la torre de Babel del antiguo Testamento hasta las palabras y vida del mismísimo Cristo: “ el que se eleva es humillado, el que se humilla será elevado ”, “ porque se humilló hasta la muerte y muerte de cruz, por eso fue exaltado sobre todo ”, como apunta San Pablo, en lo que es también el tema del ‘ Magníficat' , el canto de la Virgen.
La contraposición entre la soberbia –el pecado primigenio, tanto de los hombres como de los ángeles– y la humildad, el fundamento de todas las virtudes.
De esto ya sabía algo nuestra antigua tradición griega. Para los helenos la soberbia, la ‘ hybris' , era la cualidad bárbara por excelencia. Y su etimología habla de ‘exceso de fuerza', ‘de peso', ‘de brío'.
Ese exceso que lleva al hombre a traspasar su propio límite, a la inmoderación, a la insolencia, y le impide mantenerse en su rango, en su medida. Y esto, para los griegos, era un pecado insoportable, porque para ellos, justamente, la ‘medida', la ‘armonía', era el criterio de bien de todas las cosas.
En realidad, para ellos, la virtud opuesta a la soberbia no era exactamente la ‘humildad' sino la ‘ sofrosine ' –etimológicamente la “sanidad o salud del espíritu”–, la sensatez, el juicio. Equilibrio interior, secreta gravedad que se manifiesta al exterior -según Esquilo- en la ponderación de las palabras y los actos, en la moderación. Que no es sino la templanza que lleva al sujeto, antes que nada, a someterse al orden legal que hace posible la vida comunitaria en la polis griega.
En cambio la soberbia, la ‘ hybris' , se traduce en arrogancia, desvergüenza, violencia, que tiende a atentar contra este orden legal, ético: la ‘ eunomía' de cuya conservación cuidan los dioses. En casi todas las tragedias griegas uno de los nudos de los conflictos es precisamente la contraposición ente la sofrosine , la moderación que respeta los límites que se imponen al hombre y la hybris que lo desborda de sus linderos.
De esta soberbia del hombre que ensancha su espacio material o psicológico a costa del espacio legítimo de los demás, aún violando los mandamientos y las leyes, hemos sufrido, sufrimos y sufriremos todos (e hicimos, hacemos y haremos sufrir). Desde la soberbia del hijo caprichoso hasta la soberbia radical sería fácil llenar esta prédica de ejemplos.
Pero en este nivel de la soberbia todavía no alcanzaríamos el centro de la enseñanza de Cristo; amén de que, a esta medida, la humildad puede no ser virtud. Porque no siempre en sociedad la mejor respuesta al soberbio es humillarse. Y hay falsas humildades que no son sino falta de hombría y pusilanimidad.
Por otra parte alguna vez podré, como cristiano, por motivos sobrenaturales, humillar a mi persona –como hacen (o hacían) habitualmente los monjes y las monjas–; pero nunca en desmedro del cargo que desempeño, de mi familia, nunca de mi bandera, jamás de mi religión ni de la verdad.
¿De qué soberbia se trata, pues? ¿De qué humildad?
Jesús está hablando a fariseos y, vean ustedes, sin ninguna animosidad. Aprovecha, con algo de humor, el que todos hayan querido sentarse cerca de la cabecera seguramente con el fin de escuchar mejor su conversación, para largar su parábola. Y es que, aquí, no se trata de malos fariseos, de esos que en otros contextos Jesús llama ‘hipócritas', ‘sepulcros blanqueados'. Aquí se trata de buenos fariseos. Es decir, de hombres meticulosamente cumplidores de la ley que intentaban sujetar hasta sus más minúsculos actos a lo que ellos entendían –aunque en su mayor parte inventada por ellos– como ley de Dios. Que algunos de esos actos exteriores llevaran al fingimiento y a la hipocresía, eso lo denuncia Cristo en otros lugares; pero aquí no se trata de eso.
Se trata de que el fariseo que -al modo de la sofrosine griega-, cumplía con todo, se creía merecedor, sin más, de los mejores puestos del Reino. Como si el cumplimiento de la ley -esas leyes, por otra parte, la mayoría inventada por ellos- le ofreciera títulos para pretender esa Bienaventuranza, esa Vida eterna que, ahora, Dios, mediante Jesús, ofrece al hombre.
Si, como los griegos, esa sensatez, esa legalidad, ellos la hubiesen entendido como merecedora de una cierta armonía social en este mundo, ello hubiera estado bien. Pero no: los fariseos pensaban que con solo cumplir sus códigos eran merecedores ¡de la vida divina! Y lo que quiere marcar Cristo es, justamente, la desproporción total que existe entre todo lo que puede lograr el hombre con sus propias fuerzas, aún en el orden de la moral o de la política, y lo que Dios le ofrece desproporcionadamente, superando todos su deseos, todas su posibilidades, todos sus méritos.
Dios no invita a nadie que pueda devolverle nada, sino a pobres, a lisiados, a cojos, a ciegos, que con nada podemos recompensarlo. Todo es obra de su bondad, de su gracia.
Estamos en el pleno misterio de la gratuidad de la gracia, de lo inmerecido, de lo sobrenatural, de la diferencia esencial entre lo ‘natural' -aunque sea bueno destinado a la muerte- y lo ‘sobrenatural', la gracia que nos abre a la Vida, a la eternidad.
Por eso la humildad, antes que nada, es una virtud que atañe a lo profundo de nuestra actitud frente a la vida y, sobre todo, frente a Dios. Es saber que tanto el fin como el origen de nuestra existencia depende de Dios, de su amor gratuito y misterioso, que ha hecho que, en el orden natural haya yo surgido de la nada, nacido con mi código genético, en esta familia, en esta situación, con estos talentos que me han permitido ser lo que soy y, en el sobrenatural , me lleva a vivir en su gracia, esperanzado de poder ser llevado un día, por Él, a la plenitud de la Felicidad. Esa Felicidad que el hombre no puede conseguir ni con la política, ni con la técnica, ni con el dinero, ni con mis fuerzas, ni con ningún ingenio humano.
Que todo esto me lleve a no jactarme de mis superioridades, ni a acomplejarme de mis límites, que me lleve a ser sensato y respetuoso de los demás, educado, que me lleve a no disputar por inútiles presidencias en la pequeñez de los jet-sets de cada ambiente, va de suyo; aunque eso no me tenga por qué hacer renunciar a la auténtica superioridad, al aprecio de los valores que me han sido regalados por Dios, y a una verdadera aristocracia del espíritu que me haga poner esos talentos, que no son ‘míos', al servicio del prójimo.
Santo Tomás, siguiendo a San Gregorio, apunta cuatro formas principales de soberbia: (1 a ) atribuirse a sí mismo los bienes que se han recibido de Dios; (2 a ) creer que los hemos recibido en atención a nuestros propios méritos; (3 a ) jactarse de bienes que no se poseen en absoluto o, al menos, no en tanto grado; (4 a )desear el brillo exterior, vacío de peso, con desprecio de los demás.
No basta, para llegar a la verdadera humildad, superar las dos últimas formas de soberbia -que apenas pueden llamarse soberbia, sino estupidez, aunque tanto mal lo mismo hagan-, sino que hay que atacar a las dos primeras para llegar a la humildad cristiana. La que, en Dios y desde Dios, ve lo constitutivo de la pequeñez humana, la ridiculez y vanidad de sus luchas de poder y de sus puestos y de sus modales, y que, centrando todas sus metas en lo único necesario, hace de todo lo que es y todo lo que tiene un permanente acto de servicio a Dios y a los demás.