Lectura del santo Evangelio según san Mateo 16, 21-27
En aquel tiempo: Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: "Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá". Pero él, dándose vuelta, dijo a Pedro: "¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres". Entonces Jesús dijo a sus discípulos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida a causa de mí la encontrará. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y que podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras".
Sermón
El 13 de Octubre del año 64, Nerón celebraba, con más fasto que de costumbre, el décimo aniversario de su coronación imperial, el "dies imperii". Realizó los festejos no en el Palatino, sino en sus jardines privados del monte Vaticano, donde había hecho construir, hacía tiempo, un hipódromo o circo, como se les llamaba en ese entonces. Estos fastos eran especialmente rumbosos y pródigos, no sólo por el aniversario, sino porque Nerón quería hacerse perdonar del pueblo romano el espantoso incendio que poco tiempo antes había devorado media ciudad y que todos atribuían a órdenes del mismísimo Nerón. A pesar de que había intentando echar la culpa a los cristianos, la gente no le creía. No obstante ello, Nerón mandó apresar a cientos de ellos y los mató de las más diversas y horribles maneras para satisfacer el ansia de venganza del populacho.
Para su fiesta del 13 de Octubre se reservó a un puñado selecto de cristianos y, mandándolos crucificar en su circo del Vaticano, los untó de alquitrán, y, a la noche, ordenó les prendieran fuego para que iluminaran el lugar, mientras él recorría la pista en un carro tirado por una cuadriga al mismo tiempo que hacía sonar su lira. Ya sabemos que el pobre era medio chiflado.
Cerca del obelisco egipcio que marcaba el final del eje de la pista, un hombre de contextura robusta de unos sesenta y cinco años, crucificado cabeza abajo, moría desangrado, sofocado por el fuego y el humo, junto con sus compañeros. Era un tal Simón, hijo de Jonás, jefe de la aborrecida secta de los cristianos.
Al día siguiente su cuerpo desfigurado fue reclamado por un grupo de seguidores a la guardia pretoriana, que accedió. y fue sepultado luego al costado de la via Aurelia que flanqueaba el lado sur del circo, y que ya había comenzado a ser, en aquella época, lugar de sepulturas, dado que la Recoleta de aquel entonces, la via Apia, estaba saturada y apenas tenía lugar para los más ricos.
Simón fue sepultado en tierra y el lugar comenzó a atraer prontamente la devoción de los cristianos. En el devenir de los años ese tramo de la via Aurelia se fue convirtiendo en un verdadero cementerio que se extendió por los jardines vaticanos, e incluso por el Circo que, para entonces, había sido abandonado. Una red de pequeñas calles al estilo de nuestros cementerios de hoy fue enlazando poco a poco los monumentos funerarios, algunos lujosos e imponentes, otros pobres y misérrimos.
Hacia el año 150, detrás de la tumba de Simón, se levantó una pared estucada en colorado que, junto con las paredes de otros mausoleos que la rodeaban, formaba una especie de recinto de ocho metros por cuatro. Sobre la tumba se edificó un sencillo monumento, que un testigo de la época, un tal Gaio, denomina tropaios, trofeo, adosado sobre la pared colorada, con dos nichos superpuestos que se supone contendrían algún adorno o imagen.
En el siglo III se añadieron dos muros perpendiculares a la pared colorada, de uso desconocido, quizá protegiendo el monumento.
Hacia el año 320, el emperador Constantino, convertido al cristianismo, quiso rendir homenaje al viejo Simón y para ello emprendió una obra faraónica. Hizo nivelar, aplastó, literalmente, la colina vaticana, aplanando su pendiente con la tierra de su cima y, al mismo tiempo, enterrando la necrópolis tal cual estaba. En aquella época esta reprohibidísimo demoler o tocar los cementerios, así que Constantino lo dejó tal cual estaba y simplemente lo rellenó con escombros y tierra. Y, sobre esta plataforma, construyó una enorme basílica cuyo altar estaba exactamente sobre la tumba del viejo Simón y el piso, el pavimento arriba del nivel del trofeo de Gaio. Los restos de Simón fueron extraídos de su tumba primitiva en plena tierra si es que no fueron custodiadas transitoriamente en las catacumbas de San Sebastián, como parece indicarlo alguna fuente, fueron envueltos en género de púrpura entretejido en oro y *depositados en un nicho cerrado, un loculus, incrustado en uno de los muros perpendiculares a la pared colorada de la cual hablamos y, todo, tapado luego por la nueva y magnífica *basílica constantiniana. Desde entonces esos restos y las viejas construcciones no se vieron más.
La basílica sufrió el embate de los tiempos, los saqueos de los bárbaros y los incendios durante siglos, y fue una y otra vez restaurada, hasta que, ya en 1506 corre el peligro de desplomarse, por lo cual el Papa Julio II decide su demolición y el comienzo de construcción de la nueva, la actual, proyectada en principio por Miguel Angel. Se edifica sobre un nivel superior todavía a la de la antigua basílica y así, hoy, los pisos de aquella, de Constantino, son los sótanos de la actual. Y el viejo altar sobre la tumba es cubierto por el que vemos hoy, protegido por el magnífico baldaquino de Bernini.
Pero hace siglos ya que nadie ha visto la vieja tumba. Algo semejante pasó con la tumba de San Pablo, en la via Ostiense, donde también Constantino había hecho construir la basílica de San Pablo extramuros.
Tanto, que los protestantes, para oponerse al papado, empiezan afirmar que Pedro no había muerto en Roma y menos aún estaba allí enterrado. La crítica masónica y racionalista también ataca la verosimilitud del hecho y sostiene que todo es una leyenda, un invento para legitimar las pretensiones papales.
En el año 1939, el Papa Pío XII, apenas elegido, ordena que se comiencen a hacer investigaciones *arquelógicas. Se inician las excavaciones, se llega al nivel de la primera basílica y, cuando se empieza a cavar más abajo, los ojos asombrados de los investigadores van descubriendo poco a poco la antigua necrópolis romana, intacta, con sus esculturas, pinturas y espléndidos mosaicos, una especie de ruinas de Pompeya debajo de la basílica. También se descubre parte del viejo circo. El obelisco egipcio, testigo de la muerte de Simón bar Jona, sin saber muy bien lo que era, ya había sido elevado en el siglo XVI, en el centro de la plaza de San Pedro, donde todavía está allí, sosteniendo en su cúspide un relicario hermético con una astilla de la santa Cruz.
Cuando hacia 1950 se llega finalmente a lo más bajo del eje del altar, con alguna decepción, se encuentra la vieja tumba de tierra, pero vacía. Sin embargo, puestos a luz, la pared colorada y los muros blancos llenos de inscripciones antiquísimas con invocaciones a Pedro, hacen indudable que, al menos desde el siglo segundo, aquel lugar había sido venerado como la tumba de Simón. Y así, con gran ira del protestantismo de la época, lo anuncia Pio XII emocionado en la navidad del año 1950.
Una de las arqueólogas, tozuda, la Professoressa Margheritta Guarducci, obtiene de Pio XII la autorización para continuar las investigaciones. Descubre una inscripción sobre el muro colorado, allí donde se une a uno de los blancos perpendiculares, que dice "Petros ení" y del cual muy bien no se sabe que quiere decir, hasta que descubre, por medio de un especialista en latín antiguo, que "ení" es la contracción de 'enesti" que se traduce, 'está aquí', adentro. Petros ení, Pedro está aquí, adentro.
Pero ¿dónde?
Ese año de l953, un viejo obrero del Vaticano le confía a la Guarducci que en 1941, en una previa excavación cuando se trataba de encontrar lugar para enterrar a Pio XI, se había llegado al muro blanco y se había extraído del lóculo una serie de huesos que depositados en una caja de madera se conservaban en un depósito del Vaticano. Al principio la Guarducci no da mucha importancia a ese dato, porque estaba ocupada en descifrar otras inscripciones que marcaban el lugar como innegablemente el de la sepultura de Pedro. Pero, en 1963, se acuerda de lo del obrero, busca en los depósitos la caja de madera y encarga al antropólogo Venerando Correnti, de la Universidad de Palermo, que estudie esos restos. En junio de ese año Correnti entrega sus primeras conclusiones: los restos óseos pertenecen todos a un mismo individuo, de sexo masculino, robusto, de un metro 65 cm de altura, muerto entre los sesenta y los setenta años. En el año 1964 se prosigue el análisis y se encuentra que los huesos están incrustados de tierra idéntica a la de la tumba debajo del trofeo y de restos de tejido púrpura con vestigios de oro, que daban prueba del valor que atribuían a esos despojos los que los enterraron. La Guarducci comunica la novedad a Pablo VI, que la recibe sentido: "No sabe Vd Profesora la alegría que me da". Y se propone *anunciarlo solemnemente en la cuaresma del 1964. Pero estamos en pleno concilio. Y es disuadido por sus consejeros, "no es oportuno", "podría herirse la sensibilidad de los protestantes y despertar inútiles polémicas".
Y este precioso tesoro de la cristiandad es vuelto a poner sin ceremonias allí en el lóculo donde lo había colocado Constantino y sellado nuevamente. Allí está hoy. Y los que saben del asunto pueden venerar esos restos, aunque el ecumenismo haya impedido proclamar a los cuatro vientos esa maravillosa noticia.
La Guarducci publicó en Febrero de 1965 un libro,"San Pietro ritrovato", que fué traducido a muchos idiomas entre ellos el español, donde describe todos esos *descubrimientos. y acaba de publicar ahora, en marzo de este año y todavía solo en italiano, otro, "La tomba di San Pietro", en donde amplía sus datos y denuncia la conspiración de silencio que se ha hecho en torno a ellos. Algo semejante a la planeada confusión que se ha creado alrededor de la sábana de Turin, la "santa Sindone"
Pero, en fin, el pobre Pedro está acostumbrado a que lo maltraten. Hasta Jesús tuvo que maltratarlo hoy cuando intentó pavamente oponerse a los planes de Dios. Recién acaba Pedro de ser nombrado Papa como lo hemos leído en el evangelio del domingo pasado que precede inmediatamente la lectura de hoy, cuando ahora, infatuado de sus llaves, de su nueva dignidad, intenta convencer a Cristo de que es un disparate ese asunto de morir, de dar la vida, de caer en manos de los dirigentes, poderosos y políticos de su época, hay que quedar bien con ellos, es inútil enfrentarlos. Y ¡apenas unos minutos después de haber sido nombrado piedra, roca donde se asentará la Iglesia!, recibe del mismo que le ha dado ese nombramiento, el apodo más terrible que jamás Jesús haya lanzado a ninguna persona: ¡Satanás!, piedra de escándalo.
No será el último Papa que se hará Satanás, piedra de escándalo para Jesús y para sus seguidores. Es la parte humana de esta bendita Iglesia, Santa, y fuente de verdad y de salvación en aquellas cosas que constituyen su misión y en donde Cristo ha depositado su infalible eficacia: magisterio y sacramentos. Pero falible y humana cuando incursiona en terrenos que no son los suyos, pensamientos de hombres no de Dios, aunque, muchas veces, también allí santa, cuando es manejada por santos.
Pedro al fin también se hizo santo, aunque hoy Cristo lo vitupere, aunque lo negó tres veces, aunque según la leyenda intentó huir de Roma y salvar su vida y en la via Apia se encontró con Cristo que iba otra vez a ser crucificado en su lugar "Quo vadis, Domine?". Al final también él, se negó a si mismo, tomó su cruz y siguió a Jesús, perdió su vida por él y así la encontró, cabeza abajo, iluminando la noche como una tea encendida.
Oremos por que esos fulgores iluminen también a sus sucesores, papas, obispos y sacerdotes, para que sepan darnos luz y vida, no solo en los sacramentos y en el dogma, sino también con su santidad y con su vida.