Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 1. 7-14
Un sábado, Jesús entró a comer en casa de uno de los principales fariseos. Ellos lo observaban atentamente. Y al notar cómo los invitados buscaban los primeros puestos, les dijo esta parábola: «Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: "Déjale el sitio", y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: "Amigo, acércate más", y así quedarás bien delante de todos los invitados. Porque todo el que ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado» Después dijo al que lo había invitado: «Cuando des un almuerzo o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos, no sea que ellos te inviten a su vez, y así tengas tu recompensa. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, a los lisiados, a los paralíticos, a los ciegos. ¡Feliz de ti, porque ellos no tienen cómo retribuirte, y así tendrás tu recompensa en la resurrección de los justos!»
Sermón
"Siéntate dos o tres puestos más abajo del que te corresponde, y quédate allí hasta que alguien venga a decirte: 'Sube unos cuantos puestos'. Es mejor que vengan a decirte: 'Sube, sube', que te obliguen a moverte y te digan: 'Abajo, abajo'"-así dice, en el Talmud, el Rabino Simeón ben Azzai- Es verdad que este es un texto del siglo V después de Cristo y algunos dicen que influido ya por el evangelio. Pero no es necesario postular este influjo, porque ésta de los puestos es una temática común en todas las sociedades. Teofrasto, discípulo de Aristóteles, s. IV AC, en su obra "Los Caracteres", Flavio Josefo, s. I, en sus "Antigüedades Judías", Confucio, VI AC, en la China, ya tienen observaciones risueñas sobre los que pugnan por obtener los mejores puestos en las reuniones; lo entienden no como el lugar donde se ve o se come mejor, sino el puesto que está más cerca del vértice de la pirámide, del prestigio, del poder... Y al fin y al cabo en eso no nos diferenciamos excesivamente de nuestros antepasados y parientes los animales, como por ejemplo los mandriles, en donde los lugares en los campamentos están cuidadosamente determinados desde el centro hacia la periferia según la posición jerárquica de los machos y sus hembras, y periódicamente se disputan supremacías y los vencidos deben ocupar cabizbajos lugares cada vez más exteriores.
En realidad lo del Rabino Simeón ben Azzai o los consejos de Confucio no pasan de ser sino observaciones sobre reglas de urbanidad, de buenas costumbres, de cortesía: ceder el paso, dar el asiento a la dama Es sabido que la llamada moral de Confucio no es sino la prosaica religión del Li; y Li, según Lin Yutang, no quiere decir sino "buenas maneras".
Era algo así como una especie de muy meritorio Conde Chicov de su época y, ciertamente que estas normas de buena crianza y finura ayudan a la convivencia y muchos debieran acudir a las academias donde se imparte su enseñanza, en estos tiempos, en donde por el arte de birlibirloque de los votos y las listas sábanas, tantos patanes se encaraman a visibles puestos.
Claro que dar lecciones de distinguidas maneras y modales no es el propósito de Cristo en la a propósito llamada parábola de hoy. Ni tampoco, por cierto, el de llamar a una especie de revolución social, en sentido marxista.
Porque aún los pobres, lisiados, cojos, ciegos -a los cuales el Señor se refiere en la segunda parte de su parábola- no son únicamente miserables aquejados de dolencias terribles y a los cuales, ¡va de suyo!, hemos de ayudar, sino que, en el judaísmo contemporáneo a Jesús, eran una especie de parias, de intocables, de señalados como religiosamente impuros. No olvidemos que era común, en aquel ambiente, considerar a este tipo de enfermos como -ellos o a veces sus padres- pecadores castigados por Dios con esos espantosos males. La literatura esenia hallada en Qumram, menciona explícitamente a esos grupos -cojos, ciegos y lisiados- como los que serán indignos del combate escatológico que entablarán los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas, y manda que deben ser excluidos perentoriamente de las comidas comunitarias.
El banquete pues al que se refiere el evangelio es mucho más que la pitanza que uno ha de ayudar a que obtengan los hambrientos de este mundo. Es el convivio celeste, la fiesta dichosa de comunión con Cristo y con los hermanos a la cual invita Dios a todos; y en donde no habrán de existir los privilegios de entrada y lugar que regulan nuestras mezquinas precedencias de esta tierra.
Una ya casi olvidada teoría de los primeros cristianos, basada en leyendas de la literatura judía, afirmaba que Dios había creado al hombre para, con aquellos que se salvaban, llenar los distintos vacíos que en la jerarquía angélica habían dejado los ángeles rebeldes. Una vez llenados esos huecos el mundo acabaría. Y los que se salvaban, según el estado de gracia en que lo sorprendiera la muerte, ocuparían el sitio de un serafín, un querubín, un arcángel, según su grado de santidad... de tal manera que, curiosamente, en las jerarquías angélicas se produciría una especie de subversión, puesto que simples hombres, inferiores por naturaleza a los ángeles, por gracia terminarían poseyendo puestos a ellos superiores.
Esta enseñanza es ciertamente legendaria, mítica, pero, en su candor, encierra la profunda verdad de que nuestro estado definitivo no dependerá en absoluto de nuestros dones naturales -negros o blancos, pobres o ricos, nobles o plebeyos, doctores o ignorantes- sino del uso que hayamos hecho de lo recibido, mediante la fé, la esperanza y la caridad.
Porque ni siquiera podemos envanecernos demasiado de nuestras obras, de nuestros aparentes logros, de nuestra buena conducta, de como dicen hoy, nuestra obtenida excelencia... ¡Qué de condicionamientos genéticos, traumas, educación o falta de ella, enfermedades, alimentación, estímulos, conforman nuestro carácter, que de avatares imponderables nuestras respectivas trayectorias, qué extraordinariamente difícil y sutil medir el grado de libertad de nuestros actos, y, por lo tanto, sus méritos o deméritos...!
Que impudicia, nacido entre algodones, sedas y encajes, educado en buenos colegios, una familia buena cristiana, catecismo, mirar de arriba a quien quizá nada de eso ha tenido y araña la vida como puede...
¿No valorará más Jesús un mínimo rasgo de ternura en medio del barro y la sordidez, de la enfermedad y la demencia, de la miseria y la ignorancia, que lo más o menos mucho que hago, con lo que me sobra del motor y de los talentos que he recibido sin ningún mérito de mi parte?
Por cierto que todo eso lo reservamos al juicio de Dios. Lamentablemente la justicia humana para funcionar no puede utilizar parámetros tan sutiles so pena de ineficacia; ni la economía estas valoraciones sin paralizarse. Pero ¡en que actitud humilde frente a Dios y frente a los demás debemos caminar quiénes hemos sido regalados gratuitamente por sus dones!
¡Cómo hemos de dirigir todo lo que somos y poseemos al bien de nuestro prójimo; y vivir nuestras superioridades y excelencias, si es que las tenemos, en actitud de servicio, de dádiva y de entrega.
Esas terribles catacumbas de Palermo, en Sicilia, en donde desde sus órbitas vacías, parecen mirarnos asombradas, sorprendidas en su último destino, las momias, del siglo XVIII, de los doctores, nobles, monseñores y damas de su época, con sus brocados, percales, tocas, sotanas, chales ya descoloridos y apolillados... Broma del destino el que los hayan descubierto incorruptos, secos, y los expongan macabramente al público con sus títulos rimbombantes sobre sus cabezas...
Dicen que anteayer, en Rosario, los candidatos de los distintos lemas y sublemas se peleaban a empujones para aparecer en las fotos y la televisión al lado del presidente.
Pero tampoco a ellos los juzgaremos: de eso viven, o pretenden vivir.
Y sin embargo, ¡qué de esfuerzos y pujas gastamos en prestigio, en estatus, en competencia, en jerarquías, algunas, materialmente consistentes, otras, apenas de autoestimas orgullosas, otras, de ridículas honras, todas, de bienes perecederos, de laureles que se marchitan, de títulos y pergaminos que terminan vendiéndose en la feria de San Telmo; y qué tan poco hacemos por lo que nos ubicará en nuestro definitivo destino de gloria.
¡Vanidad de títulos y honores que sabemos que solo se perpetuarán en la deslucida placa que pongan en nuestras tumbas; pero que de nada servirán para la eternidad! Allí donde el único juicio versará de amor, de caridad, y en donde el único privilegio, la única entrada de favor, el único blasón apto a fijarnos para siempre en nuestro rango, será la caridad que, en imitación de Cristo, hayamos tenido hacia Dios y hacia nuestros hermanos.
Que Cristo quiera engendrar en nosotros esa humildad, y al mismo tiempo responsabilidad de servicio y actitud de don, propia de los verdaderamente grandes, de esos auténticos señores y damas que en cualquier ambiente, en cualquier nivel social, supo y sabe suscitar siempre el cristianismo.
Que la conciencia de nuestras posesiones y talentos y, sobre todo, de nuestra condición cristiana, no se trasunte en soberbio desprecio por los otros, u orgullosa y vana lástima, sino en compasión y simpatía, en responsabilidad y trabajo, en ayuda y aliento, en plegaria y acción.