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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1999. Ciclo A

22º Domingo durante el año
(GEP 29-08-99)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 16, 21-27
En aquel tiempo: Jesús comenzó a anunciar a sus discípulos que debía ir a Jerusalén, y sufrir mucho de parte de los ancianos, de los sumos sacerdotes y de los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar al tercer día. Pedro lo llevó aparte y comenzó a reprenderlo, diciendo: "Dios no lo permita, Señor, eso no sucederá". Pero él, dándose vuelta, dijo a Pedro: "¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres". Entonces Jesús dijo a sus discípulos: "El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida a causa de mí la encontrará. ¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y que podrá dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre, rodeado de sus ángeles, y entonces pagará a cada uno de acuerdo con sus obras".

Sermón

En el mundo moderno, a partir del sacerdote polaco Copérnico, comienza desmoronarse la ingenua imagen del cosmos que occidente había recibido de la ciencia griega, especialmente de Ptolomeo y que lo figuraba como una inmensa esfera cuyo centro era la tierra, cerrada en su parte más externa por el cielo o firmamento -en la interpretación bíblica-. En aquella concepción el universo se representaba como limitado al volumen de dicha esfera. Más allá de su límite superior, de la concavidad interna de su superficie, se pensaba que estaba el mundo de lo divino: para los cristianos, apoyados en las arcaicas imágenes bíblicas, el cielo, la dimensión trinitaria.

Pero, desde Copérnico, destruida esta figuración, el cosmos aparece como flotante en sus distintos soles y estrellas en un espacio ilimitado, infinito, sin una frontera tangible y en un tiempo sin inicio en el pasado, sin fin en el futuro.

Esta inmensidad del espacio -carente de lugar para un Dios fuera de él-, esta prolongación interminable del tiempo, a pesar de que desplazaba al ser humano del lugar central que le asignaba Ptolomeo, de otra manera más sutil, afirmaba su orgullo. Porque este universo infinito no necesitaba de un Creador. El hombre podía considerarse, en él, totalmente autónomo y, si bien cada individuo por ahora era finito, la humanidad como tal podía pensarse como destinada a crecer y progresar indefinidamente hacia delante e, incluso, a extenderse sin temor a los desgastes del tiempo, por este universo sin fronteras, encontrando siempre mundos nuevos. En esa geografía y estado el ser humano no necesitaba de Dios para realizarse; la razón garantizaba el crecimiento del hombre. Ni siquiera la inmortalidad, que le conseguiría tarde o temprano la medicina, le sería ajena.

Pero, hacia los años treinta, a partir de las teorías de Lemaître y de Hubble, basada, la primera, en la teoría de la relatividad de Einstein y, la segunda, fruto de la observación, los científicos cada vez están más contestes, sobre todo desde las incontrovertibles pruebas de la sonda espacial COBE y las últimas observaciones del telescopio satelital Hubble -a pesar de la oposición ideológica del ateísmo-, en que el universo no es infinito, ni temporal ni espacialmente. Ha tenido un comienzo explosivo hace 14.000 millones de años y se encamina a una inevitable extinción, ya colapse frenado por la gravedad y vuelto a su centro de expansión en un olvido definitivo en el cual desaparecerán aún el tiempo y el espacio, ya se expanda indefinidamente, cada vez más oscuro y vacío a medida que mueran las estrellas, la materia se desintegre y los agujeros negros exploten. El futuro será, en este segundo caso, una extensión interminable, muerta, amargamente fría, escasamente poblada de electrones, positrones y neutrinos. Y, mientras tanto, el espacio curvo que va gestando el universo en su expansión está también cerrado en si mismo, no tiene más que el radio de esos 14.000 millones de años luz que marcan su límite y del cual el hombre jamás podría salir.

El universo, pues, a los ojos de los científicos contemporáneos, vuelve a presentarse como limitado y finito, a la manera de antes de Copérnico y tal cual lo concebía ptolomeicamente la mente medioeval.

En medio de esa especie de matriz, de seno materno, que es este universo enorme pero destinado al ocaso y la consunción, se desarrolla, tanto más efímera y caduca, en su pequeño planeta tierra, la vida del hombre: nuestra vida.

Aquí el hombre jamás podrá salir por sus propias fuerzas de este tiempo espacio que lo encierra y que con él, por más que pueda la ciencia prolonga su vida biológica, se terminará algún día para siempre.

Esta condición finita del mundo y del hombre -y que así proclama su creaturidad, su dependencia de un Absoluto Creador- no invalida su belleza y grandiosidad. El Creador espléndido ha engalanado ricamente al universo y podemos, en este, descubrir las huellas de Su esplendor. Tan bello es este cosmos, este mundo, que si no fuera por los males y los dolores que su condición finita inevitablemente produce -sobre todo cuando interviene la libertad del hombre- éste fácilmente quedaría cautivo del deseo y ambición por él. Sin dolores y sin males ¿qué ser humano en su sano juicio pretendería otra cosa que este mundo, sus bellezas y sus bienes? ¿quién aspirará a nada distinto de la belleza de la naturaleza y de lo humano si no es convencido de su finitud, por el mal o el dolor y, sobre todo, la muerte?, ¿quién podrá, por más que se lo prediquen, sin la ayuda del dolor, ambicionar posibilidades más altas?

El Poderoso Creador del cosmos ha permitido la aparición del mal y del sufrimiento en su bello mundo porque no ha creado al hombre en este universo pasajero para sumirlo finalmente en la nada, prisionero del tiempo y el espacio. Este existir terreno, cósmico, en el cual navega en su pequeño y frágil planeta azul el 'homo sapiens', es solo oportunidad, pista de despegue, lugar de encuentro, con un Creador lleno de amor que quiere rescatarnos de nuestro destino de muerte, hender el límite de la esfera cósmica y proyectarnos a los terrenos luminosos y sin fronteras de su propio eterno vivir.

Para eso el hombre tiene que salir de si mismo y de su mundo. En la medida en que se aferre a este tiempo y a este espacio y a la vida acotada de su yo, quedará aprisionado en su límite.

Salir de si mismo y del mundo. Por supuesto que no en un Apolo disparado desde cabo Kennedy: Dios está allende el tiempo y el espacio. No es viajando espacialmente como podremos acceder a El, ni es dándonos vuelta físicamente como un guante, que podremos salir de nuestro yo. Eso solo podremos hacerlo mediante las actividades no espaciales del espíritu, de nuestra interioridad. Es el amor el que, dejando de amar vanamente al 'si mismo' y a las cosas de este mundo, puede salir de sí y, con la ayuda de la gracia de Cristo, encaminar su vuelo hacia Dios y encontrarse allí con el verdadero vivir.

El evangelio de hoy lo dice mucho más fácil: "el que quiera salvar su vida en este cosmos la perderá, y el que pierda su vida a causa de mi la encontrará. ¿De que le servirá al hombre ganar el cosmos entero si pierde su vida?"

Hoy nos encontramos precisamente frente a la primera vez -al menos en el evangelio de Mateo- en que Jesús revela a sus discípulos este mecanismo de superación del mundo, de lanzamiento, que ha de llevarnos a la Vida auténtica. Expone a sus discípulos el engranaje de entrega y salida de uno mismo y del mundo, necesario para llegar a Dios en la plenitud del místico tercer día de la Resurrección.

Pero Simón la Roca no entiende. Él, que ha sido hace apenas unos instantes nombrado Roca, no comprende. Sigue pensando en el rey mesías que lo instalará definitivamente en este mundo, con todas sus bellezas y compensaciones. Hasta allí nomás alcanza todavía su corta ambición. Mide todo con sus ganas y deseos de hombre; es incapaz todavía de querer, ambicionar y amar todo lo que le quiere dar Dios. Y, con su consejo cortito y humano, quiere convencer a Cristo que se detenga aquí, que use todo su poder para acantonarse como monarca en este cosmos, que renuncie a la verdadera felicidad a la cual quiere llevarle la sabiduría de Dios. Y, en su consejo humano, tan humano, -'Señor realizate en este mundo', 'viví la vida', 'para qué enfrentarse con nadie si es tan lindo morar aquí en paz'-, allí, en vez de actuar como aquel a quien sus palabras han sido inspiradas no 'por la carne y por la sangre' sino 'por el Padre que está en el cielo', se transforma en 'adversario'.

Ambigüedad siempre presente en los hombres de Iglesia. ¡Amada Iglesia!, ¡tan divina y al mismo tiempo tan humana!; ¡tan santa y al mismo tiempo tan poblada de hombres arrastrando sus errores y pecados!. ¡Tan llenos de saber sus pastores cuando, dóciles a la inspiración del Padre, hablan de Dios y del camino del cielo, y tan propensos a errores cuando, por complacer al mundo, piensan solo como falibles hombres!

La palabra hebrea 'Satanás' quiere sencillamente decir eso: enemigo, adversario. Es una lástima que nuestros textos no la traduzcan y la dejen en hebreo, porque tendemos a transformarla en nombre propio, como Demonio o Lucifer, lo cual deforma el sentido de la frase y tiñe a esta escena de excesiva violencia. Por cierto que Jesús desautoriza a Pedro, pero no lo hace con intemperancia, solo con firmeza. 'Tus pensamientos humanos, demasiado humanos, Simón la Roca, te hacen, sin querer, mi enemigo, obstáculo en mi caminar hacia Dios'. El mal no siempre se presenta con aspecto de demonio -lo cual nos haría instintivamente rechazarlo- sino, tantas veces, como razonable pensamiento humano.

"No: Simón la Roca, calla, aprende, ponte detrás de mi, sígueme. Toma tu cruz".

Esa cruz, justamente, que se transforma en símbolo de esa disposición de ánimo que ha de tener el cristiano de salir de si mismo, de no apegar la mirada a todo lo que es bello y grato en esta vida haciéndolo así tentación, obstáculo, para la aspiración de los verdadero bienes, y de abandonarse plenamente en los brazos de Dios, siguiendo a Jesucristo.

La cruz no es estrictamente símbolo de dolor -y mucho menos de dolor meramente físico- sino exteriorización de ese impulso interior del espíritu, del corazón, por medio del cual, en éx-tasis de amor, impulsados por la gracia, salimos de nosotros mismos y nos entregamos totalmente a Dios.

La cruz, con sus dos alas extendidas, apuntando hacia arriba, es el verdadero vehículo espacial capaz de taladrar las fronteras del universo, la barrera de la muerte, y conducirnos, en vuelo de amor, a la vida de Dios.

Nunca faltarán en nuestra vida las atracciones de este mundo capaces de detener en ellas miopemente nuestras ambiciones, tampoco los consejeros demasiado humanos como Pedro, que nos instarán a estacionarnos en esta tierra e incluso a claudicar en nuestro principios para hacer nuestra vida aquí más llevadera, y aún pecar para lograr fugaces consuelos, para rehacer la vida, para subsistir en la selva de los negocios turbios de la economía o la política, para conservar nuestros cargos, nuestra posición, para lograr los falsos alivios del pecado.

Hay momentos en que nuestra opción por Cristo y por la verdadera vida, se ha de concretar en renuncias a precarias felicidades terrenas: Dios no permita entonces que aparezcan comedidos Pedros que nos aconsejen el camino fácil, y que nos instalen en la interinidad del mundo, apartándonos de nuestro destino de Dios.

Ningún consuelo de este mundo vale el quedar para siempre encerrados en él, lejos del Hijo del Hombre y de la gloria de su Padre.

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