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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2002. Ciclo A

23º Domingo durante el año
(GEP, 08-09-02)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 18, 15-20
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo. También os aseguro que si dos de vosotros os unís en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo os lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos»

Sermón

            "Según el juicio de los ángeles y de los santos, excomulgamos, maldecimos y separamos a Baruch de Espinoza, con el consentimiento de Dios Bendito y con el de toda esta comunidad; delante de estos libros de la Ley que contienen trescientos trece preceptos. Lo excomulgamos con la excomunión que Josué lanzó sobre Jericó, con la maldición que Elías profirió contra los niños insolentes, y con todas las maldiciones escritas de la Ley. Que sea maldito de día y maldito de noche; maldito cuando se acueste y cuando se levante; maldito cuando salga y cuando entre. Que Dios no le perdone; que su cólera y su furor se inflamen contra este hombre y traigan sobre él todas las maldiciones escritas en el libro de la Ley. Que Dios borre su nombre del cielo ..." La excomunión continuaba, en este mismo tremebundo tenor, y terminaba "conjuramos que nadie tenga con él trato hablado ni escrito, ni nadie le haga favor alguno. Que nadie esté con él bajo un mismo techo; que nadie se le acerque a menos de cuatro codos de distancia; que nadie lea ningún papel hecho o escrito por él" etc. etc.

            Así la gran sinagoga de Amsterdam declaraba, el 27 de julio de 1656, muerto en vida, al gran filósofo y pensador Baruch Espinoza, o Benedictus de Spinoza, como él mismo firmaba.

            Baruch Espinoza había nacido veinticuatro años antes, en esa misma ciudad, de una familia de marranos portugueses emigrada a Holanda. "Marranos" como Vds. saben eran los judíos presuntamente convertidos por conveniencia al cristianismo. Es bueno saber que este término despectivo lo inventaron, para sus hermanos, los judíos que no se convertían ni simulaban hacerlo, no los cristianos. De todos modos los padres de Baruch, en efecto, tan pronto desembarcaron en los Países Bajos, renegaron de su catolicismo y volvieron a su decrépito judaísmo, tanto que el padre, Miguel, pronto llegó, comerciante próspero, a ser uno de los miembros más eminentes del Mahamad, el consejo que constituía la máxima autoridad de la comunidad judía de la ciudad. El mismo Mahamad que, muerto el padre, lanzó la famosa excomunión que arriba hemos leído, a su hijo Baruch. Una de las excomuniones más célebres de la historia.

            Baruch Espinoza había cometido el delito imperdonable de pensar. Y aunque lamentablemente su pensamiento derivó finalmente a posiciones filosóficas y teológicas equivocadas, su crimen enorme -para los judíos sefarditas de Amsterdam- fue el de haber señalado públicamente la profunda impresión que le había producido la lectura del Evangelio y su declaración de que lo consideraba muy superior al judaísmo. "Nadie puede dudar", afirmó, que "una sabiduría más que humana ha asumido nuestra naturaleza en la persona de Cristo. [La de él] es la misma voz del que habló a Moisés en el Sinaí y, por ello, puede llamarse propiamente voz de Dios. De allí que hemos de decir que Cristo es el camino de la salvación". Estas posiciones las mantuvo a pesar de que un miembro del Mahamad le ofreció una pensión de mil florines si callaba; y de que, luego, trataron de asesinarlo. Baruch conservó hasta sus últimos días la capa con el agujero de la bala que había tratado de acabar con él.

            Siendo su situación en Amsterdam insoportable debió trasladarse, abandonado por toda la comunidad, a La Haya, donde se ganó la vida como pulidor de vidrios para lentes y telescopios. Aspirar el polvillo de los cristales, agregado a su tuberculosis, lo envió a la muerte en el 1677, a los cuarenta y cuatro años de edad.

            Pero en ese destierro es donde escribe y enseña sus obras más famosas. Lamentablemente, en tierra protestante, del cristianismo solo conoció gente tan sectaria como sus mismos connacionales: calvinistas, luteranos, socinianos, remontrantes, gomaristas, anabaptistas, colegiantes, mennonitas... y, sobre todo -que fueron finalmente los que más le convencieron- cristianos racionalistas, con lo cual terminó por perder todo rastro de fe que le pudiera quedar, aún conservando durante toda su vida un gran respeto por la figura de Cristo.

            Algunos afirman que murió musitando "Oh Dios, ten misericordia de mí, pecador". Es probable que Dios le haya perdonado. Pero eso no quita que aquí, en la tierra, sus obras y sus ideas hayan hecho mucho daño, ya que su influjo, por ejemplo en Kant y Hegel, padres de nuestra cultura contemporánea, fue determinante. Hasta nuestro Borges, tiene un poema del 1964 en su honor. Bello poema, a decir verdad.

            Ni muerto lo dejaron tranquilo. Un pastor protestante, un tal y desconocido Carlos Teumann, hizo fijar sobre su lápida un texto que estuvo allí muchos años y que decía: "Caminante no te detengas. Desprecia a Benedictus de Spinoza y a su tumba. Ya que su palabra no puede ser enterrada, que la peste devore su alma por la eternidad ... Judío renegado, nunca verá el infierno monstruo más horrible." Bello testimonio cristiano, sin duda.

            Prescindiendo de estas excomuniones indignas y poco piadosas es verdad que Espinoza había derivado a un panteísmo racionalista absolutamente ajeno a la tradición hebrea y católica. "Deus sive natura", "Dios o sea la naturaleza", es su frase más conocida. El universo, para él, es una única sustancia, idéntica a Dios. Todo lo que existe, objetos materiales y espirituales, se compone de esta sustancia. Sustancia impersonal, sustancia ciega, ya que el desenvolvimiento del cosmos y de la conciencia humana y aún de las conductas individuales, todo surge de ella por necesidad. De tal modo que no hay lugar en el mundo ni para el azar ni para la libertad. Todo se desarrolla de manera geométrica, 'more geométrico' decía, de forma que sería imposible a las cosas ser de otra manera de cómo han sido. Somos, con nuestro ser y nuestros actos, parte necesaria y forzosa de la evolución de Dios. Evolución que no obedece a ningún imperativo ético, que no tiene finalidad. Surgencia imperiosa de la substancia divina en donde lo único que impera es el poder, la fuerza. De allí que Espinoza afirma, en lo que atañe a lo moral y lo jurídico, que el derecho natural se identifica con la fuerza de la naturaleza "y todo lo que impulsa a los individuos a obrar, necio o sabio que sea, debe ser atribuido a la fuerza de la naturaleza." Eso es lo único que cuenta. De por si nada puede calificarse de bueno o de malo. El bien y el mal, el derecho y la justicia, son, para Espinoza, posteriores al individuo, fruto del nacimiento del Estado. Solo en el Estado se da bien y mal, obediencia o desobediencia. Pero el Estado es una pura convención, una construcción artificial, a la manera de Hobbes, fruto de un pacto tácito de no agresión entre los individuos. Sin embargo -sigue Espinoza- Dios crea individuos, no naciones, por eso los supuestos derechos del individuo, confundidos con su fuerza, tienen prioridad sobre todo lo que pueda ser llamado bien común. Espinoza hizo larga escuela en materia de derecho.

            Quien escuche a nuestros legisladores y jueces 'garantistas' -o, como bien los llama Roberto Durrieu "permisivos", 'permisivos del delito'- que más se dedican a perseguir a los policías y las fuerzas armadas que a los delincuentes, reconocerá, en sus infelices dichos y actuaciones, lejanos ecos de la postura de Espinoza. También hoy el falso derecho individual impera sobre el bien común, sobre la nación. (Que los auténticos derechos individuales, por supuesto, forman parte del bien común.) También hoy, a la manera de Espinoza, se desculpabiliza al delincuente haciéndolo inimputable, no libre, o porque es menor, o porque sufre las consecuencias de la recesión, o porque más que un pervertido es alguien que actúa de acuerdo a su educación y a sus traumas.

            Nadie, al fin, es culpable de nada y aunque, en la letra, algunos propongan agravar las penas, el derecho procesal, y las leyes del dos por uno, y todos los disparates votados desde 1984, hacen que, en la práctica, no haya nunca verdadero castigo para ninguno.

            Es que, en la línea de Espinoza, si, en lo profundo, el hombre no es libre, sino que está determinado necesariamente dentro de la serie causal infinita que mueve todas las cosas, no hay lugar para la corrección, ni para el castigo, ni para la pena. Y si no basta esta torcida filosofía para demostrarlo, ahí están nuestros barbudos psicoanalistas freudianos para aseverarlo.

            Por otra parte, si se entienden las penas de la ley -como se entendían en la época de Espinoza- solo en sentido vindicativo, o expiatorio -como las llamaba San Agustín-, es decir como reparación o compensación al orden de la sociedad herido por el delito, ciertamente que, si, por no haber auténtica libertad, no hay imputabilidad -al modo como en la moral, no hay pecado- por lógica consecuencia tampoco ha de haber sanción.

            Disparate, porque el juez humano ni siquiera en la Iglesia, tanto menos en lo civil, puede meterse en el fuero interno del delincuente para punirlo o exculparlo. Él ha de considerar sobre todo la injusticia objetiva. Él está, antes que nada, al servicio del bien común.

            Por otra parte la palabra pena no prejuzga sobre la imputabilidad o no. El término pena viene del griego "poiné", multa, y ya sabemos como el miedo a la poiné hace de todos nosotros mejores ciudadanos. Por eso la pena no solo es 'vindicta', 'expiación', es disuasiva, hace a la prevención de los delitos. Prevención especial sobre el delincuente mismo -pena medicinal la llama el Derecho Canónico- y prevención general, intimidativa, para los demás. Añoramos con nostalgia la sana enseñanza de nuestros tatarabuelos porteños que era exponer a los delincuentes en cepos debajo de los balcones del cabildo durante unos cuantos días, para soltarlos luego convenientemente escarmentados y con pocas ganas de volver a reincidir, y no, en cambio, corromperlos durante años en cárceles fuera de la vista de todos. El sentido común que hacía que, en la sociedad de antes, se ocultara el delito y se hiciera patente la pena, contrapuesto a la insensatez del mundo de hoy donde el delito es supernoticia y se hace inspiración y propaganda y el castigo nunca aparece, como decía Castellani.

            Y no se trata solo de imputabilidad o no. Ni el león, ni la serpiente de cascabel, ni el puma son imputables y sin embargo, si se hacen peligrosos para nosotros, si somos buenos, los metemos en jaulas, si no los cazamos. Como bestialmente, cuando no hay justa coacción pública, terminan por hacer en tantos lados los justicieros privados y los escuadrones de la muerte. De todas maneras el viejo Derecho canónico (CIC 2204) sabiamente declaraba imputable a todo aquel que había cumplido siete años y tenía uso de razón, aunque, antes de alcanzar la pubertad, hasta los catorce años (CIC 2230; 888 §2), señalaba que debía ser corregido con castigos educativos de distinta naturaleza a los de los mayores. Siendo, en cambio, los púberes mayores que los inducían a quebrantar la ley o cooperaban con ellos los severamente castigados.

            De todos modos, por el hecho de ser inimputable, ni el loco furioso, ni el enfermo contagioso, ni el niño con una bomba atómica en la mano, ni el delincuente precoz, pueden quedar sueltos, mientras no se curen o enderecen o se les quite aquello con lo cual puedan hacer daño, velando por la paz y el derecho de los demás.

            Pero, aún para los mayores imputables, la punición no ha de ser estrictamente pena, ni vindicta, o exclusivamente ello, sino antes que nada, en su sentido etimológico, "castigo". Castigo no tiene directamente que ver con producir dolor o sufrimiento. Castigar viene del latín "casti-ficare", "castus-facere", que significa hacer, transformar, a alguien en honesto, recto, pundonoroso, íntegro. En eso tiene razón la escuela de 'penología' anglosajona que postula sustituir la pena -en nuestras cárceles escuelas de corrupción y delincuencia- por el tratamiento, en vistas a la reforma del que delinque. Y, por supuesto, también a su segregación de la sociedad si esta reforma no es posible. Porque, contra todo individualismo y espinocianos derechos humanos, es absolutamente necesario que el bien común se imponga sobre los intereses puramente individuales, cuando estos se oponen al primero.

            Pero hoy, gran parte de jueces y legisladores y profesores y periodistas se creen Dios, ellos son los que deciden sobre el bien y sobre el mal, ellos juzgan el interior de los individuos, ellos establecen quien es imputable y quien no, ellos son los que constantemente agreden al verdadero principio de autoridad y a las legítimas reacciones de defensa de sus instituciones naturales y permanentes, ellos son los que dejan libres a los leones por las calles, y penan y persiguen al que pretende legítimamente defenderse de ellos, y nada se ocupan del verdadero derecho y de la protección de la sociedad y la pacífica y libre convivencia para la que han sido diputados.

            Contra todo este desmadre, véase la prudente manera que, contrariamente a la pena puramente vindicativa o a la lenidad permisiva de las inimputabilidades y las leyes procesales; frente a la excomunión definitiva y brutal de la sinagoga contra Baruch o a la inmisericorde condenación 'post mortem' del pastor protestante, desarrolla nuestro evangelio de hoy. Por supuesto que no trata estrictamente de delitos criminales ni civiles, pero lo mismo su espíritu puede servirnos de inspiración.

            Todo es allí, al comienzo, para bien del que delinque, para "ganar al hermano". Primero, corrección fraterna, a solas, en privado, tratando de no infamar ni chismosear -como hace sistemáticamente nuestro periodismo antes de ninguna prueba-. Luego, si el pecador no escucha, exhortación con testigos calificados y prudentes. Última etapa, el tribunal de la comunidad, de la Iglesia, inspirado por la presencia de Jesús, no por ningún espíritu de linchamiento. Finalmente, si tampoco escucha, la expulsión del infractor, su segregación de la comunidad, su temporaria excomunión, hasta que se corrija. Ya desde antiguo Jesús y los evangelistas sabían que una manzana podrida que no se aparta corrompe a todas las demás. La falsa piedad para alguno puede constituirse, por falta de castigo, en impiedad y falta de caridad para los demás. Y en el fondo, también falta de caridad para el trasgresor.

            Ni siquiera en la Iglesia, a su modo, pues, se pude prescindir del derecho penal. Lo que cambia, si, es la corriente interior, el modo caritativo de llevar adelante el proceso. Ningún superior, como ningún padre en serio, goza con el castigo que para corregirlo ha de propinar a sus hijos.

            Y todo, entre cristianos, se encamina, no -como en la excomunión de los sefarditas de Amsterdam a Baruch- a su definitiva exclusión y condenación, ni al tormento eterno impetrado por el pastor protestante, sino a la corrección y arrepentimiento del pecador. La una perdida de las cien ovejas que va a buscar el cuidador; el hijo pródigo que se espera siempre que vuelva. El pagano y el publicano que hay que convertir. Jesús que, "yo pecador", "pésame Dios mío", me perdona.

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