Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 25-33
En aquel tiempo: Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: «Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no pudo terminar" ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»
Sermón
El de hoy es uno de esos evangelios difíciles que a todos nos cuesta oír y frente al cual el predicador o lector siente la tentación de la paráfrasis o del rodeo. De hecho en esa tentación han incurrido los traductores argentinos de este texto. El original griego no dice “estar desprendido del padre, la madre, mujer, etc.”, sino que utiliza una expresión muchísimo más fuerte, hiperbólica, el verbo ‘miseo', que quiere decir exactamente ‘odiar', ‘detestar', ‘aborrecer'. De allí la palabra ‘mis-ántropo', misó-gino, respectivamente odiador de los hombres o de las mujeres. Es verdad que es una expresión comparativa, pero lo de mera ‘preferencia' arruina la intención de llamar la atención de la frase evangélica. La Vulgata, la antigua versión oficial latina de la Biblia, vertía correctamente: “Si alguien viene a mí y no odia a su padre y madre y mujer e hijos y hermanos y hermanas y aún su propia alma, no puede ser mi discípulo”
Pero hoy, cuando la gente deserta las iglesias y prefiere la cancha de fútbol a la Misa, el levantarse tarde a sus obligaciones para con Dios, el paseo de fin de semana al deber de venir a apoyar con su presencia la fe de sus hermanos, más vale no asustar a los que aún cumplen el precepto con frases duras, con rostros adustos, con severidades extemporáneas.
Hagámosle, pues, el cristianismo amable; limpiemos el rostro de Cristo del desagradable sudor, de las escupidas, de la sangre; retoquemos sus heridas a lo Max Factor o a lo Helen Curtis; con un lápiz labial estiremos sus labios hacia arriba y dibujémosle una sonrisa boba; pintémosle al rímel un guiño cómplice y simpaticón. ¡Que se acabe el rostro severo y austero del cristianismo! El Papa reciba a hippies y a actrices con minifaldas; la Misa no sea ya más un sacrificio, sino alegre comida; guitarras y bombos a los templos; no más ayunos y abstinencias; Dios bonachón y píldoras; comprensión y tolerancia; diálogo y componenda. ¡Que se casen los curas! Que los novios, ¡pobres, si se quieren! Que el amor, que la libertad, que los nuevos tiempos, que las cosas han cambiado.
Por desgracia siempre hay algún aguafiestas, un pájaro de mal agüero -como el cura que les está hablando- que alguna vez lee el evangelio y nos viene a recordar la parte necesariamente dura de las cosas. Y, en nuestro caso, no con el espíritu avinagrado del pesimista o del amargo que está siempre al acecho del infortunio y de la cuita para gozarse en ella, sino simplemente para repetir, de vez en cuando, aquello que es central, nuclear, fundamental, basilar en el cristianismo: el misterio penoso de la cruz, del olvido de sí mismo, de la renuncia radical a las cosas de este mundo.
Porque Cristo no dijo: “el que quiera ser mi discípulo venga a Misa algún domingo o cásese por la Iglesia con largo vestido y blancos tules o pague solemnes funerales a sus muertos o récele una novena San Antonio”. Tampoco dijo “al que sea mi discípulo solucionaré todos sus problemas, curaré sus enfermedades, le conseguiré novio o trabajo, le irá bien en los exámenes y acertará en la lotería”. Nunca dijo eso. Dijo, en cambio, “el que quiera ser mi discípulo niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Nada más claro, más meridiano, palmario, terminante. No hay traducción, ni giro, ni explicación que pueda mitigar la brutalidad cruel de este reclamo: “niéguese a sí mismo y tome su cruz”, “ódiese, abomínese, detéstese a sí mismo y sígame”.
Sí, son palabra duras para nuestro adocenado cristianismo.
Nos hemos acostumbrado a llevar nuestra fe como algo más en la vida: está nuestro trabajo, está nuestra profesión, el estudio, el tomar el colectivo en la parada, el mirar la televisión, el estar de novio, el prender el cigarrillo, el estar en el dormitorio con mi mujer, el jugar con mis hijos, hablar con el amigo, recrearme con el póker o el truco o la canasta y, también, en algún momento,- o, quizá, una vez por semana, o una vez por mes, o una vez al año, o una vez el último día de nuestra vida- pensar en Dios, sentirme cristiano, ir a la Iglesia. Una cosa más entre las tantas de mi vida; un paréntesis como el del cine o el de la charla por teléfono; una de las varias cosas que hacer, quizá no la más importante. Si me viene bien; si no estoy cansado; si no tengo nada más divertido. En la contabilidad de mis trajines la religión es un rubro más, una de las tantas fichas de mi fichero, una de las tantas lentejas de mi guiso.
Pero ser cristiano no puede ser simplemente ‘algo más' en mi vida. Una idea política, ser hincha de Boca o de River, el paréntesis dominical, el toque de respetabilidad o dignidad de mi familia, la garantía de la protección divina en mis negocios materiales y sentimentales.
Cristo tiene la impertinente pretensión de ser lo más importante, primario, urgente de nuestra vida; Aquel por el cual todo lo hacemos, todo lo empezamos, todo lo terminamos. No se conforma con el desperdicio superfluo de nuestros minutos; con ser algo más, un estante cualquiera de nuestra estantería, con lo cual se pueda negociar, entrar en componendas.
O todo o nada.
Y así, señores, si este venir aquí a la Iglesia algo significa, es realmente un acto de fe en todas aquellas cosas que Cristo nos ha enseñado, tratemos de ser coherentes con dicha fe. Lo que decimos creer -Dios, Jesús, la Gracia, el Amor, la Vida Eterna- es demasiado importante para ser vivido mediocremente, por si acaso, sirviendo a dos señores.