Lectura del santo Evangelio según san Mateo 18, 15-20
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo. También os aseguro que si dos de vosotros os unís en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo os lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos»
Sermón
No es infrecuente, dentro y fuera de la Iglesia, que individuos y organizaciones levanten su voz para denunciar el problema del hambre en el mundo, la pobreza, el subdesarrollo. ¿Y quién no va a sentirse solidario con dicha preocupación? Yo no lo he comprobado, pero, si lo que dicen que veinte millones de seres humanos mueren anualmente por falta de alimentación suficiente, es verdad que la cosa no puede dejar de preocuparme.
Lo mismo, frente a la injusticia y a la desigual repartición de la riqueza. Se afirma que el treinta por ciento de la humanidad –la que forma parte de nuestras ricas naciones occidentales- dispone del ochenta por ciento de la producción mundial. La protesta surge espontánea.
Y será por eso que la protesta está de moda.
Aunque, a bien decir verdad, protestando no ganamos gran cosa.
No hace mucho, habiendo recurrido a mí cierta gente con graves problemas económicos y no habiéndolos podido ayudar sino en medida muy modesta, según mis posibilidades, se me ocurrió enviarlos a una comunidad cristiana, notoria por sus posiciones en pro de la justicia social y del tercer mundo. Los recibieron con grandes palabras, le hablaron de algo así como de la ‘denuncia profética', les dieron dos o tres panfletos subversivos y los largaron con las manos vacías. Claro, supongo que no tendrían qué darles. Pero uno se pregunta si no harían más y mejor, si en lugar de denunciar proféticamente el hambre en el mundo, la guerra del Vietnam, los pulpos ‘imperiocapitalistas', las favelas brasileñas y el problema racial en Sudáfrica no se pusieran a ayudar en concreto a los hermanos tangible de carne y hueso que van a golpear a sus puertas.
O, ejemplo más cercano aún, si aquí, en la parroquia, hacemos una invitación a una conferencia sobre el hambre en el mundo, o sobre el problema de la droga en la juventud, o a un cursillo, o a un cine debate sobre problemas sociales, o una mesa redonda sobre el subdesarrollo, se nos llena el salón parroquial de gente que escuchará aprobadora la exposición y hasta colaborará también con alguna denuncia profética personal y la firma de algún petitorio.
En cambio, tenemos organizaciones parroquiales, como la de los vicentinos -una de ellas-, que, hablando poco, sin alharacas, abnegadamente, prestan concretísima ayuda a los necesitados de la parroquia, visitan y consuelan a enfermos en los hospitales a costa de su tiempo y de sus haberes y, por medio de sus organizaciones, muchísimas veces dan soluciones definitivas a angustiosos problemas. Y allí están los pobres, siempre los mismos cuatro o cinco, con los años que se acumulan sobre sus espaldas, sin que a ningún joven justiciero social o acusador profético de Flores se le ocurra que allí puede hacer algo más que proferir grandes palabras.
Es que somos tan geniales e importantes que pareciera estamos todos destinados a solucionar los ‘grandes' problemas. Los pequeños problemas no son dignos de nuestra atención. Soy capaz de arreglar las dificultades políticas y micro y macroeconómicas del país y ponerme en lugar de Lanusse –cosa que no me compete-, pero totalmente nulo para llevar adelante mi hogar y mi familia –lo cual es mi estricta obligación-. En mis conversaciones pseudointelectuales compongo y descompongo el mundo con suprema inteligencia, pero no cumplo con mis deberes de estudiante ni soy solidario con los de mi casa como corresponde y, en todo lo mío, soy un desastre. Estigmatizo a mis jefes o superiores por su arbitrariedad e injusticia y soy, a mi vez, injusto como cabeza de los míos y con mis amigos. Soy capaz de llorar hasta las lágrimas por las dificultades de la India, pero no de ceder el asiento a un anciano en el colectivo. Me siento solidario con los negros de Rhodesia, pero no saludo a mi vecino.
¿Quién no se da cuenta de la hipocresía latente de una tal mentalidad? ¿Cómo va a construirse una sociedad, una nación, si ninguno quiere ser menos que presidente? ¿Cómo va a realizarse nada serio, sólido, duradero?
Las batallas no se pueden ganar si no hay soldados en el campo de batalla y todos quieres estar en el comando fabricando planes. Los edificios no se construyen si todos quieren ser arquitectos proyectistas pero ninguno pone los ladrillos.
Y tampoco la Iglesia va marchar adelante con el ‘bla bla' de las solicitadas, cartas, denuncias proféticas, planes maravillosos, mesas redondas y proyectos pastorales siglo XXI. De declaraciones, palabras y papeles está lleno del mundo. Y la Iglesia.
Los grandes santos y los grandes períodos del catolicismo hicieron más y hablaron menos. Así nacieron las instituciones de caridad y las grandes órdenes y organizaciones que son orgullos de la Iglesia. Porque supieron hacerlo, sin rehuir el trabajo humilde, el comienzo modesto, el amor concreto al ‘próximo' –como aconsejó Jesús- y declamar con palabras apoyo al lejano negro del Biafra.
Pero siempre ha sido más fácil solucionar los problemas de los demás que los propios. Siempre ha resultado más sencillo criticar que realizar algo concreto. Siempre fue más cómodo destruir que construir; distribuir el bien ajeno que el propio; señalar y denunciar los deberes de los otros, que ejecutar los de uno.
Y vean que, para esta clase de ‘denuncia profética', para esta crítica no sirve aducir el evangelio de hoy con su exhortación a la corrección fraterna. Porque desconfíen Vds. cuando una frase del evangelio nos suena a de fácil ejecución. El evangelio no es fácil. No nos dice: “ critiquen lo que van mal o es injusto ”. Eso lo hacemos notoriamente sin esfuerzos, cotidianamente. Si no, ‘corrijan', pero por delante, en privado, para bien del que peca o comete injusticia: “ Si tu hermano peca ve y corrígelo en privado ”.
Y, cuando el privado no se corrige o la situación es pública, haciéndolo, sí, frente a toda la Iglesia.
Pero ¿de qué manera? ¿Será valiente el que denuncia o critica sumándose al coro de la denuncia de moda que hoy queda bien hacer?
¿Quién será más hombre y honesto con el evangelio? ¿Un Pio XII, por ejemplo, que cuando hablaba frente a los ricos les enrostraba sus obligaciones de gestión y solidaridad con palabras durísimas y les recordaba sus deberes, pero lo mismo hacía hincapié en sus deberes cuando hablaba a sindicalistas y obreros? ¿o el que, frente a los pobres y no tan pobres, denuncia proféticamente a los ricos y a los ricos y nuevos ricos paga el tributo cómplice de su sonrisa y de su mesa?
‘Corrige al que peca, en privado, primero,' dice el evangelio. Y no ‘únete a las críticas, halaga al que te escucha, presta a sus odios y rencores el verbo de tu elocuencia o la justificación del disfraz cristiano'.
‘Denunciar' no es lo que pide el evangelio, sin corregir, rectificar al pecador, ayudarlo a transformarse de desviado, torcido, en recto, derecho.
Lo demás es más fácil. Nos llenará más la boca, nos hará salir en Primera Plana, nos dará notoriedad y nos conseguirá aplausos. A lo mejor nos llena la Iglesia.
Pero no es lo que nos pide el evangelio.