Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 25-33
En aquel tiempo: Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: «Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no pudo terminar" ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»
Sermón
Como Vds. saben, los seres del universo que nos rodea forman una jerarquía escalonada. A cada estrato, escalón de ser, corresponde un determinado tipo de acción, de movimiento. El ser puramente material –más acá de los subatómico‑ muévese impelido por los mandatos de las leyes físico-químicas, de las cuales la ley de la gravedad o la ley de la inercia son las más características; el ser vegetal se rige por las leyes de la nutrición y el crecimiento, cambios fisiológicos, anabolismos y catabolismos; el animal ‑vitalidad más rica y complicada‑ funciona como tal de acuerdo a leyes instintivas, etológicas, movido por sus apetitos y deseos, sus iracundias. Cada peldaño de ser supone un ascenso, una acción más rica, una vitalidad más fértil y exuberante, móviles y leyes más pletóricas y fecundas. El ser humano en su corporeidad ‑en ese cuerpo fruto de tantas trasformaciones hechas por Dios en la materia a través de miles de millones de años‑ asume, subsume, sublima en sí mismo, todas esas leyes, esos estratos de ser y los compone e integra en la unidad de su alma racional.
Porque el hombre es materia, sí, y carga en su existencia el parentesco con el mineral y con el polvo; el hombre es también ser vegetativo y se nutre y crece; y es asimismo animal y en sus venas corren lejanos instintos de dinosaurios y australopitecos, hervores de sangre ante la hembra, adrenalínicos furores o miedos ante el rival, instintos pugnaces, ciegos y sentimentales antes los desafíos de la vida. Pero el hombre no se define por nada de eso, su dignidad no le viene del cuerpo ni del instinto. Aquello que lo constituye en su orden específico, en su categoría de señor y rey de la creación, es la inteligencia, su razón, la capacidad de pensar y prever y, por tanto, la capacidad de amar –que no es lo mismo que ‘desear’ o ‘tener ganas’ o ‘ansiar’ o ‘codiciar’‑.
Y por ello el hombre, en cuanto hombre, es un ser de principios no de deseos, de propósitos no de ganas, de decisiones no de impulsos, de clarividencias no de pasiones. Y se hace verdaderamente humano en la medida en que su calidad de piedra, su calidad de planta, su calidad de bestia, son asumidas y gobernadas por la luz de su inteligencia y de su voluntad.
De allí que, en la medida en que renuncia a la libertad de gobernarse por la luz de la razón, en esa misma medida se retrotrae a etapas superadas del ascenso del ser: al animal, a la planta, a la roca ‑ed. al polvo, a la nada‑, las tres etapas del camino hacia la muerte.
¿Y no lo vemos con nuestros propios ojos? El hombre que abdica de su hidalguía primigenia y rinde al instinto la espada de su razón ¿en qué se diferencia del animal sino en una mayor argucia para satisfacer sus apetitos? Y cuándo quebrado por el desorden y la crápula agota sus instintos y en su mente embotada por la falta de ejercicio encuentra el vacío de su desnuda interioridad ¿qué le queda sino vegetar como planta en sus horas jubiladas del almuerzo a la cena echando raíces mustias frente a un aparato de televisión? ¿O, joven aún, con la inercia de la piedra, seguir los vaivenes de opiniones que no son suyas y evitar el esfuerzo de la propia decisión?
A eso nos conduce el mundo moderno en diabólico plan de deshumanización. Y ¿por qué? Porque aquellos que, contra la cristiandad, quieren instaurar un nuevo orden –o desorden‑ saben bien que es más fácil esclavizar animales que hombres, plantas y piedras que seres humanos. Por eso no es casualidad, en occidente, que los mismos que quieren destruir la sociedad, políticamente fomenten, a la vez, todo tipo de subversiones morales. Bástenos nombrar a Marcuse o al movimiento hippie que aúnan en sus banderas los nombres de Marx y de Freud declarando la guerra a una razón que ‑según ellos‑ impide la felicidad del hombre ahogando los instintos y a una moral que siendo puro reglamento –dicen‑ mata los impulsos y los sentimientos.
Herbert Marcuse 1898-1979
No. No es casualidad, por ejemplo, que los primeros que se rasgan las vestiduras cuando alguna tímida censura pretende poner cortapisas al alud del erotismo sean ideólogos de izquierda. Cretinismo pseudo doctrinario que mueve la literatura, el cine, el teatro, los periódicos.
Pero ya tenemos a la vista las consecuencias de esta llamada ‘libración’: liberación de la moral, de las costumbres, de la verdad. Ya somos todos víctimas de esta falsa libertad que se ha dado a las pasiones y al puro sentimiento. Degradado el amor al instinto versátil del animal ¿cómo construir una familia estable? Y ahí vemos a nuestros hogares destruidos, matrimonios fugaces, hijos rebeldes y traumatizados, adulterios aplaudidos e institucionalizados.
Rebajado el sentido de servicio del trabajo y el gozo espiritual y creador del artista, del investigador, del empresario ¿qué vemos sino desatada la pasión de lucro, de la fácil ganancia, de la envidia clasista, del deseo insaciable de poseer e incluso de robar?
Pervertido el sentido de la hombría, el honor del juez y del guerrero regido por los postulados de la razón ¿qué miramos, doloridos y atónitos, sino el desatarse de la ira proterva y cobarde que pone bombas que matan bebes y hieren mujeres o forajidos que, en cínica confesión, se atribuyen el asesinato vil de un general y matan a mansalva soldados, jueces y policías?
Y cuando el caos de la pasión y del desorden haga suspirar desde los más hondo tranquilidad y paz ¿qué otra paz podrá ofrecerse a una humanidad bestializada, sin razón, sin libertad y sin ideas, sino la paz de la piedra y del vegetal? El Estado omnipotente y la tecnocracia para los hombres plantas. El Archipiélago Gulag para la libertad.
Renunciar a la razón, abandonarse a las leyes del instinto, no luchar contra nuestras pasiones y buscar desmadrados la falsa libertad de la gana y los bajos impulsos es el camino seguro de la rendición final.
Y por eso Cristo no quiere cristianos gregarios, atados a sus sentimientos y a sus cosas, sino cristianos que piensen, cristianos que reflexionen, cristianos que mediten antes de actuar y que se guíen no por lo que sienten sino por lo que maduran en sus mentes.
Y la intervención de esa reflexión, de ese pensar con nuestra cabeza que nos hace hombres, Jesús la requiere en el inicio mismo de nuestra opción por Él. En el Evangelio de hoy después de haber exigido meridianamente, incluso con palabras duras, la libertad frente al instinto y a las cosas materiales que exige el seguirle, Jesús nos pide que pensemos. "¿Quién de ustedes si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos y ver si sus medios le permiten terminarla? ´(…) ¿Qué rey no se sienta antes de entrar en campaña a considerar, a pensar?”
Si, señores, en estos momentos no basta ser cristianos por sentimiento o por costumbre, catolicismo de esporádicas Misas y de casamientos de blanco. La gracia de Dios solo puede asentarse sobre hombres y, nuevamente, somos hombres en la medida en que vivimos de acuerdo a nuestra razón. Y todo conspira a nuestro alrededor para que seamos menos hombres.
Si hay algo que pueda dar esperanzas a esta sociedad instintiva y bestializada en que vivimos, es la vigencia aunque más no sea en unos pocos, de aquellos valores que, porque propios del espíritu, son los que nos hacen realmente humanos: el dominio de nosotros mismos, el honor, la hombría de bien, la veracidad, el cumplimiento de la palabra empeñada, la coherencia con los principios, la valentía, la búsqueda auténtica de la verdad.
De esos nombres, no de animales, ni vegetales, ni pedernales, el Señor podrá hacer verdaderos cristianos y, con ese puñado de cristianos, vencer al enemigo y algún día venturoso reconstruir la patria e instaurar una sociedad mejor mientras nos alentamos gozosos a alcanzar la Patria definitiva que Él nos conquistó.