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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1980. Ciclo C

23º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 25-33
En aquel tiempo: Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: «Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no pudo terminar" ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»

Sermón

José Antonio Wilde (1814 – 1885), tío de Eduardo, en su libro “Buenos Aires desde 70 años atrás”, publicado, después de su muerte, hacia el 1908, hablando de la alta edad que alcanzaban los negros en Buenos Aires, dice, textualmente, “Hoy mismo existe entre nosotros María Demetria Escalada de Soler, esclava del General San Martín, a quien acompañó a Chile (…) Tiene 105 años”. En Flores, al lado de la basílica de San José, se encuentran todavía, sobre el pasaje Salala, construcciones viejas remodeladas, que servían de vivienda a los negros propiedad del prócer.

Quizá nos sorprenda un poco saber que San Martín, el Libertador, tuviera esclavos. Pero eso, que hoy parece enorme, era normal en aquella época. Todas las familias más o menos pudientes los tenían y “ había familias que tenían más de doce” , anota Wilde.

Claro que el trato, comparado con otros lugares y épocas, era sumamente benigno y vivían como criados de la casa. Nunca soportaron el tratamiento bárbaro de los países protestantes anglosajones y, ni siquiera el del resto de los países latinoamericanos, en donde paradójicamente, habían sido introducidos por iniciativa de Fray Bartolomé de las Casas , al que nos presentan como el gran adalid de ‘la justicia', quien, ante la explotación que hacían los encomenderos de los indios, propuso, para reemplazarlos, la importación de negros.


1484 – 1566

Pensemos, de todos modos, que la esclavitud, entre los pueblos amerindios y antes de la llegada de los europeos, existía, y de formas terribles.

A Buenos Aires, los africanos llegaron relativamente pocos y tardíamente –en realidad de paso hacia el Perú- y no se usaban en plantaciones o minas como allá, sino solo en el servicio doméstico, donde se hacían como de la familia y llevaban sus apellidos. Casi todos, luego, murieron en las guerras de la Independencia o, más tarde, del Paraguay, luchando por la Argentina, a veces como ‘personeros' –así se llamaban- de sus amos, que restaban en casa.

Pero de nada de esto hay que extrañarse. La esclavitud es tan vieja como la humanidad y, bajo diversas formas -aún de servicio y trabajo ruinmente pagos-, todavía hoy continúa. Ni hablar de algunos países musulmanes. Ni de los países pretendidamente comunistas.

Reduciéndonos solo a épocas históricas, baste recordar que, en la cuna de la democracia, Atenas , en la época de Pericles (495.- 429 a. C.), según el cronista Demetrio Faléreo (345 - 282 a.C), de 500.000 habitantes, solo 20.000 eran ciudadanos y 80.000 entre metecos y libertos. Los 400 000 restantes todos esclavos. La mayoría, prisioneros de guerra, delincuentes, hijos de los de su condición o sencillamente capturados por los mercaderes de esclavos. En el mercado de Delos , uno de los más famosos, un esclavo de buena constitución para el trabajo, costaba lo que hoy para nosotros un televisor a colores.

La cosa era algo más benigna entre los judíos. Lo que se llama el esclavo judío, es decir de raza y de religión judía, era un esclavo ‘sui generis', porque la Ley determinaba que había que liberarlo después de seis años de servicio.

La forma más corriente de caer en la esclavitud era por robo, cosa que en épocas de injusticia o penuria era frecuente. Cuando el ladrón no podía restituir lo robado era, entonces, ‘vendido' por imposición del tribunal. Pero, por ser judíos solo podían ser así ofrecidos varones, no mujeres, y a compradores también judíos.

Según la Ley, también, podían transformarse en esclavos voluntariamente, vendiéndose a si mismos, Esto en caso de extremada pobreza o endeudamiento. Prácticamente se trataba en todos los casos de un pago de salario adelantado por seis años. Y la Ley los protegía de los abusos.

Las mujeres, en casos especiales también podían ser vendidas por sus padres, pero solo hasta los doce años y, a esa edad, quedaban automáticamente liberadas, si es que no se casaban con el dueño o su hijo.

Los esclavos paganos, en cambio, sufrían peor suerte. En la época de Jesús había bastantes. Pero, como Israel no hacía guerras de conquista, solo podían obtenerse importándolos -especialmente de Fenicia- y pagándolos. Al mercado de esclavos de Jerusalén solo podía concurrir gente muy rica. Tener un buen esclavo era como comprarse un Torino. Los poseían solamente los notables: la corte herodiana, las casas de la nobleza sacerdotal, los comerciantes más ricos.

Eran esclavos de por vida y propiedad total de sus dueños. No podían poseer ningún bien, el dueño percibía el fruto de cualquiera de sus trabajos, de lo que encontraba, de las propinas que le daban. Podían ser vendidos, regalados, heredados. Esta situación traía consigo que los esclavos estuviesen privados de protección ante los malos tratos, castigos, sevicias y que las esclavas tuviesen que someterse al capricho de sus dueños.

Esto no contribuía a que los esclavos se hicieran buenos, por eso un proverbio de la época decía: “ Muchas esclavas, mucho libertinaje; muchos esclavos, mucha rapiña ”. El Rabí Gamaliel II , cuyo comportamiento con su esclavo Tabí fue considerado en escritos talmúdicos como ejemplar, lo dejó tuerto de un golpe. Imaginar los demás.

La gran protección que tenían los esclavos era su precio. Nadie, porque sí nomás, rompe de un puntapié el faro de su Torino. Además, supuestamente la Ley de alguna manera los tutelaba: quien premeditadamente daba muerte a un esclavo debía ser castigado por asesinato –al menos en teoría-. Por otra parte como los judíos no podían entrar en contacto con los paganos, a los varones se les obligaba a circuncidarse y, mal que bien, adquirían algunos derechos religiosos.

Entre los romanos, en cambio, nada. El Derecho Romano los catalogaba entre las cosas –‘ res' - y, como ‘cosas' estaban sujetos, sin posibilidad de censura ni defensa, al ilimitado arbitrio de los dueños.

Durante el fin da la república y al comienzo del imperio su número, debido a las continuas guerras y conquistas, era exorbitante. A los esclavos de nacimiento, hijos de criadas, se sumaban los prisioneros de guerra que, propiedad del Estado, eran vendidos en pública subasta. También los niños robados por piratas y bandidos y criados para venderlos. O los que cedían los propios padres, -¡aún para trabajar en prostíbulos!-, los condenados, los deudores. En los mercados se conseguía de todo: negros para portar literas, jovencitos para coperos, cocineros, músicos, arquitectos, camareros, bailarinas, gladiadores, enanos. Pero la conquista de los territorios helenistas proveyó también de esclavos calificados. Uno necesitaba un maestro para su hijo, iba al Foro y lo compraba, generalmente un griego.

La mercancía humana se solía exponer, en Roma, sobre un tablado giratorio y del cuello de cada individuo colgaba un cartel con todas las indicaciones útiles para el comprador: nacionalidad, aptitudes, cualidades, edad, idiomas.

Los comerciantes de esclavos se llamaban “ mangones ”, gente, como puede suponerse, astuta y poco escrupulosa, famosa, además, en lo de embaucar al prójimo. De allí viene nuestro español ‘mangonear'. Y ya en latín ‘ mangonicare' quería decir hacer parecer una cosa mejor de lo que era.

Los precios variaban según la edad y las cualidades del esclavo. Los documentos hablan de cantidades fabulosas y también de precios irrisorios. Un gramático griego, cierta vez, fue pagado 700 000 sestercios, que es como decir un patrimonio. Si hoy se vendiera un profesor no creo hubiera quién lo comprara a precios semejantes.

En realidad habla bien de los romanos el que las dotes que hacían subir más los precios del esclavo fueran su inteligencia y su doctrina. Hoy vale más una bataclana o un futbolista que un sabio.

Como podrán Vds. imaginar los cuidados que rodeaban a una inversión semejante eran dignos de un pachá.

Los que la pasaban mal eran los esclavos para todo servicio. Si muchos romanos llegaban a poseer de diez mil a veinte mil esclavos, entre sus fincas y sus casa de ciudad, no había un solo romano que no poseyera al menos uno o dos. A precios y trato miserable.

Legalmente carecían de todo derecho. Y estaba permitido el apalearlos, golpearlos, torturarlos, mutilarlos y hasta matarlos. Ha llegado hasta nosotros el recuerdo de un malvado Vedio Polión, el cual, por haber roto una jarra, delante de Augusto, arrojó a un sirviente, para jolgorio de los invitados al banquete, a un estanque lleno de morenas, una especie de anguilas carnívoras y voraces, que lo destrozaron atrozmente.

Sin embargo, el castigo más propio del esclavo contumaz era la crucifixión, “ la más horrible de las muertes ”, como dice Cicerón. A los esclavos fugitivos, calumniadores o ladrones, se les inscribía en la frente con hierro candente las letras ‘fug.', ‘cal,' o ‘lad.' Era lo que se llamaba el ‘estigma'. Palabra que hoy usamos con sentido figurado.

Era normal, pues, ver a los esclavos con los dientes rotos y los ojos magullados a puñetazos, observa Galeno en una de sus obras médicas.

Pero también es verdad que muchos romanos los trataban bien y que, en general, la condición degradante del esclavo lo convertía a menudo en un ser despreciable: chismoso, glotón, perezoso, amigo de enredos, ladrón. Un hombre a quien, con la libertad, se le quita el sentido de su dignidad humana, fácilmente se degrada. Y lo que hacía a los romanos duros con sus esclavos era, sobre todo, la convicción de no merecían un trato mejor.

La prueba es que, en la sociedad romana, los más perversos, los más viciosos, los más crueles de los hombres, eran precisamente los ‘libertos', esclavos libertados y enriquecidos que, en su nueva condición económica y jurídica, permanecían con el alma miserable de su condición original. Como los ‘nuevos ricos' que fabrica nuestra maquinaria corrupta de la política.


Esclavos romanos

Por eso Jesús y sus apóstoles no pretendieron cambiar esto de golpe. Al contrario, San Pablo exhorta a los esclavos a que obedezcan a sus amos. No les interesaba fomentar una revolución –por otra parte imposible- que transformara de golpe a los ‘esclavos' en ‘libertos'. Con eso no se ganaba nada. Lo importante no era declarar libres a los que tenían alma de esclavos, sino primero, recuperar la dignidad y libertad interior del esclavo. Y del amo. Y eso, inexorablemente, llevó a que, allí donde se predicó el cristianismo, al poco tiempo desapareciera la esclavitud, pero en serio.

Y todo esto viene a raíz de la segunda de las lecturas escuchadas. Como Vds. oyeron, se trató de la Carta de San Pablo a Filemón . Es la carta más breve de todo el Nuevo Testamento y su destinatario es un joven cristiano, probablemente de Colosas, en cuya casa se reunía una comunidad cristiana.

Pablo, preso en Roma –prisión domiciliaria- y ya anciano, escribe a Filemón saludándolo y, luego, recomendándole encarecidamente a un tal Onésimo. Precisamente un esclavo que se había fugado de la casa de Filemón, después de robarle algo. En su huida había llegado a Roma, imán de fugitivos y forajidos. Al parecer Pablo le había dado refugio, terminando por convertirlo al cristianismo. Pero fíjense lo que hace: sabiendo que era ‘legalmente' esclavo de Filemón, convence a Onésimo de que vuelva a éste –a riesgo del estigma y del castigo-. Pero, al mismo tiempo, escribe esta carta en que pide a aquel que no le imponga los severos castigos permitidos por la ley. Promete compensar el daño que Onésimo había causado a Filemón y, finalmente, le sugiere que se lo envíe nuevamente a él, Pablo, para que lo ayude en sus tareas. La carta termina allí. Pero sabemos como concluye esa historia. Cuenta Ignacio de Antioquía que Onésimo fue devuelto a Pablo como auxiliar y, con el tiempo, llegó a ser Obispo de Éfeso. Es por ello que esta breve epístola termina por figurar en la colección de los libros del Nuevo Testamento. De hecho, en la historia de la Iglesia, hasta hubo Papas –como Calixto I- que habían sido esclavos y, más tarde, de origen servil.

¿Ven el camino de Cristo y los apóstoles? Reformar primero al hombre: cambiar el corazón de Filemón y de Onésimo. Eso automáticamente reforma la estructura.

Hoy, los políticos y los obispos, al revés, hablan de ‘reformar estructuras'. Pero, si no se cambia el interior del hombre no hay estructura, ni ley, ni ordenanza, ni teología de la liberación que valga.

No es el método fomentar el resentimiento, destruir las jerarquías, invitar al hombre a la revuelta, instarlo a las exigencias. Lo único que se consigue es, por una parte, la reacción de los de arriba, su cerrazón y endurecimiento y, por el otro, o crear una especia de libertos y nuevos ricos, esclavos de sus egoísmos, de sus deseos materiales, de la propaganda, de sus afectos mundanos, sin dignidad, hambrientos de bienes de consumo y de placeres; o, a los que quedan pobres o abajo, condenarlos al resentimiento y a la amargura.

De allí que, lo que quiere cambiar Cristo es el corazón del hombre. De cada hombre. Lo demás viene por añadidura. ¡Tristes revoluciones las que se ocupan de sanar la economía y prometen ‘libertad' y ‘democracia', pero no se ocupan de sanear el alma de los pueblos! Así solo construiremos una Argentina no de hombres libres sino de libertos.

Por eso Cristo hoy nos habla de la verdadera libertad. Una bien más alta y suprema libertad. Aquella que no depende de las estructuras, ni de las posesiones y, ni siquiera, de los apoyos humanos. La libertad del hombre que, porque en su interior ha renunciado a todo, incluso a sí mismo, y sigue a Cristo, con alma de noble, soberanamente libre, desprendido, es capaz de vivir, aun poseyendo bienes, aún teniendo mujer e hijos, como si nada lo atara a este mundo de esclavos, en la perfecta libertad del Señor Jesús.

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