Lectura del santo Evangelio según san Mateo 18, 15-20
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo. También os aseguro que si dos de vosotros os unís en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo os lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos»
Sermón
Este fin de semana ha sido sin duda uno de los más densos en participación popular de nuestra santa democracia. Nunca se vio tanto aflujo de gente y tantos premios como en las dos tómbolas que nos preparó el circo oficial en estos días: el fabuloso Prode del miércoles, y el de hoy. Participación popular, por supuesto, no en los premios -esos nunca nos tocan- sino en aguantarse las colas, perder el tiempo y plata y llenar en ambos casos boletas. Lo que es el premio, bien sabemos que, en ambos casos, se los reparten unos pocos.
Ya el inefable Manrique, cuando lo copió del ‘Totocalcio' para la Argentina, llama al Prode futbolero local “el impuesto de los zonzos“.
¿Cómo habría que llamar al Prode politiquero? Con la diferencia de que en el primero uno juega si quiere y, además, tiene, al menos -descontada la mitad para el fisco- una posibilidad infinitesimal de que le toque algo; en cambio, en el segundo, siempre perdemos y, además, nos obligan a todos a jugar, porque, aunque no vayamos a perder el tiempo al cuarto oscuro, no solamente tenemos que pagar los premios a los que ganan, sino que ya -amén de costearles obligatoriamente la campaña- los hemos tenido que aguantar interrumpiendo el tráfico, atronando por los parlantes, ensuciando paredes y monumentos, llenado inútiles páginas en los diarios y espacios en la televisión, inundando de sobres y panfletos nuestros papeleros, y hasta metiéndose en radio Clásica -que era nuestro último refugio- antes de taparnos definitivamente los ojos, los oídos y no salir a la calle, para, lo mismo, tener pesadillas de noche con los dientes enderezados en Norteamérica de Cazella.
Y todo para que unos pocos miles de políticos, politicastros y politiquillos, haciendo colas en los comités puedan abalanzarse a los grandes puestos rentados, a las jubilaciones de privilegio, a los autos con chofer, los saunas y los viajes a Europa, a la coima y a la celebridad -cosas todas que debe pagar la gente trabajadora del país- y, en definitiva, adueñarse del poder sin freno sobre nosotros que les permite la omnipotente maquinaria del Estado y que todavía nos obligan a legitimar cada tres o cuatro años en la gigantesca farsa de las elecciones, convenciendo, además, a la mayoría, con todos los medios de comunicación y educación en sus manos, que así participa, gobierna, se ‘libera'.
Bueno, felicitaciones a todos los que participamos, gobernamos y nos liberamos con la mágica papeleta. Hoy hemos de sentirnos orgullosos ciudadanos, total el cartelito de “bobo” los políticos nos lo cuelgan atrás, en la espalda, dónde no lo vemos.
¿Qué tiene que ver esto con el evangelio de hoy? No mucho, quizá, pero no vayan a creer que se trata de un evangelio tan fácil de predicar adaptado al presente.
En algún otro año ya expliqué que Mateo transcribe enseñanzas de Jesús muy articuladas a procedimientos judiciales y costumbres de sectas esenias y fariseas de su época y que ya no tiene sentido seguir al pie de la letra. Las palabras del evangelio de hoy adquieren vigencia solo por comparación con las reglas de expulsión o excomunión inmisericorde de esas sectas y en la insistencia cristiana de todos los pasos previos que hay que dar encaminados no a la perdición y condena del pecador sino a su conversión, y qué clima de oración –“dos o tres reunidos en mi nombre”- Jesús pide antes de proceder a la expulsión, excomunión o cuarentena.
Seguir al pie de la letra el evangelio sería, pues, ridículo, porque el espíritu de estas normas hoy está encarnado, para los casos más públicos, en los procedimientos judiciales del Código de Derecho Canónico y, para los que atañen a nuestra vida cotidiana, en la prudencia y el sentido común que ha de adaptar a cada circunstancia el espíritu del evangelio.
De todos modos es bueno recordar la obligación que, proporcionalmente a nuestras responsabilidades, tenemos todos a la corrección fraterna y no tanto porque en teoría no entendamos lo que el evangelio quiere decirnos, sino porque nos resulta difícil ponerlo en práctica: merced al ‘no te metás' y al subjetivismo, al individualismo reinante.
El ‘no te metás' es un vicio de siempre. En todas las épocas ha sido más fácil seguir caminando desde Jerusalén a Jericó y no mirar al tipo a quien están asaltando al borde del camino. En nuestro caso de la corrección lo mismo: si mi observación me va a causar o me va a costar un disgusto con mis hijos, con mis amigos, o causar problemas, enemistades o me van a tomar por ‘gil' o por metido; si, por mi corrección o denuncia, se va a fastidiar el obispo o la autoridad cuya política máxima es el “no hagan olas“ o si mis compañeros -en esa falsa solidaridad con el mal que se tiene hoy como virtud- me señalarán como soplón o latoso o para decirlo en italiano ”rompiscàtole”, mejor no me meto, no digo nada.
Pero así vamos, porque si esto mismo lo hace todo el mundo, todo se viene abajo, al venirse abajo el edificio de esas presiones y censuras sociales que mantienen el tono moral de una comunidad y hacen a su vertebración política y, por lo tanto, nacional dejando en ‘off-side' a los pocos que se atreven a hablar o a los que, por profesión, deben hacerlo como, por ejemplo, los curas, que, al final, por eso nos hacemos antipáticos a todo el mundo. Cuando no, para hacernos los simpáticos, entonces tampoco decimos nada o, peor, atacamos con todo el mundo a los chivos expiatorios o cabezas de turco del momento: militares, ricos, FMI, países del norte, Proceso… y a todos los demás –bolches coimeros, adúlteros, enfermos de Sida, intelectualoides corruptores de izquierda_ damos un inmenso, universal, ecuménico y empalagoso abrazo de torpe y cobarde complicidad sin riesgos. (Sin riesgos inmediatos porque a la larga, así todo se pudre y terminamos, sin patria ni objetivos trascendentes, en falso orden estabulado por la mediocridad burocrática comunista o socialdemócrata, o todos nuestro hijos en compañía de Chapita en el Borda.)
No: más vale perder bienes y amistades -falsas amistades- que perder mi honor y mi conciencia en complicidad silenciosa con el mal, proxeneta vergonzante de vicios y de crímenes ajenos.
Pero es que, además de nuestra pusilanimidad, talla en todo esto el espíritu liberal individualista de la sociedad contemporánea –que, por eso mismo, deja de ser verdadera sociedad–. Cada persona es un mundo aparte: pareciera que no existe un bien común que respetar, que no tengo deberes con el prójimo, que cada cual puede hacer su propia vida sin interesarle un ardite los demás.
No es así: somos animales sociales y nuestra responsabilidad va más allá del ámbito de nuestra pura individualidad. Somos cristianos y nuestro amor ha de alcanzar ciertamente a los demás. No solamente por caridad sino por justicia y proporcionalmente a nuestro grado de proximidad, autoridad y responsabilidad. Todos tenemos el deber de ayudar a nuestro prójimo con la palabra oportuna, amiga y, si es necesario, fuerte y aún, en última instancia, tenerlo como pagano y publicano. ¿Cómo voy a invitar a mi casa y a sentar en la mesa con mis hijos al manifiestamente delincuente, al que se burla de las leyes de Dios y de los hombres, al separado adúltero con su pseudo mujer, aunque Jaroslavsky y Cía. le hayan dado la libreta? ¿Cómo voy a tratar igual al bueno y al malo, al honesto y al corrupto?
Y no se diga que ‘no se puede juzgar', porque ciertamente no podré adentrarme en las intenciones profundas de los hombres -esas quedan al juicio de Dios- pero si puedo -y debo- saber juzgar sus actos exteriores. Quizá no pueda, con absoluta seguridad, decir ‘este es un malvado', al contrario, debo presuponer que algo bueno tiene y, por lo tanto, de acuerdo a mis obligaciones o proximidad con él, trataré de ayudarlo a corregirse. Pero sí puedo decir ‘este tipo de conductas, acciones y palabras yo no las admito en el círculo de mis negocios y, menos todavía -si soy hombre de gobierno- en el círculo de mis pares y de mis subordinados.
Y todo esto parece duro, por el tercero y ultimo de los motivos que apunté: el subjetivismo; el creer que las normas morales, éticas, pertenecen pura y exclusivamente al dominio de la conciencia del sujeto, del yo de cada uno; que cada cual es su supremo legislador, dueño de hacer su arbitrio, poseedor de la ciencia del bien y del mal; que la eticidad es algo arbitrario, invento de los hombres o de los cambiantes legisladores y, por lo tanto, convencionales, reformables; y que no me obligan sino a través de coacción exterior. De allí –en esta interpretación- que si yo “lo siento así“ o si yo “así lo pienso”, nadie puede venir de afuera a decirme que la cosa está mal, que tengo que proceder de otra manera, enmendarme. Cuanto mucho, en aquellos comportamientos que puedan tocar los derechos de los demás nos ponemos de acuerdo en aceptar lo que diga la mayoría. Y lo que hoy decida como bueno, mañana puede votarlo como malo. El aborto ahora es malo, mañana será bueno. El divorcio era malo ayer, hoy es bueno. Todo depende de la ley de los hombres, de su sentir, pensar o antojo circunstancial.
Claro, si la ética fuera esto: modos de comportamiento votados por las mayorías, o las pautas o falta de pautas que cada unos asume para regir su vida, por supuesto que yo no tendría el derecho ni el deber de corregir a nadie. Lo que yo entiendo como defecto el otro lo entiende como virtud y los dos tendríamos igual razón. Bastaría que cada uno procediera de acuerdo a lo que piensa con buena intención para que el acto fuera bueno. No interesaría el acto en sí, sino la intención y la coherencia interna del individuo. Pero justamente allí, en ese campo de las intenciones y de lo interno, nadie se puede meter: “de internis non iudicat Ecclesia “la Iglesia no juzga de lo interno”, de tal manera que nadie podría ni debería estrictamente juzgar nada.
Pero no es así: aunque ciertamente hay muchas costumbres puramente convencionales y que admiten reforma y opinión, las leyes fundamentales del actuar humano no son arbitrarias, sino derivadas de la estructura misma del hombre. Así como existen leyes físicas y químicas -que descubren, no inventan, los científicos- y a ellas se ajusta la actividad de la materia; así como existen leyes biológicas que descubre la medicina -no la inventa ni la vota- y cuya violación enferma o mata al hombre, prescindiendo de las intenciones buenas o malas del que las infringe, así las leyes morales hacen objetivamente a la salud y felicidad humana de individuos y sociedades prescindiendo de su intencionalidad.
De tal manera que cuando señalo amistosamente a alguien su mal comportamiento -lo lesione éste a él o, peor, lesione también a terceros o a la sociedad- y cuando hasta llegue a ponerlo en cuarentena, estoy haciendo lo mismo que el médico cuando diagnostica a alguno una enfermedad y le señala los remedios adecuados para curarse o aún lo obliga a aislarse para no contagiar a los demás. Y más obligados aún entre los cristianos cuando se trata de señalar opiniones o conductas de las cuales depende la salud y felicidad eterna del hombre. (“Lo que vosotros atéis en la tierra será atado en el cielo”) ¡Qué responsabilidad si sabemos que alguien está por tomar un veneno o repartirlo a los demás y no se lo advertimos!
Entiéndase bien, la moral no es puramente subjetiva: son leyes de salud objetiva que es criminal no hacérselas saber a los demás aunque les duela, aunque les cueste, aunque tengan que someterse a dolorosas terapias para curarse, aunque nos dé lástima el diagnóstico, aunque haya que ponerlos en cuarentena.
Pero en fin, hoy la mágica papeleta, en el engaño del cuarto oscuro, ha servido para dar a un minúsculo grupo de argentinos omnímodo poder para legislar a favor o en contra de las leyes estructurantes del hombre, de la sociedad o de la economía. Su legitimidad les viene no de su inteligencia y captación de las leyes humanas y divinas y su adaptación realista a las circunstancias, sino del espaldarazo subjetivo de las masas.
Así yo, mal que me pese, no puedo augurar nada bueno para la nación y me convierto ‘ipso facto' en un antipático profeta o vigía que, desde su colina, ve avanzar al enemigo, mientras todos gozan de sus proyectos locos y sus cada vez más magros banquetes. (Es el contexto de la primera lectura de Jeremías: en el horizonte de la amenaza de Nabucodonosor, Judá en medio de fiestas y alianzas tontas. Dios ordena al vigía, desde el atalaya, que grite alarma). Si antipático aguafiestas que, en vez de aplaudir a todos lados y abrazarse con todo el mundo, muestra su cara de amargo y no se suma al corso de la democracia, del Prode de los votos. ¡Qué le voy a hacer! A ser antipático, contra mis deseos, me obliga hoy el evangelio.
Y, para peor, ni siquiera tengo el consuelo de la esperanza del Prode del miércoles, porque ¡bestia de mi!, no se como se llena una tarjeta.