Lo cual a nosotros poco nos dice, si no sabemos quién es Iris y porqué el asombro, Taumante, es capaz de engendrarla.
Hace unos meses, hacia el fin del otoño, en un día lluvioso, frente al mar, tuve la ocasión de ver uno de los espectáculos más extraordinarios de mi vida. Un arco iris completo, brillante, colorido como una paleta de pintor, posando sus dos brazos sobre el mar y rodeado a su vez por un segundo arco iris, también completo. Permaneció allí como veinte minutos. Siempre había visto porciones de arco iris, nunca ese majestuoso puente entero y mucho menos el que sabía que existía, pero nunca había visto, arco iris secundario. Dicen que en ocasiones se ve aún un tercero y que, desde una montaña o un avión puede verse el arco cerrándose en un círculo. Ya eso no lo he visto, pero me ha bastado lo contemplado ese día desde el muelle de Pinamar.
Para el hombre primitivo, este fenómeno sin duda que provocaría sentimientos extraordinarios: nada sabían de la refracción de la luz, ni de que la blanca fuera una mezcla de colores. Y así los griegos pensaron que el arco era un mensajero de los dioses encargado de unir el mundo celeste con el terreno, un puente angélico mediante el cual podía de alguna manera el hombre acceder a lo divino, una vía de comunicación con el mundo de las ideas y de las inteligencias puras. De hecho Iris es el nombre griego del arco, femenino en esa lengua, y diosa mensajera, por tanto, de la vinculación del cielo con la tierra.
Es por ello que el mito hace de Iris hija de Taumante, del asombro. Porque, como explica Aristóteles
[3]
, es el asombro, provocado por efectos de los cuales no percibimos las causas, lo que nos hace indagar sobre éstas. Este preguntarnos sobre las causas desconocidas es lo que una vez descubiertas funda la ciencia. Yo puedo estar tan acostumbrado frente a las cosas que ninguna de ellas me causen asombro y por lo tanto nunca avance en el conocer. Todos veían caer las manzanas de los árboles y tan natural era ello que nadie se preguntó el porqué. Newton en cambio se asombró y desde su asombro, indagando, llegó a descubrir la ley de la gravedad y de la atracción universal. El que no sabe hacerse preguntas, dice Gadamer, jamás encontrará respuestas.
Pero el asombro para Platón es padre de Iris no porque ayude a descubrir las causas de estos o aquellos fenómenos naturales. El que se quedara allí sólo lograría explicaciones parciales. Como bien dice Aristóteles hablando de los primeros filósofos: "entonces, como ahora, fue la admiración lo que inicialmente empujó a los hombres a filosofar. De entre aquellas cosas que admiraban y de las que no sabían darse la razón, se aplicaron primero a las que estaban más a su alcance. Pero luego, avanzando poco a poco, aplicaron su espíritu inquisitivo a fenómenos de mayor monta y por último se preguntaron no ya por esto o aquello sino por todo, por el universo". Y recién éste es el asombro capaz de engendrar a Iris.
Como bien decía Einstein aunque la ciencia llegara a descubrir todas las leyes físicas causales de los seres y de los acontecimientos, lo realmente asombroso, lo que llevaría a la pregunta final sería precisamente interrogarse ¿porqué todo está normado por leyes? ¿porqué todo tiene explicación científica? ¿De dónde vienen esas leyes, coherencia y explicaciones? "Lo que me asombra" decía "no es que las cosas sean inexplicables, sino por el contrario, que tengan explicación y que nosotros podamos encontrarla." ¿Quién les puso esa explicación? Ciertamente no el científico, que lo único que hace es leerla ya inscripta en la realidad.
Pero precisamente a ese nivel no todo el mundo se eleva a preguntar, a buscar respuesta. Primero porque nos encontramos sumergidos en la cotidianeidad. Nos interesa cuál es la causa de esta mi carencia inmediata, porqué no funciona el lavarropas, que es lo que hace que no me aprueben en los exámenes, cómo hacer para hacer más rediticio mi negocio o mi trabaja, que es lo que provoca mi enfermedad, qué es lo que origina mi falta de éxito entre las chicas: busco pues las causas inmediatas, y no solo para encontrar explicación, sino para poder manejarlas y cambiar el rumbo de las cosas. Las explicaciones últimas aparentemente no tienen interés ahora, para el hoy, puedo no preguntarme sobre ellas sin que la vida me cambie demasiado.
Por otro lado, un segundo motivo para no interrogarme sobre las últimas razones es, precisamente, que como me he criado entre leyes físicas, químicas y naturales, estoy tan acostumbrado a que los hechos se normen por ellas, que tal no me produce asombro y no me provocan ninguna pregunta. Lo mismo que el mero hecho de existir. De la misma manera que prendo una radio y escucho música o muevo un interruptor y se enciende la luz o abro la canilla y sale agua y por costumbre ninguno de estos actos me suelen producir asombro alguno -piensen Vds. el estupor que provocarían estos sencillos hechos a un hombres de hace doscientos años- y recién percibo dolorosamente su existencia -y aún me preocupo de indagar de dónde vienen agua, electricidad, sonido- cuando me faltan; del mismo modo me despierto a la mañana, siento maquinalmente que estoy vivo y el hecho de estarlo no suele producirme ninguna reflexión en particular, salvo cuando dicha vida o la de algún ser amado periclita. Ningún asombro particular respecto por ejemplo a que la nube de átomos y moléculas de las cuales estoy compuesto, a pesar de su constante movimiento y pasaje por mi cuerpo sigan formando la unidad de mi ser, o de lo que significa que funcione mi complejo organismo, o del sentido que pueda tener el que se haya puesto en manos de mi libertad semejante maravilla o de que alguien se haya tomado el trabajo de diseñar los complejos circuitos de mi cerebro.
El gran problema de la predicación del cristianismo hoy en día consiste justamente en que, sumergido el hombre, en el vértigo de lo diario, en la lucha por la subsistencia, en el uso y el goce de lo que la economía moderna pone a su disposición, en las explicaciones parciales que las diversas ramas de la ciencia dan a tantos y fascinantes aspectos de la realidad, la gente ha perdido la capacidad de asombro, y por lo tanto de preguntarse, frente simplemente al gran hecho de la existencia: no el que las cosas funciones así o asá, sino el porqué de que sencillamente existan.
Y lo mismo en mi vida personal: no solo preguntarme que voy a hacer mañana, o el sábado que viene o en las vacaciones o que voy a hacer cuando me reciba, que cuando me case, o cuando me jubile, sino simplemente qué voy a hacer con mi vida toda, qué rumbo darle, que sentido prestarle. Qué soy, qué quiero ser, a dónde voy, hay alguien que me ha puesto en la existencia y en ese caso para qué, hacia donde me lleva o me llama.
Es a este tipo de preguntas últimas a las cuales viene a ofrecer respuesta el cristianismo. Pero ¿quien atenderá a sus respuestas, si nadie se hace esas preguntas, si nadie se asombra frente a la existencia y frente a su existencia?
Pero claro que tampoco basta el asombro para engendrar a Iris, para elevar verosímilmente al hombre a la indagación de las razones últimas, de los sentidos y significados fundantes. Porque tanto Platón como Aristóteles callaron que Taumante no solo engendra a Iris sino también a un par de hijas menos simpáticas: las Harpías, raptoras de niños y de almas. Se las representaba en forma de aves rapaces con cabeza de mujer y garras de uñas afiladas. Virgilio las situará luego en el vestíbulo de los infiernos. Su placer era arrebatar todo lo que sea alimento espiritual y material a los mortales y lo que no podían arrebatar ensuciarlo con sus excrementos. Es posible que el mito se refiera a la trágica experiencia de que el hombre, aún asombrándose frente a la realidad y por lo tanto preguntándose por ella, no siempre se encuentra con Iris que le lleva a la verdad, sino también con harpías que le arrebatan el alma en las respuestas mendaces, en las falsas religiones, en los charlatanes, en los ideólogos. Y no es extraño que su especialidad sea arrebatar niños, porque es a la niñez y la juventud hacia donde apuntan siempre aquellos que quieren corromper y apartar de Cristo a las sociedades. Basta mirar a nuestro alrededor para ver que alimento envenenado, a través de la escuela pública y los medios masivos de difusión se da a nuestra gente, a nuestros muchachos. Y como no pueden aún acallar del todo a la Iglesia, las harpías se ocupan de ensuciarla lo más posible en sus burlas, sarcasmos y calumnias a la historia, a la doctrina y a la ética cristianas. El que quiere encontrarse con Iris tiene que hacerlo a pesar del ambiente, a pesar de la televisión, a pesar de la educación y aún contra ellos. Tampoco es extraño que entre los griegos, el término asombro, de tan nobles resonancias, también entre en la composición del vocablo que sirve para designar al charlatán, al embaucador: thaumatopoiós.
Para sacudir a los que no se admiran frente a la existencia y a la maravilla de la vida y del mundo, Dios no vaciló en hacer los llamados milagros, aparente interrupción de las leyes naturales. Acontecimientos no usuales, llamadores de atención, despertadores, alarmas, signos, reclamos, hechos para que el hombre preste atención a su palabra y lo escuche. Como el ruido de una linterna o de un paraguas que se caen al suelo en medio de un concierto ¡a algunos llama más la atención dicho ruido que el concierto mismo! ¡Que curioso que el hombre se asombre más por lo extraordinario, que por el milagro ordinario y constante del ser! Pero Dios se adapta a ésta nuestra obtusidad.
Hoy Cristo ha hecho un gesto que ha interrumpido brevemente las leyes ordinarias, ha devuelto el oído a un sordo, hecho hablar a un mudo. Y el evangelio dice que la gente estaba por ello en el colmo del asombro.
Pero los milagros de Jesús nunca son únicamente portentos para llamar la atención: siempre quieren también decirnos algo.
En este caso así también lo entendió luego la Iglesia, porque desde los primeros tiempos hasta hoy en el rito del bautismo, el celebrante toca con el pulgar los oídos y la boca de cada bautizado y le dice: "El Señor Jesús, que hizo oir a los sordos y hablar a los mudos, te permita, escuchar su palabra y profesar la fe para gloria y alabanza de Dios Padre." Y, hasta hace poco, se conservaba el que el sacerdote bautizante dijera en ese momento la orden aramea "Efeta". Repitiendo pues en cada bautizo el milagro del evangelio de hoy. Lo que hace Cristo en esta escena no quiere solamente devolver la salud fisiológica a un mudo; quiere terminar con peores sorderas y peores mudeces, que son las de no poder escuchar ni hablar de las cosas de Dios.
El quiera que no necesitemos nosotros de milagros para asombrarnos frente a nuestra vida y, preguntándonos sobre su creador y su sentido, nos encontremos en el asombro con el Dios que por amor nos ha creado y hacia la eterna felicidad nos llama. Porque finalmente Cristo es el verdadero arco iris capaz de hacer de puente entre nuestra condición humana y la divina. El es el único capaz de abrirnos los oídos para escuchar la maravilla de su palabra, la conversación de sus santos y el canto de sus ángeles. El también es el que nos capacita en este mundo de sordidez y de mentira a -venciendo nuestra tartamudez- proclamar su mensaje y cantar sus alabanzas.
No dejemos arrebatarnos la verdad, la belleza y la alegría por las harpías de este mundo. Que ellas no nos vuelvan sordos y mudos a lo alto. Fundemos nuestras vidas en Cristo: más allá de los avatares de nuestra existencia cotidiana, de la política, de las elecciones, de nuestros problemas económicos.
Y hoy, en el día de su natalicio, recordemos también a la Santísima Virgen María, la que en el asombro humilde frente a la anunciación del ángel, engendró al auténtico arco iris, por el cual, calmadas las borrascas de este mundo, en el vuelo multicolor de una vida santa, ascendamos un día a nuestro definitivo y gozoso destino.