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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1992. Ciclo C

23º Domingo durante el año
(GEP, 6-9-92)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 25-33
En aquel tiempo: Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: «Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no pudo terminar" ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»

Sermón

Una de las incógnitas que ha develado el famoso satélite COBE y que ha permitido confirmar plenamente la teoría de la expansión del universo con su gran estallido inicial, el Big Bang -o Gran Pum, como más en criollo lo llama Juan Luis Gallardo-, es el por qué una explosión uniforme de energía podía dar lugar a las concentraciones de materia que forman nuestras galaxias y no que todo estuviera isotrópica, homogéneamente disperso por el espacio. Esto daba pie a que los científicos ateos pusieran ardorosamente en tela de juicio la teoría, ya que ella probaba inapelablemente que el Universo era finito, temporal y espacialmente, y, por lo tanto, que no podía bastarse a si mismo y exigía la existencia de algo fuera de él que no tuviera temporalidad ni distancias, es decir de Dios.

Las irregularidades, según ellos, probaban que el Big Bang no había existido y que el universo era eterno y permanente y por lo tanto no necesitaba de Dios.

En realidad con los descubrimientos del COBE el por qué de las irregularidades no se ha elucidado del todo, pero las fotografías del radiómetro del satélite han permitido captar sin lugar a dudas los efectos de esa explosión y determinar fluctuaciones y diferencias de concentración de energía ya a los 300.000 años de aquella, es decir en la infancia del cosmos, con lo cual al mismo tiempo que se confirma la teoría del Big Bang, se ve cómo ya allí tan tempranamente existen las condiciones que permitirán luego la aparición de grandes concentraciones de masa y por lo tanto de las estrellas.

Pero hay otra cosa interesante. En las aproximaciones populares al Big Bang que salen en los dibujos de las revistas, sobre un fondo negro o azul se figura una pequeña esfera que, de pronto, al estallar se va expandiendo velozmente por el espacio, conformando poco a poco en sucesivas figuras nuestro mundo actual. Esta expansión, se afirma, seguirá indefinidamente, extendiéndose por este espacio hasta disiparse totalmente en él o, en caso de que haya masa suficiente para detener el proceso, revertirlo y finalizar todo en una gran implosión: el Big Crunch -o el Gran Porrazo como lo traduciría Gallardo al criollo-.

Lo malo de esta representación es que a penas tiene algo de verdad. Porque la cuestión es que la explosión no se da en un espacio previo ni se inaugura en un tiempo preexistente, sino que solo existe espacio y tiempo en el interior de la esfera y solo a partir del límite de Planck. Es decir que fuera de la esfera en expansión aún ahora mismo no hay ni tiempo ni espacio. O, lo que es lo mismo, la explosión no se da en un tiempo y espacio previo sino que ella misma crea el espacio y el tiempo.

No hay que concebir pues la deriva de la estrellas como un vuelo continuo por un espacio preexistente, sino como un movimiento que él mismo va engendrando hacia adentro su mismo tiempo y su mismo espacio. Fuera de los límites extremos de esta esfera no existe espacio ni tiempo. Es decir que geométricamente habría que concebir al universo como la concavidad interna de una pelota que no tiene en cambio convexidad externa o que, simplemente, no tiene nada externo. O mejor: no existe una parte de afuera del universo, solo hay parte de adentro.

Con lo cual llegamos al concepto poco claro de que el universo, siendo finito es empero ilimitado, es decir, no tiene fronteras, no tiene límites. Pero no porque uno pueda, siguiendo una linea recta, continuar indefinidamente hacia adelante y nunca encontrar una pared: por supuesto que nunca encontrará una pared, pero precisamente porque esta concavidad de la cual hablábamos no es sino lo que ya había postulado Einstein con su teoría de la curvatura del espacio. De tal manera que, sí: nunca encontraremos una pared, pero de ninguna manera podemos ir hacia adelante indefinidamente: en un lapso limitado de años indefectiblemente retornaríamos a nuestro punto de partida. Si alguien pudiera disparar un proyectil en linea recta hacia delante y que saliera de nuestro sistema planetario y de nuestras estrellas locales y continuara a velocidades vertiginosas en línea recta por el espacio, finalmente terminaría por pegarnos por atrás en la nuca. O, de otra manera, por más que viajemos intentando ir hacia afuera del universo siempre estaremos en el centro, al modo como una hormiga caminando por la superficie de un globo nunca encontrará un límite y siempre estará en el medio de su superficie.

El hombre podrá pues salir de la tierra con la fuerza de sus cohetes y vectores, pero jamás por sus propias fuerzas podrá salir del universo, de la naturaleza, de su condición material y humana: aún cuando pudiera escapar a la inmediata finitud de su biología y de su muerte, quedará siempre encerrado en la concavidad del tiempo y del espacio.

Vds. dirán que tiene que ver todo ésto con el evangelio de hoy.

Tiene. Todo el evangelio de Lucas, del cual hemos hoy leído esta perícopa, resume la enseñanza cristiana, no tanto en una moral o una enseñanza ética predicada por el Maestro Jesús, sino en un imitación personal de Cristo en donde lo importante es precisamente seguirle por su camino. Un camino justamente capaz de, él si, hacernos superar la estrechez de este mundo y de su tiempo y de su espacio.

Y seguir a Jesús por su camino, ir detrás de sus huellas, no es solo una cuestión geográfica sino un hacerse uno con él en lo que fué la propia vida mortal y terrena del Señor. "Yo soy el camino".

Y justamente uno de los títulos que da Lucas al cristianismo es el de "camino" -" he odos ", en griego- a veces con complementos: el camino de Dios, el camino del Señor, el camino de salvación.

Forzando un poco los detalles de la vida de Jesús Lucas coloca todos sus hechos y palabras a lo largo de una ruta, un camino que va de Galilea a Jerusalén. Pero Jerusalén, para Lucas, es más que un lugar físico: es a la vez que la meta del largo camino de Cristo, al mismo tiempo, el punto exacto en donde superando lo terreno Jesús alcanza la consumación, el éxodo y el paso al Padre. Jerusalén es la puerta mediante la cual, con la llave de la cruz, Jesús es capaz de superar definitivamente lo humano y alcanzar lo divino en la Resurrección.

El único modo de pasar del Reino del tiempo y del espacio, de la concavidad de lo humano y, por lo tanto, del envejecimiento y de la muerte permanentes, es acompañar a Cristo y atravesar como Él la puerta de Jerusalén. Solo por allí podemos pasar a la verdadera convexidad del universo: lo divino. En cualquier otro lugar que muramos, morimos para siempre. Para vencer el encierro de este mundo y la cárcel de nuestra biología el único modo de morir es morir en Jerusalén.

Y ésto es así porque lo divino no puede caber en la constricción, en la apretura limitada y frágil de lo humano, de lo terreno, de lo natural, de lo cósmico. Y si Dios quiere darnos lo divino, no tenemos más remedio que abandonar lo humano.

Si alguien quiere aceptar la oferta de alcanzar la felicidad divina, tiene que abrirse en salto mortal de amor y de éxtasis al don de Dios, superando lo humano. Como decían los padre griegos: nos realizamos no en lo cósmico sino en lo hipercósmico ; traducido al latín o al español: no en lo natural, sino en lo sobrenatural.

Dios no quiere para el hombre la cruz por la cruz, o el dolor por el dolor y mucho menos que no amemos a los nuestros. Al contrario. Pero ha de ser el amor de los compañeros de camino, de los que mutuamente se ayudan alientan y empujan hacia Jerusalén. Cualquier bien o persona que en vez de servirnos para avanzar, para caminar, y más bien nos sirva de peso, de inercia, de freno, a nuestro caminar siguiendo a Jesús; cualquier apego desmedido a nuestra vida, a nuestras cosas, a nuestras comodidades, a nuestros vicios, que nos impida avanzar en amor a Dios y servicio itinerante hacia los demás, es, para el evangelio de Lucas, un impedimento mortal para nuestra final liberación, éxodo, transformación y plenitud en Jerusalén.

Y es que Dios no puede crearnos directamente en el cielo. El cielo es Dios mismo y Dios no puede multiplicarse. Solo puede crear criaturas, es decir seres limitados; y, si todavía quiere darles la posibilidad de gozar de la plenitud y felicidad que Él vive, no puede sino pedirles que abandonen su límite y se larguen, en fé, esperanza y amor, a ciegas, a sus brazos. En toda su omnipotencia no puede hacerlo de otra manera: si quiere darnos su propia felicidad divina no tiene más remedio que instarnos a que estemos dispuestos a abandonar la humana, la natural.

Y la antesala donde Dios nos crea y desde donde tenemos que lanzarnos en fé y amor hacia Él es precisamente este universo. La concavidad del universo es el cálido interior del vientre de la madre. Antesala tan bella que dificilmente nadie pueda escapar a la tentación de quedarse en ella, conformarse con ella, apegarse a ella, negarse a nacer.

Por eso la instancia que nos hace hoy Jesús es apremiante. Este mundo, como digo, a pesar de su límite, es desmesuradamente grande, demasiado enorme, sobradamente rico, opulento. El universo, la naturaleza han sido creados por Dios con largueza, con esplendidez. Justamente desde la grandeza y magnificencia del universo es como naturalmente la mente humana puede elevarse a la grandeza muy superior de su hacedor: una creación mezquina hablaría a lo mejor de un creador mezquino. Pero al mismo tiempo que nos habla de Dios el mundo se hace así, con su imponente belleza, capaz de engañarme, de embaucarme. Me da ganas de quedarme para siempre en él.

Si no fuera por la muerte y los dolores que acechan nuestra existencia humana ¿cuánto tardaríamos en darnos cuenta de que el universo es cóncavo, que estamos encerrados en él, que de él no podemos esperar la infinitud, la saciedad, la hartura?

Tomar la cruz pues es para el cristiano su manera de seguir a Jesús por un camino que no nos dejará encerrados en este mundo, en la naturaleza destinada a la muerte. Es poder romper el límite, la concavidad, la curvatura del espacio, a través de la salida de Jerusalén.

Tomar la cruz no es principalmente asumir sufrimientos ni una vocación al masoquismo, es antes que nada asumir el esfuerzo de la partida, de ir dejando en el camino jirones de nuestro yo, de nuestros apegos, de nuestros cansancios, aguijados por el amor a Jesús, por nuestra gana de cielo.

El sufrimiento no es sino la señal más aguda de nuestro límite, es anticipo o consecuencia de lo que promete el pecado, del quedarse encerrado aquí y, por lo tanto, para el cristiano, ocasión de redención, de impulso hacia adelante, de vuelo de santidad.

Solo perdiendo nuestra vida humana por amor a Jesús, la recuperaremos y conservaremos para la vida eterna. Solo aprendiendo a no amar egoísta ni equivocadamente a nuestros padres, hermanos y bienes, únicamente para este mundo, los recuperaremos, transformados y definitivamente felices, en el cielo, en la exuberante plenitud de Dios.

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