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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1993. Ciclo A

23º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 18, 15-20
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo. También os aseguro que si dos de vosotros os unís en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo os lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos»

Sermón

            Ya que gracias a la visita de Colombia hoy somos solo los "dos o tres" que dice el Evangelio, premiaré la asistencia de Vds. hablando lo menos posible.

            Y a propósito de hablar, a raíz de nuestro evangelio de hoy, no estará de más hacer una pequeña incursión por un campo de la moral que fácilmente descuidamos. Tendemos a reducir el campo de la moralidad a nuestras acciones, con especial referencia al sexto mandamiento, cuanto mucho al campo de los bienes materiales de los demás: su integridad física o patrimonial. Sabemos que el adulterio es malo; que ma­tar a alguien o despojarlo de dinero es inmoral. Empero hay una conciencia muy laxa cuando se trata de despojarlo de bienes que son mucho más importantes que los económicos.

            Por ejemplo, todos tenemos derecho, mientras no probemos eviden­temente lo contrario, a nuestra fama, a nuestra reputación, a que la gente nos considere normalmente honestos. Cualquiera que hable mal de nosotros, pues, nos está robando ese bien y, según la moral cristiana, nos infiere un daño mucho más grave que si nos privara de bienes materiales.

            Hay una cierta conciencia, es verdad, de que atribuir a otro defectos, delitos, vicios o culpas inexistentes o peor, inventadas, es una falta grave: la calumnia. Pero lo que se sabe menos es que, aún la simple difamación o detracción, es decir, el revelar hechos reales, pero secretos o conocidos por pocos, no públicos, es una acción innoble e inmoral. No solo es un atentado a la justicia, el deterioro de un bien que hemos de respetar absolutamente -la fama-, sino que, para un cristiano, es un gravísimo pecado contra la caridad.

            Tanto más cuanto que porque algo sabemos de moral, los cristianos fácilmente nos ponemos en censores y aún nos parece que somos buenos cuando, con expresión sentenciosa o aparentemente compasiva, decimos las cosas: "Pobrecita, qué lastima que tome.", "Si, no es malo, una pena que tenga tanta debilidad por...", "lo que habrá tenido que hacer, pobre, para conseguir el asenso"...

            Solo excepcionalmente uno podría revelar un defecto ajeno. Por ejemplo, si una persona conocida se va a asociar con alguien que nos consta que es un estafador y no se ha arrepentido de ello. Pero sería malvado, perverso, injusto, el revelar un episodio pasado que ya ha sido expiado o del cual el tiempo ha ofrecido pruebas suficientes de arrepentimiento y de cambio.

            Y todos sabemos que para hablar mal de los demás no es necesario decir muchas palabras, basta una reticencia, una sonrisa, un "no es malo, pero...", un "mejor me callo", para echar una sospecha, una duda, sobre la fama ajena, a veces con consecuencias graves para su trabajo, para sus relaciones personales.

            Con enorme ligereza pasamos de la sospecha infundada al juicio temerario, del juicio temerario a la murmuración, de la murmuración a la difamación; y, de la difamación, es difícil que no caigamos en la calumnia, porque siempre nos gusta sazonar, adobar nuestros cuentos con adjetivos o detalles de nuestra cosecha, haciendo pasar por cierto lo que es solo un chisme sin fundamento, o haciendo figurar como vicio y hábito lo que ha sido solo un incidente aislado.

            Para un cristiano ni siquiera sería excusa, para comentar el de­fecto o la situación irregular o el delito o pecados ajenos, el que todo el mundo los supiera. En toda crítica innecesaria siempre pasa una dosis de la soberbia del fariseo que se cree mejor que el publicano, siempre hay una desconsideración por el prójimo; lo menos que se puede decir es que, en el mejor de los casos, siempre se lesiona el precepto evangélico del amor aún al enemigo.

            Es verdad que los medios de comunicación y el periodismo en gene­ral nos han acostumbrado a todos a no considerar como malo el ventilar vida y defectos de los demás a los cuatro vientos. Pero mal de muchos consuelo de bobos y excusa de nadie, y menos de hermanos de Jesús.

            Y ¿qué pueden pensar nuestros hijos si constantemente nuestro tema de conversación es la crítica, ventilar los defectos de todo el mundo, aunque se lo merezcan: desde los políticos a los amigos y pa­rientes? ¿No queda nadie en pie? Aunque creamos que lo hacemos morali­zantemente, para mostrar que ciertas cosas o acciones no están bien, no han de hacerse, a la larga: ¿eso no dañará el aprecio que los chi­cos han de tener espontáneamente al prójimo, esa confianza básica en los demás sin la cual no se puede vivir? y, además, si todo es mal ejemplo, si todo es inmoralidad, si no hay nadie honesto, ¿porqué ellos habían de ser excepción?  ¿No hay ninguno a quien alabar, no hay buenos ejemplos que mostrarles, no hay personas en las cuales creer? ¿todo ha de ser crítica, ambiente envenenado, protesta?

            En ese sentido vean que no solo el que chismosea, el poseedor de la última sabrosa noticia, sino también el que lo escucha, quien se presta al chisme, aun cuando ponga cara de escandalizado, aún cuando mire al cielo, aún cuando después de escuchar complacientemente la murmuración diga "¡pobrecito! hay que rezar por él", también él es cómplice de la detracción; de este pecado que clama al cielo, porque el difamado no tiene defensa contra él, y una vez lanzadas las palabras, la sonrisita, el meneo de cabeza, el silencio afirmativo, el "venticello", ya no se pueden recoger.

            Y no solo las faltas menudas o los pecados privados. Aún hay que tener cuidado en el comentario de lo público, también eso puede hacer y hacernos mal. No se crea que criticando a la falta, cuando uno la comenta o la saca a luz adoptando aires de moralista, no hace daño a los que lo escuchan. Fíjense todo este lío causado por esta secta de los niños de Dios. Se publican sin tapujos hechos nefandos, aberrantes, por supuesto, criticándolos, pero ya hablando libremente de ellos, sin ningún pudor. Y como, por supuesto, no han cometido ningún delito punible, por la lenidad de nuestra justicia liberal, los fautores pronto estarán todos en libertad y no pasará nada. Se ha hecho propaganda gratuita de las aberraciones, pero nada se hablará de castigo y de condena. Al contrario habrá -ya los hay- defensores y justificaciones. La próxima vez nos escandalizaremos menos y las acciones que hoy impúdicamente se nos han relatado ya no nos sorprenderán. Poco a poco, así, hipócritamente, gracias a los medios de comunicación, la moral general se va al tacho.

            Es como cuando salían y salen esas famosas estadísticas, abultadas a propósito: 'hay un ochenta por ciento de jóvenes entre tal y tal edad que se droga', 'un noventa por ciento que ha robado alguna cosa alguna vez en un supermercado', 'un no se cuanto por ciento de homosexuales', 'un doscientos por ciento de mujeres que no llegan vírgenes al matrimonio'. Por supuesto que al principio eso es mentira, pero al final, logran ir metiendo en la cabeza de la gente "y bueno, lo hacen tantos, tan malo no será..." y, al cabo, esas estadísticas mentirosas, difamatorias, calumniosas, quizá terminan por ser verdad...

            Pero vean: así como no evita el pecado de difamación quien com­placientemente escucha a la vecina o al amigo susurrar de su prójimo, tampoco evita la indignidad, la degradación, quien, aún solo, pero peor en compañía de sus hijos, se presta a perder el tiempo frente a la televisión o a los diarios leyendo o escuchando noticias de críme­nes, aberraciones o delitos.

            Hay tantas cosas lindas, buenas y bellas que leer o que hacer o que ver. No todo es corrupción, no todo es porquería. Y ¿para qué saber de ciertos hechos? ¿qué añade a mi salud mental conocer la existencia de vicios extremos que, en un ambiente corrientemente sano, nunca aparecen? ¿no era mejor la ingenuidad de nuestras abuelas? ¿qué se yo a qué mente enferma mi comentario, aún reprobatorio, puede lle­gar a enseñarle, tentándolo, malas acciones de las cuales la nesciencia lo protegería?

            Castellani decía que, en épocas cristianas, se hacía propaganda del castigo y se hablaba poco del delito. La gente veía la pena: -a los malandras por ejemplo se los ponía aquí en Buenos Aires, debajo de los balcones del Cabildo, dos o tres días en el cepo, para escarmiento público: todo el mundo se daba cuenta de que el crimen no daba réditos-. Hoy en día todos conocen con pelos y señales, mediante la prensa amarilla o los noticieros de más rating, los mínimos detalles del crimen, de la estafa, del curro o de la aberración criminosa; son casi cursos de delito y depravación. Nunca se sabe nada de la pena o del castigo.

            En fin, para terminar y cumplir mi promesa de ser breve -que me parece que ya no la cumplí-: puede que referirnos a los defectos más o menos conocidos del prójimo, no siempre -según las circunstancias- sea una falta gravísima. Pero, repito, no se trata solo de una cuestión de justicia, de derecho de cada cual a su fama, se trata también de una cuestión de caridad, de esa moralidad suprema de la cual habla hoy la epístola de Pablo y que es la del amor. Siempre el hablar mal de los demás, aún cuando sean faltas notorias y reales, si no se hace necesario para el bien del que nos escucha, es falta o, por lo menos, imper­fección. Ningún cristiano que tenga la más mínima pretensión de ser fiel al evangelio puede permitirse el hacerlo.

            Cada vez que hablamos de algún ausente hemos de preguntarnos: ¿contaría ésto si él estuviera presente? Lo que diré: ¿lo hará quedar bien o mal? Si mal -y si es algo público, no privado ni conocido por pocos, que de ninguna manera tengo derecho a mencionar-: ¿edificará, hará bien al que me escucha? ¿no tengo otro tema mejor; no podré más bien dar una noticia buena; señalar un rasgo ejemplar; mostrar un as­pecto amable aún de la persona a quien estoy por criticar?

            Y, si finalmente me consta que alguien está haciendo algo que no corresponde, o tiene un defecto que podría corregir o un pecado del cual arrepentirse, ¿no tengo, antes que a nadie, obligación de ir y decírselo a él?  No criticarlo por atrás, sino, con prudencia, con caridad, con humildad, con tacto, con compasión, ir y reconvenirlo a él.

            Miren Vds. con cuantas cautelas, con cuantos rodeos el evangelio de hoy se refiere a los defectos ajenos y cómo hay que hacer, no para denigrar o infamar al culpable, sino para ayudarlo a salir de su situación.

            Si no sos capaz de dar una mano al extraviado o, por lo menos, de hablar con los que son capaces de dársela, padres o superiores, mejor callate, rezá por él, corregí tus propios pecados, burlate de tus propios defectos... Compartí el amor del Padre que espera siempre el regreso de su hijo pródigo y honrá la sangre de Cristo derramada por los pecadores; mis hermanos pecadores. Yo pecador.

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