Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 25-33
En aquel tiempo: Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: «Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no pudo terminar" ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»
Sermón
El agresivo artículo de Vargas Llosa el miércoles pasado en La Nación, sobre la Iglesia Católica, típico de las posiciones de un liberal en todo coherente con sus principios y que, por lo tanto, no ha de sorprender a nadie, nos hace saber de un presunto fallo del Tribunal Constitucional de la República Alemana ordenando retirar todos los crucifijos de las aulas escolares del Estado de Baviera.
La medida supuestamente se originó en la demanda de una pareja de discípulos de Rudolf Steiner que aseveraba que las cruces habían traumatizado a tres de sus hijos.
No vamos a hablar de los despropósitos del liberal enragé que es el autor de "La ciudad y los perros", escritor por otra parte tan agudo y excelente desde el punto de vista literario, pero sí hacer algún comentario sobre el supuesto poder traumático de la cruz.
Antes que nada admitir que cierta manera de hablar de los sufrimientos de Cristo o ciertas versiones no católicas del cristianismo podrían impresionar negativamente a determinadas mentes infantiles. Pero apuntar a que el símbolo de la cruz, de por si, cree traumas en los cristianos es sencillamente una tontería. Habría que renunciar a mirar cualquier libro de arte, visitar ningún museo, entrar en ningún templo o casa de familia cristiana, pera impedir absolutamente que el signo de la cruz impactara nuestra sensibilidad infantil. Habría que llegar, como el loco aquel que describía Chesterton en La Esfera y la Cruz, a destruir todo entrecruzamiento de líneas, alambrados, ventanas, baldosas donde pudiera descubrirse en la intersección de dos rectas la sugerencia de una cruz..
Pero, aparte la evidente animadversión anticatólica de los que quieren desterrar el signo bajo el cual se construyó Europa y la civilización cristiana, en nombre de un declamado respeto a la opinión fanática de aquellos que la están destruyendo e invadiendo, estos argumentos de lo traumático del crucificado, van aparejados al engaño de una falsa psicología que sostiene que hay que evitar a toda costa, en la vida del hombre, todo sufrimiento o, por lo menos, toda evidencia de sufrimiento.
Es lo que lleva a hacer desaparecer rápidamente a los enfermos en las salas encaladas de hospitales, sanatorios y salas de terapias intensivas invisitables; lo que conduce a internar a los ancianos en horribles depósitos de viejos llamados eufemísticamente geriátricos; a suprimir lutos y velorios y hacer del entierro un bello espectáculo de césped bien cortado, flores y pajaritos; a considerar el dolor y la muerte un tema de mal gusto para ser tocado en las reuniones. Más de una vez, después de hablar de la muerte en algún sermón, no ha faltado quien se me ha acercado a decirme, ¡qué tétrico estuvo hoy Padre!, ¿porqué no habla de temas más alegres?
Si seguimos así vamos a estar obligados a tener cuidado en las clases de catecismo, no vaya a ser que algún padre nos demande por traumatizar a sus hijos hablándoles del cielo, del más allá.
Como decía Aliberti el otro día ¡qué es esa cosa macabra de celebrar el día de la muerte de los próceres y no el de su nacimiento! Aliberti no estaba en antecedentes de que este es un residuo fósil, en el mundo laico, de la costumbre cristiana de festejar precisamente el día de la muerte de los mártires, porque casualmente en esa fecha de victoria ellos han definitivamente nacido.
Pero, claro, encerrada la vida en el precario límite del nacer y del morir, todo lo que se refiera a ese pavoroso hecho, si considerado en su pura putrescencia biológica no puede sino ser motivo de espanto.
Pero, se da el caso, que no solo, para el cristianismo, aún la muerte, al ser asumida por Cristo, ha sido derrotada por su Resurrección, sino que inclusive la vida puramente humana no puede desarrollarse sin enfrentar el límite y el dolor.
El psiquiatra norteamericano Scott Peck, afamado autor de "La nueva psicología del amor" y "El mal y la mentira", inicia justamente su primer libro con esta frase: "La vida es dificultosa". Lo cual es una especie de traducción mitigada de la primera de las llamadas "cuatro nobles verdades" del budismo: "La vida es sufrimiento".
Claro que la frase de Buda, así nomás, no tiene razón. Sí la de Scott Peck. Porque la vida tendrá sufrires, pero no se identifica con ellos. La vida de por si tiende a la dicha -Dios nos ha creado para la dicha- y ¿quien dirá que aún en los casos más extremos no se sea capaz de disfrutar instantes de gozos y alegrías? Pero precisamente porque tiende a la dicha, al hacerse consciente de sus límites, el ser humano se enfrenta ineluctablemente con la pena y el dolor. Es la conciencia lo que le hace sufrir. El animal estrictamente no sufre, aunque haya cosas que le duelan.
Y porque es consciente, y la conciencia como tal se abre en deseo a la plenitud del contento y la alegranza ilimitadas, siempre recogerá en sus encuentros con el límite motivos de sufrimiento.
Solo la inconsciencia total o el desencuentro con la realidad podrá librarlo del dolor: la anestesia, la cocaína, la marihuana, el alcohol, la prolongación artificial del autoengaño, el perderse en el placer sexual... todas formas narcisistas de volver al útero materno, al paraíso perdido, a la feliz inconsciencia del estar flotando en posición fetal en el vientre de la madre, en amable unidad con ella y con todo.
Y primer sufrimiento: ¡El terrible desgarrón del nacer, del brutal corte del cordón umbilical! El trauma del nacimiento del cual hablaba Otto Rank, discípulo infiel de Freud. Pero el que no muere a la matriz nunca nace a la vida. Y, luego, el sufrir de los terribles dos años, en donde me doy cuenta que lo que yo quiero a veces no lo quiere mi madre, que soy un individuo distinto, otro, ya no me identifico más como antes ni con mi madre ni con la naturaleza que me rodea ¡nostalgia del sentimiento oceánico primevo, de ser uno con todo! ¡Volver al Edén, al seno materno, a la indiferenciada unidad y al sentimiento de omnipotencia! Pero no: el querubín con su espada flamígera me impide la vuelta a ese Edén: tengo que partir, crecer, hacerme persona, entrar en el desierto, mirar al horizonte, conquistar con el esfuerzo el paraíso... Pero ¡qué de dolores en esa búsqueda, en esa marcha, en ese éxodo hacia la tierra prometida de la madurez, de la adultez, de la personalidad! Oh esa gota de alcohol, ese dosis justa de droga, ese sacudirme de placer, capaz de hacerme volver ficticiamente a la unidad con el todo, con los demás: marearme, flotar otra vez en el líquido amniótico, en la percepción informe de luces y colores y voces apagadas que me llegan de lejos pero amistosas sin destruir el uno...
Pero, al despertar, la amargura de la resaca y la presencia tangible de la espada que blande el qerubín: "la dicha", insiste, "está adelante, no atrás".
Pero la imbécil educación de ciertos círculos nos quieren persuadir de todo lo contrario: goza, goza ahora, y paga después: cómodas cuotas (por supuesto en dólares y quiera Dios que no te agarre el Rodrigazo).
No: bastante yo sufrí cuando era chico: mi hijo no sufrirá: le daré todo lo que quiera, lo que desee; que prolongue su infantil sensación oceánica, de omnipotencia, que no le falte nada, que nunca sienta la sensación de ser menos que los demás, sobre todo de tener menos que los demás, desde los juguetes a los esquís, desde los autos a los viajes, y el guiño cómplice cuando le doy plata para que ni diversiones ni mujeres le falten -que no me vaya a salir acomplejado ni maricón-; y, luego, hasta tengo universidades más o menos truchas, caras, en donde con un mínimo esfuerzo podré comprarle el título y, si no, no importa porque lo pondré al frente de mi campo, de mi empresa...
Y aún cuando no sea de los que pueda dar esas cosas a mis hijos, en el fondo, soy tan necio o necia que me gustaría poder dárselas, y me siento mal porque no puedo.
Y si además ocultas a tu hijo la muerte del abuelo, la enfermedad de la tía, si hacés del dolor y de la muerte una película de tiros, o apenas un espectáculo de televisión, si por no hacer apenar a tu hijo no pones disciplina, normas, y nunca corregís ni escarmentás... como nada en la vida humana se obtiene sin dar algo en cambio, ni se hace verdaderamente mío si no lo consigo con mi esfuerzo, ni se puede saber nada en serio si no invierto en ello al menos tiempo; si -como dicen los psicólogos- no aprendo a postergar la gratificación, jamás podré ser realmente feliz, y tarde o temprano terminaré en el desastre de una vida inhumana, en la cual solo sabré usar a los demás, nunca ceder y por lo tanto jamás realmente amar y disfrutar; y, al aparecer inevitable de cualquier clase de sufrimiento, recibirlo con total asombro, sentimiento de injusticia-¡cómo a mi!- y nula capacidad de enfrentarlo. Y, aún si nunca me aquejaran auténticas penas, lo mismo me alcanzará la neurosis que me hará sufrir patológicamente y sin sentido ni significación. Porque como decía Carl Jung, "La neurosis es siempre un sustituto de genuinos sufrimientos". El que no sufre los obstáculos y esfuerzos reales de la vida y por los cuales vale la pena sufrir; termina sufriendo sin consuelo problemas irreales, neuróticos.
Pero la cosa es más complicada todavía, porque al no querer sufrir tendemos a huir del enfrentar y resolver problemas: evitarlos, ignorarlos, diferir su consideración, tener la esperanza de que desaparezcan solos. Y como no suelen desaparecer solos, el rehusarse a sufrir termina por empujarnos a huir de la realidad, hacia mundos imaginarios, realidades virtuales, universos artificiales, droga o locura, y aún falsas religiosidades o pseudomísticas con esperanzas de milagros o de príncipes azules...
O el gurú que te dice que todo está bien, que en realidad no existe el mal, que te olvidés; o el analista que te justifica o que te exime de culpa echando la culpa a tus padres, o te hace cortar todos tus lazos ilegítimos pero también legítimos para convencerte de que es posible volver a empezar, sin necesidad de sufrir...
Y, así, queriendo evitar el dolor, ignorar la realidad del límite, el sentido de culpa, la necesidad de la lucha, el valor de la disciplina y el esfuerzo, preparamos a los fracasados del futuro, a los incapaces de amar y gozar en serio, a los que comenzaron a edificar y no pudieron terminar, a los que nunca se pusieron a considerar si no convenía mandar una embajada a la realidad para negociar con ella la paz, a los desarmados para enfrentar el inevitable dolor, y lo que es peor, a los que nunca serán capaces de vivir profundamente la felicidad: ni la que es capaz de darnos en abundancia -si sabemos ser hombres y cristianos- este mundo, ni la que quiere darnos Dios, cargando la cruz.
Porque, desde Cristo, ningún sufrimiento puede transformarse para el cristiano en inútil trauma; y la misma cruz, entendida desde el evangelio, es todo lo contrario del monumento al ajusticiado: es el símbolo de la victoria de la vida sobre el morir, es el recuerdo de lo que fué vencido en la Resurrección, es estandarte de victoria, bandera de júbilo pascual.
Si la ceguera de algunos y su dar la espalda no solo a Dios sino, neuróticamente a la misma realidad, ve en la cruz solo el patíbulo torturante y sadomasoquista de una muerte definitiva y criminal, eso es por pura necedad, ignorancia, estupidez; y el quitar de la vista nuestros crucifijos triunfantes, maligna semilla de locura, de fracaso, de final vaciedad.