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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1996. Ciclo A

23º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 18, 15-20
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Si tu hermano peca, ve y corrígelo en privado. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, busca una o dos personas más, para que el asunto se decida por la declaración de dos o tres testigos. Si se niega a hacerles caso, dilo a la comunidad. Y si tampoco quiere escuchar a la comunidad, considéralo como pagano o publicano. Os aseguro que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desatéis en la tierra, quedará desatado en el cielo. También os aseguro que si dos de vosotros os unís en la tierra para pedir algo, mi Padre que está en el cielo os lo concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos»

Sermón

            Es una pena que el pasaje que acabamos de escuchar se lea aislado de su contexto. Si Vds. en sus casas lo releen en sus nuevos testamentos verán que se encuentra ubicado entre la parábola de la oveja perdida y la sentencia sobre la necesidad de perdonar 70 veces siete.

            En realidad lo que hemos leído hoy, no solo lo reporta exclusivamente el evangelio de San Mateo, sino que apenas tiene originalidad respecto a lo que enseñaban los rabinos de la época o de lo que aparece en los documentos de Qumram. Es claro que Jesús, amigo de pecadores y publicanos -como le acusaban sus enemigos- no iba a usar despectivamente esos términos: "considéralo como pagano o publicano".

            Pero es sabido que el evangelio de Mateo refleja las costumbres que imperaban en las comunidades cristianas formadas por judíos y que aún se sentían ligadas al judaísmo. Lo que Mateo describe es lo que, siguiendo el actuar de sus mayores, una vez extinguido el fervor de la primera generación cristiana, habían tenido que comenzar a hacer otra vez esas comunidades o iglesias venidas del judaísmo para corregir la conducta ya relajada de algunos de sus miembros. El evangelista Mateo no desaprueba estos procedimientos jurídicos pero insiste en que se ajusten a los pasos de la prudencia y, en última instancia, recuerda el primado del perdón y la comprensión.

            Aún así, en estas antiguas reglas de las sinagogas, hay algo de permanentemente válido: esas tan olvidadas tres primeras obras de misericordia espiritual que aprendíamos cuando chicos: Dar buen consejo al que lo ha menester; Enseñar al que no sabe; Corregir al que yerra.

            No digamos nada de la obligación que tienen de hacerlo padres, maestros y superiores. Deber que hoy se cumple tan poco. Padres sin autoridad que, porque apenas están en casa ni dialogan con sus hijos, o porque su propia conducta no es capaz de respaldar sus palabras, o incluso porque temen enfrentarse con sus hijos o ser tildados por éstos de anticuados provocando enojosas discusiones, desvían la vista hacia otro lado o, en criminal amiguismo, les guiñan un ojo cómplice o, si sospechan algo, prefieren no tomarse el trabajo de averiguarlo... O, quizá peor, desde chicos apabullándolos a gritos e improperios, no tanto por inconductas, sino porque los molestan a ellos...

            Maestras, que no pueden decir nada a sus alumnos porque los reglamentos permisivos de una pedagogía suicida se lo impide, o porque, cuando lo hacen, todavía tienen que contender con la defensa encendida que los padres hacen del alumno amonestado y, en ciertos casos, hasta de algún avisado defensor de los derechos humanos...

            Obispos que no pueden señalar la inconveniencia de determinadas costumbres o de ciertos espectáculos sin que se les recrimine vocingleramente por todas las ondas y todos los canales interferir con la libertad de expresión o meterse en lo que no les importa...

            Pero ¿que se puede pretender de una sociedad que ha impuesto como norma el relativismo y, en nombre de una falsa democracia sin verdad y sin normas, lo único que custodia son los derechos de los delincuentes, los corruptos, los pervertidos sexuales, los blasfemos y los mentirosos?

            Y allí justamente viene una de las cautelas de nuestro evangelio, hoy, cuando la fama de las personas tan abusivamente se pasea y desnuda frente a los medios. Políticos y periodistas -que son para nuestra desgracia los grandes maestros de la opinión pública- no vacilan en ensuciar a la gente a diestra y siniestra. Sean o no verídicas sus insinuaciones o denuncias, como si necesitáramos de incentivos, nos acostumbran a que es permitido y lícito hablar con ligereza de los demás.

            Es claro que, al fin y al cabo, los que quieren transformarse en personajes públicos, ya conocen las reglas de juego y saben de entrada que están expuestos a estar en boca de todo el mundo y por lo tanto a la calumnia. Es verdad también que los pecados públicos pueden y deben públicamente condenarse. Pero, de ninguna manera, el cristiano debe bajar constantemente a sus conversaciones esas miserias y, mucho menos, acostumbrarse a la crítica de su prójimo, conocidos y familiares.

            Se piensa que, porque se está hablando de cosas ciertas, es lícito hacerlo. No es así. Ciertamente que imputar a otros falsedades o acciones y dichos que no nos constan fehacientemente -lo que se llama "juicio temerario"- es sencillamente calumniar, injusticia gravísima que inferimos a nuestro prójimo y que exige no solo arrepentimiento sino restitución : afirmar delante del mismo público que nos ha escuchado que eso no era cierto. Pero aún manifestar sin justa causa un vicio o defecto oculto verdaderos de otro es difamación o detracción. También ello es indigno de un cristiano y falta grave. Y aún criticar los defectos públicos ajenos es lo que se llama murmuración, acción que deben evitar todo varón o mujer de honor y que es por lo menos falta de caridad.

            Uno de los mejores elogios que alguna vez he escuchado de una persona es: "nunca se le he oído hablar mal de nadie".

            Y es claro que no basta no hablar mal: es suficiente una sonrisita, un silencio, un gesto, un "si, pero" o un "mejor no digo nada"... para derrumbar la fama de alguien. Como también negar o callar sus cosas buenas o alabarlo remisamente cuando merece mucho más.

            Ciertamente que asuntos graves -que no supiéramos dentro del secreto profesional o los sacerdotes por el sigilo sacramental- podríamos revelarlos cuando se juegan intereses mayores: por ejemplo de alguien que sabemos que es deshonesto -no arrepentido, por supuesto- y quiere asociarse en un negocio con un amigo nuestro; o de un casado que quiere contraer en bigamia nuevo matrimonio, o alguien del cual conocemos acciones desdorosas y quisiera entrar en un seminario para hacerse sacerdote...

            Más aún: a veces es imperiosa la denuncia en asuntos que lesionan gravemente el bien común. En ese sentido ciertas falsas solidaridades corporativas o las que son comunes entre condiscípulos, cuando se trata de cuestiones serias, se transforman finalmente en complicidad.

            Como también es necesario, por deber de caridad, poner en conocimiento de los padres o superiores las malas andanzas de sus hijos o súbditos, con el fin de que puedan corregirlos. Y en en esto particularmente se cometen graves omisiones. Suele pasar que son justamente los padres y superiores -mientras todo el mundo lo comenta detrás de ellos- los últimos en enterarse de lo que hacen aquellos, y no siempre por propio descuido: es obvio que el hijo o el dependiente, delante del padre o superior, trata de ocultar sus desaguisados y los perpetra fuera de su vista. Si alguien no se lo cuenta ¿cómo se van a enterar? "El obispo o el párroco o el papá o el director -dicen- no toma medidas", pero ¿alguien fue con espíritu de caridad a contarle lo que estaba pasando?

            De todos modos el evangelio de hoy nos dice que, cuando es posible -no siempre lo es-, y sobre todo si uno nota buena disposición en aquel en quien observa un defecto subsanable, un actuar inconveniente, lo más caritativo es ir personalmente a hablarle. Siempre el tú a tú, con una taza de café o un vaso de vino en el medio, es mejor que la acusación y por supuesto muchísimo mejor que la murmuración, la difamación o la calumnia.

            Aún de uno mismo, ¡cuántas cosas hubiera podido corregir, tanto en lo personal como en la profesión u oficio o ministerio que ejerce, si la gente, en vez de criticarnos por atrás, hubiera venido a decirnos buenamente "no digas esas cosas, no hagas esto, hacé aquello". Dios nos libre de los metidos y los catones y reparones, pero agradezcamos -y recemos por ellos- a los que, porque nos quieren bien, aunque algo nos duela, nos señalan los defectos reparables y vienen, cuando corresponde, a ponernos los puntos sobre las íes.

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