Lectura del santo Evangelio según san Lucas 14, 25-33
En aquel tiempo: Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: «Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no pudo terminar" ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»
Sermón
"Un gran gentío" dice nuestro evangelio, "acompañaba a Jesús". Interesante la elección de las palabras que hace nuestro evangelista. Gentío, ojlos en griego. El término significa la muchedumbre, la masa, la plebe, la turba desorganizada, carente de conducción, de fines ... Contrapuesta a laós , pueblo -de allí, de laós vendrá nuestro término laico- . El pueblo está formado, en cambio, por ciudadanos, miembros de una polis , de una sociedad organizada, no de un abarrotado conjunto anárquico y errante. Muchos pasajes evangélicos juegan con estas palabras y muestran como Jesús transforma al ojlos , a la masa, a la muchedumbre -de la cual tiene profunda compasión-, en pueblo, en personas unidas por vínculos, aunada en fines, sujeta libremente a normas; en el caso de la Iglesia , en pueblo vivificado por el Espíritu de Cristo, unido en la verdad, motivado por la caridad. Es así que el pueblo en el cual quiere transformar Jesús a la muchedumbre, a la 'humanidad masa' dispersa y desorientada, ya no estará formada por 'individuos masa', sino por 'ciudadanos discípulos'.
Ese contraste aparece en nuestro evangelio de hoy. Al comienzo vemos un gran gentío - ojlos - que iba 'junto a Jesús', o 'lo acompañaba' -dicen otras traducciones-. Están simplemente allí, atraídos por la fama del Señor, por su palabra, por su personalidad, quizá por sus milagros. Han oído las promesas de Jesús respecto de las bendiciones y felicidad de su reino, de su fiesta, de su banquete y, errabundos, sin caudillos, sin muchas perspectivas, en esa pobre Palestina en la cual les toca vivir, con dirigentes corruptos y sin muchas esperanzas de nada, las invitaciones de Cristo suscitan en ellos ilusiones, atisbos de confusas expectativas.
Como la gente que se avecina a los santuarios ganados por su renombre, buscando vagamente un milagro, una solución a sus problemas, a sus angustias.
Pero también como las masas de bautizados que practican esporádicamente su catolicismo, y aún como los que viniendo a Misa los domingos se limitan a acompañarlo más o menos de lejos, sin compromiso, sin hacer de su fe el centro de su vida, sin entregarse realmente al Señor, sin integrarse activamente en la iglesia.
A esos que simplemente 'vienen a El', y lo rodean como gentío, hoy se dirige Jesús: quiere transformarlos en discípulos, en pueblo, en hermanos que lo sigan. Una cosa es andar alrededor de Cristo como hacemos casi todos y otra ponerse firmemente detrás de él en un sí integral de nuestra vida.
Y para transformarnos de católicos estadísticos, de simpatizante de lejos, de curiosos, de buscadores de favores en verdaderos discípulos, Jesús de entrada nos enfrenta con sus aparentemente durísimas exigencias.
La traducción que nos ofrece nuestro leccionario argentino en realidad modifica y atenúa el texto original de Lucas que no dice solo " Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos ... y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo... " Lucas es, en su tenor literal, mucho más elocuente, más tajante: " Cualquiera -dice- que venga a mí y no odia a su padre y a su madre, .... y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo ."
El " el que no me ame más " de nuestra versión pastoral suaviza la exigencia y la hace casi fútil, enteramente razonable: todos podemos entender que, si Jesús es quién es, ha de estar, en la escala de valores de nuestra vida, por encima de todos nuestros afectos humanos y, en el caso de entrar en conflicto con ellos, tener la prioridad. Es obvio que si un marido pide a la mujer que se haga cómplice de alguna barbaridad que entre en colisión con principios fundamentales de la dignidad cristiana ésta, por más amor que le tenga no podrá acceder; es evidente que si mi padre me quiere involucrar en alguna maniobra turbia que vaya en contra de la ley de Dios, por más afecto filial que le tenga, no podré transigir; y que si me pide que no haga aquello que en conciencia estoy obligado a hacer como cristiano, debo yo obedecer a Dios antes que a él. Tampoco mi amor paterno pueda hacerme plegar frente a caprichos anticristianos de mis hijos. Estas son cosas que cualquiera puede ver que son comprensibles, y así es claro que todos debemos amar a Dios, a Cristo más que a nada o a nadie en el mundo.
Pero el evangelio de hoy se está refiriendo a algo más profundo que a un mero respeto a una jerarquía de valores o de afectos, nos está llevando al meollo mismo del mensaje cristiano que es el de la dinámica de la pascua. El salto necesario que todo cristiano ha de hacer de lo puramente humano y terreno a lo sobrenatural y trascendente.
Misterio del querer de Dios que, mucho más allá de lo que podemos obtener en esta vida y extraer y hasta exprimir de lo humano, quiere elevarnos a su vivir divino. El cristianismo no es una de las tantas opciones que podamos hacer en esta vida, como la de casarnos o no casarnos, casarnos con éste o con aquél, elegir este club o aquella profesión. El cristianismo apunta a algo que está fuera de las perspectivas humanas y que por ello exige un salto sobre todo lo humano, su renuncia radical, para volverlo asumir más arriba en una transformación total. Ese es el sentido del antipático odiar la propia vida que usa, a falta de expresión más adecuada, Lucas.
Porque Dios quiere darnos mucho más que lo humano; más aún, porque Dios quiere darnos lo propiamente divino y eso nosotros no lo podemos recibir en los límites de nuestro ser finito, de nuestro ser creatural; es decir porque no podemos recibir al Dios infinito en nuestro límite finito, porque lo infinito no cabe en lo finito, es necesario que lo finito para acceder a lo infinito se regale a lo infinito. Dios no puede ser recibido por la creatura; pero sí puede recibirla a ella y, al hacerla suya, divinizarla. Somos incapaces de recibir a Dios, porque en nosotros no cabe. Si por hipótesis absurda la criatura pudiera poseer a Dios, éste dejaría de ser Dios al reducirse al límite de la creatura.
Es por eso que Dios nos pide que nos entreguemos a Él, no porque de ninguna manera nos necesite, sino porque es el único modo que tiene de divinizarnos, de hacernos subir a su nivel, de llevarnos a la vida eterna. Dios para darnos su vida no puede darse a nosotros, tiene que lograr que nosotros nos demos a Él.
Es la mecánica de la Pascua , la mecánica de la ofrenda: Cristo en lo humano de sí se ofrece totalmente a Dios, el Padre lo acepta como suyo y así lo recibe a su derecha, lo eleva a los cielos, lo exalta sobre todos los universos. Es la mecánica de la Misa : nosotros regalamos pan, Dios lo recibe y, al aceptarlo, lo transforma en su misma ser, en la eucaristía, en comunión. El pan se hace vehículo y signo de nuestra propia entrega de amor a Dios y de su vuelta transubstanciada en comunión. Esto es de tal modo que sin el ofertorio de nosotros mismos Dios no puede consagrarnos, no puede transformarnos: la comunión se reduce a un signo vacío, ineficaz. No 'lo recibimos' -como se dice- en la comunión, si antes no nos damos a Él en la oblación de la ofrenda, símbolo de lo que realmente le entregamos de nuestra vida.
Y la cruz, 'tomar la cruz de Jesús y seguirlo', no significa no sé qué tipo de actos masoquistas o dolorosos o desdichados que uno tendría que asumir para ser patéticamente cristiano. La cruz es el gran símbolo de la entrega de amor: del que sin guardarse absolutamente nada para sí, ni siquiera su propia vida, como dice Lucas, se regala todo a Dios. En ese sentido Cristo vivió toda su vida crucificado, porque todo su existir fue un perpetuo regalarse a Dios y a sus hermanos. La cruz no se identifica con el dolor -aunque tantas veces duela a nuestro yo darnos a Dios y a los demás- se identifica fundamentalmente con el amor -que, en todo caso, se prueba supremamente en el dolor y en la muerte por amor-. En realidad, aunque parezca paradójico, aún sus alegrías Cristo las vivió crucificado, no porque no las gozara plenamente, sino porque también ellas las vivía regalándolas en acción de gracias al Padre. Más paradójicamente todavía: aún hoy en la gloria, ya resucitado, Cristo sigue viviendo crucificado, hecho permanente ofrenda de amor a Dios y por eso participando de su vida. 'Haz de nosotros ofrenda permanente' , dice hermosamente una oración de nuestra liturgia.
Porque también el cristiano, el discípulo de Cristo, ya sea religioso o laico, cura o seglar, todos igualmente discípulos de Cristo, han de concebir su vida como algo que no les pertenece, o mejor que perteneciéndoles la viven regalándola a Dios.
Todo lo que me guardo para mí y no ofrezco a Dios, todo ello muere conmigo: para preservarlo para la vida eterna debo poseerlo como ofrendándolo. Si lo conservo en mi pequeño y centrípeto amor humano lo condeno a perecer, como perece todo lo humano no abierto a Dios. Solo lo que de mi regalo a Dios resucitará.
Ser cristiano, pues, no es simplemente andar alrededor de Jesús oyendo más o menos sus consejos, esperando más o menos su protección, solicitándole de vez en cuando sus favores. Si nuestra fe quedara en eso, sería todavía imperfecta, infantil, la de aquellos que rodean a Jesús, que van a él, pero que todavía no lo siguen, aún no son sus discípulos. Si queremos ser realmente de los que le siguen, cristianos en serio, somos nosotros quienes tenemos que ponernos con todos nuestros bienes, con todos nuestros talentos, con todo lo y los que queremos, con toda nuestra vida, a su servicio, regalados, ofrendados a él.
Que distinta sería nuestra actitud frente a la vida, frente a todas nuestras obligaciones, tanto en el disfrute de nuestras alegrías como en nuestra actitud frente a las dificultades y dolores, si viviendo en nuestra condición de ofrenda, nos hiciéramos carne en la convicción de que ya no nos pertenecemos, que somos de Dios, posesión de Dios, porción privilegiada de sus bienes, hombres y mujeres aceptados en el círculo de lo suyo y de los suyos. No soy mío, de Gustavo Podestá, soy de Dios, de Cristo Jesús, y así tengo que respetarme y gobernarme y hacerme instrumento del amor de Dios a los demás.
Qué otra actitud y aún ¡qué otra confianza frente a la vida! Eso que decía Santa Teresa a sus carmelitas cuando amenazaban dificultades económicas o problemas de orden temporal. "¿Porqué se preocupan?, nosotras nos hemos entregado a Dios y nos ocupamos de las cosas de Dios, Dios pues cuidará de lo suyo. Ocupémonos de las cosas de Dios, el se ocupará de las nuestras ".
Ese es el sentido de la renuncia a todo que nos pide Cristo. La renuncia que se hace don de sí en el amor y que, aceptada por el Padre en Jesús, nos transforma de muchedumbre en discípulos, y se hace comunión de vida divina y de eternidad.