2003. Ciclo B
24º Domingo durante el año
LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ
Jn 3,13-17
(GEP 14/09/03)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 3, 13-17
Jesús dijo a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él»
Sermón
La suerte de Persia, la actual Irán -que tanto está dando que hablar en estos tiempos-, es una de las más trágicas de la historia. Una de esas civilizaciones que uno se lamenta que no hayan prosperado y no se haya convertido totalmente, cuando estuvo a punto, al cristianismo. Ciertamente la historia mundial hubiera sido bien distinta si la Persia histórica hubiera tenido éxito y no hubiera caído trágicamente en manos del Islam.
Es sabido que el poderío persa, pueblo de origen indoeuropeo, comienza en el siglo VI antes de Cristo con la dinastía aqueménida, surgida al suroeste de Irán y transformada en un vasto imperio gracias las conquistas de Ciro II, el Grande, aquel que, después de vencer en Sardes al rey de Lidia, Creso -proverbial por sus enormes riquezas-, se apoderó de toda Asia Menor y, adueñándose de la Mesopotamia tomó Babilonia en el 539 antes de Cristo. Este Ciro, proclamado como el ‘Ungido' de Dios por el profeta Isaías (Is 45, 1-13), fue el que permitió a los israelitas exiliados regresar a Jerusalén. Desde entonces, y hasta la llegada de los griegos, la influencia persa será omnipresente en Tierra Santa. Hay que pensar que gran parte del Antiguo Testamento se escribe bajo su dominio y, por lo tanto, recibiendo su influjo.
Sucesivamente grandes soberanos - Cambises II, Darío, Jerjes - extenderán su territorio desde la frontera de la India, hasta Egipto y Libia y, por el Mediterráneo, hasta la barrera que le imponen atenienses y espartanos en Platea, Salamina y Maratón .
Es el tiempo en que se desarrolla el mazdeísmo de Zaratustra (o Zoroastro), cuyos sacerdotes son llamados ‘magos' y están en el origen de la legendaria visita de nuestros magos a Belén.
Persia fue la que impuso como lengua franca de su enorme imperio, no su idioma indoeuropeo original, sino el más extendido en su época: el arameo. A ellos debemos, pues, el lenguaje principal con el cual se expresó corrientemente Jesús.
Su fortuna cambió de golpe cuando el contraataque de Alejandro Magno, con sus invencibles falanges y caballería macedónica, entre los años 334 y 331 AC. Con sus victorias de Gránico, Isos y Gaugamela, Alejandro se apoderó del imperio. Hay que recordar que las conquistas del gran macedonio no fueron especialmente sangrientas. Solo se enfrentaban ejércitos profesionales de guerreros. La mayoría de la población civil y sus costumbres era totalmente respetada. Sus oficiales y soldados, pacificada la región, fundando colonias, se casaron voluntariamente con gente del lugar. Como se sabe, lo que verdaderamente conquistó a esos pueblos fue la superioridad enorme de la cultura griega, que adoptaban entusiastamente, amalgamándola con la propia.
Muerto Alejandro en Babilonia en el 323, después de unas cuantas pujas, su inmenso imperio quedó dividido entre los llamados ‘diadocos', ‘sucesores'. Tras el 301, cuatro: Seleuco, Casandro, Lisímaco y Tolomeo. Así como Tolomeo se quedará con Egipto y será el fundador de una larga dinastía, Seleuco se queda con el Imperio Persa y su dinastía será la de los seléucidas . Aunque, luego, se separarán los partos al norte y los griegos de Bactriana al sureste, el idioma y la civilización griega echaron cada vez más hondas raíces en los persas, incluso mejorando la metalurgia, el ganado y la agricultura.
Con el tiempo, los partos, al norte, fueron adquiriendo cada vez más poder hasta que, a su vez, bajo el mando de Mitrídates, a fines del siglo II AC, conquistaron gran parte del antiguo imperio persa, fundando frente a la antigua Seleucia de los seléucidas, a orillas del Tigris, la que será la nueva capital, Ctesifonte. Una de sus dos lenguas oficiales era el griego y reunían en su cultura elementos de notable influencia helenística. De hecho, pues, pertenecían al mundo de Occidente. Desde entonces, poderosos, fueron durante cinco siglos, el límite que hacia Oriente se impuso siempre a los romanos. En esta cultura fortísimamente influida por lo griego la predicación cristiana prendió fuertemente.
Lamentablemente, hacia el 224 se produce, una fuerte reacción nacionalista y antigriega, que lleva al poder persa a la dinastía de los sasánidas . Los sasánidas se convertirán en los implacables adversarios de los romanos y, desgraciadamente, habiendo reciclado como bandera nacional, la religión de Zoroastro, herejía maniquea fomentada por los judíos, fue hostil a los cristianos quienes, a pesar de esto, logran, poco a poco, extenderse por el Irán y finalmente hacerse admitir y respetar.
Las luchas entre romanos y sasánidas fueron largas y extenuantes, y desangraron de hombres de guerra a ambos pueblos. Eso, a la larga, resultará fatal porque debilitará a ambos imperios frente al Islam, que aparecerá de repente en el siglo VII.
Es ya contra los Bizantinos –dividido el imperio romano en el de Oriente y Occidente y desaparecido el último- que surge el más grande de los reyes sasánidas, Cosroes II, activo hasta el 628. Durante su reinado, imparables, mientras Bizancio está en decadencia, -desgarrada por luchas intestinas y tratando de protegerse de los visigodos, los ávaros, los gépidos y los hérulos por el norte, y los vándalos por el oeste y desde África- los persas logran llegar hasta Egipto por el mediodía, y por el septentrión, avanzar hasta los mismos muros de Bizancio, Constantinopla.
Es en esa irresistible acometida persa que cae Jerusalén en el 614. La Ciudad Santa fue saqueada; sus santuarios arrasados. Mientras los judíos hacían causa común con los invasores persas, los cristianos perecían al filo de la espada. Jamás, después de la entrada de Tito en el año 70, había corrido tanta sangre.
La Santa Cruz venerada en la iglesia del Santo Sepulcro, construida por Constantino y su madre Elena, fue arrebatada y conducida a Ctesifonte. También, como hemos dicho, los persas entran en Egipto, para entonces ya totalmente cristiano. Su Patriarca, en Alejandría, gozaba de tanto prestigio como el de Roma o Constantinopla. En el 618 caía, precisamente, en manos de Cosroes, Alejandría, emporio de la ciencia cristiana y de altas escuelas teológicas. Todo el delta fue devastado y sus iglesias y monasterios destruidos. Por suerte, todavía y hasta la llegada feroz de los musulmanes, la famosa Biblioteca, enriquecida con obras cristianas, fue respetada. Pero el Egipto cristiano quedó, bélicamente, debilitado irremediablemente.
Es entonces cuando un hombre excepcional, Heraclio, ocupa el trono de Bizancio. Inmediatamente, alentado por el patriarca de Constantinopla, Sergio -que además le cedió todo el dinero de la Iglesia para comprar armas y reclutar soldados- emprende la que será una de las primeras antecesoras de las Cruzadas. Había no solo que rescatar los santos lugares sino la reliquia de la Cruz. En las banderas de sus legiones ondeaban los nombres e imágenes de Cristo y de la Virgen.
En una primera campaña liberó el Asia Menor, obligando a Cosroes a retirarse hacia Siria. Pero tuvo que volver para atrás porque los ávaros y los búlgaros devastaban los países balcánicos. Los derrota y los obliga a establecerse como vasallos en Croacia y Servia; marcando así el nacimiento de estas dignísimas naciones.
Ahora sí, Heraclio vuelve sus ejércitos hacia el corazón de Persia y sobre la antigua Nínive, la actual Mosul, en el 627, obtiene la más completa victoria. Una revolución voltea al derrotado Cosroes y su hijo y sucesor, Sheroé, firma en el 628 la paz con Roma y declara la libertad religiosa. Pero la alianza, como veremos, llegó demasiado tarde y con los dos imperios exangües.
La vuelta a Constantinopla de Heraclio y su entrada fue uno de los más grandiosos triunfos que registra la historia. El emperador fue recibido solemnemente en la basílica de Santa Sofía por el patriarca Sergio. Un año después, se dirigió con la emperatriz Martina a Jerusalén, donde restituyó, con los debidos honores, la Santa Cruz, que había sido rescatada en su cofre de plata.
De acuerdo a una leyenda, al llegar a Jerusalén, para ingresar en ella, Heraclio quiso cargar la Cruz. Pero tan pronto pretendió trasponer los muros de Agripa por la puerta de Damasco quedó como paralizado, incapaz de dar un paso. El patriarca de Jerusalén, Zacarías, que iba a su lado, le indicó que todo aquel esplendor imperial no iba de acuerdo con la figura del Cristo que había llevado la Cruz. Entonces el emperador se despojó de su manto de púrpura, se quitó la corona y, con simples vestiduras, descalzo, pudo llevar la Cruz hasta el Santo sepulcro.
Fue el 14 de Septiembre del 629, fecha que coincidía con la de la ya antigua fiesta de la dedicación de la basílica constantiniana realizada el 13 de Septiembre del 335, en cuyos aniversarios, la Cruz hallada por Santa Elena, era mostrada, ‘exaltada', al pueblo en solemnidad impar. En el siglo VII, y a raíz de su restitución por Heraclio, la fiesta de la Exaltación de la Cruz fue declarada en Roma celebración universal y, desde entonces, se festeja en todo oriente y occidente. Es lo que estamos haciendo hoy.
Pero, ¡ay!, digamos que, en su tenor original, fue un festejo que duró poco. Apenas diez años después, en el 638, Jerusalén es nuevamente tomada a sangre y fuego por los musulmanes.
Y la historia termina muy mal. Debilitada por las luchas contra el imperio Bizantino, Persia cae en manos del Islam en el 651. En el 642 ya había capitulado Alejandría, en Egipto, e incendiada su biblioteca. África, agotada por la lucha contra los vándalos perece también, después de esfuerzos heroicos, en el 698. El próspero, hasta entonces, norte de África deja de ser cristiano y cae en la irremediable decadencia que dura hasta nuestros días, salvo el breve interregno colonial. Tres años después los árabes mahometanos -y los moros bereberes convertidos a la fuerza- se lanzarán a la conquista de Europa a través de España. Recién serán detenidos por Carlos Martel en Poitiers en el 732. Todo lo conquistado por el Islam y luego no reconquistado irá poco a poco perdiendo su antiguo esplendor y salvo los restos de las culturas que subsistieron, el Corán no trajo sino barbarie, atraso y esclavitud. Bien otra cosa hubiera sucedido de estar los persas, los bizantinos y los vándalos -ya en proceso de conversión- con sus fuerzas intactas.
La Cruz, pues, fue tomada y profanada por los musulmanes. Sufrió, luego, varias vicisitudes. Fue restituida a su basílica del Santo Sepulcro durante el reino Cruzado de Jerusalén. La última noticia que tenemos de ella es en la desgraciada batalla de Hattin, cerca de Tiberíades, donde, a pesar de que los ejércitos cristianos la llevaban como estandarte de victoria, Saladino los vence el fatídico 3 de julio de 1187, terminando así con un siglo de recuperado dominio cristiano en Jerusalén. Sabemos que, pocos meses después, uno de los jeques de Saladino, Lobo Azul, entra en Damasco, arrastrando la Cruz atada a la cola de su caballo.
Hoy solo quedan tres pequeños fragmentos de ella, salvados antes de todo esto, en la Basílica Santa Croce in Jerusalemme de Roma, junto con parte del título –INRI-, uno de los clavos y el travesaño de la Cruz del buen ladrón. También hay infinidad de pequeñas astillas distribuidas por todo el mundo, ya que durante el medioevo, fue costumbre de los obispos el que sus anillos pastorales llevaran todos un minúsculo fragmento.
La Cruz ha desaparecido, pero ella continúa signando el destino de los cristianos. De hecho en todas estas matanzas hubo multitud de héroes y de mártires. Dios, al parecer, maneja la historia sobre todo para ellos, y para los santos no conocidos que todas estas situaciones suscitan. Quizá sea por ello que la historia del cristianismo -que, por su propia dinámica, tiende al esplendor y a la promoción de lo mejor de lo humano, de la ciencia, del arte, de la literatura y de las virtudes viriles-, de vez en cuando, como nos está sucediendo ahora, deba despojarse, como Heraclio, de sus galas, para purificarse y llevar como corresponde la Cruz del Señor. Purificarse del demasiado instalarse en el mundo de los cristianos y, también, de todos aquellos cristianos que no llevan dignamente ese nombre. Mejor afuera, que adentro de la Iglesia.
Es verdad que la victoria y el triunfo son siempre de Cristo, pero no siempre en las formas que a nosotros nos gustaría. El verdadero cristiano no está hecho para la vida mediocre, para el cumplimiento a medias, para el reconocimiento de un Cristo que haga llanas todas las cosas y nunca nos mande al frente, ni nos exija esfuerzos. El cristiano no está hecho para marchar con las mayorías, para vivir siempre en cristiandades reconocidas, en naciones católicas, para vestirse demasiado tiempo de oropeles y de triunfo, sino para el desgarrado uniforme de combate, para los actos heroicos, para a veces las oscuras trincheras de todos los días, las opciones recias, los amores grandes, los caminares hazañosos.
Nos tocan épocas difíciles, en las cuales, detrás de aparentes facilidades y de libertades que no son tales, no solo hemos de enfrentar enemigos directos de nuestra fe, sino infiltraciones, deformaciones e insidias a nuestras convicciones, tentaciones sin número, solapadas y sonrientes persecuciones y marginaciones, costumbres infames que se venden como conquistas, perfidias de políticos, mentiras y cizaña de periodistas, escuelas en manos de ideólogos y de ignorantes, sonrisas cómplices que seducen y ablandan, y aún católicos y eclesiásticos confundidos y descaminados, ‘idiotas útiles' –como se decía en un tiempo- compinches de ideas y formas de ser anticristianas.
Sí, épocas de héroes y de mártires, aunque ese heroísmo o martirio no termine necesaria y gloriosamente en sangre y haya que arrastrarlo todos los días, en el cumplimiento de nuestras tareas, de nuestros deberes tantas veces impagos, en la fidelidad a nuestro código de honor cristiano, en la multiforme cara de la Cruz, mezcla de penas y alegrías, con la mirada puesta hacia Aquel que, levantado en alto, a todos los que creen en Él, concede la Vida Eterna.