Lectura del santo Evangelio según san Mateo 18, 21-35
En aquel tiempo: Se adelantó Pedro y dijo a Jesús: "Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?" Jesús le respondió: « No sólo siete veces, sino setenta veces siete. Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: "Señor, dame un plazo y te pagaré todo". El rey se compadeció, lo dejó ir y además, le perdonó la deuda. Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: "Págame lo que me debes" El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: "Dame un plazo y te pagaré la deuda". Pero él no quiso, sino que lo hizo encarcelar hasta que pagara lo que debía. Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Éste lo mandó llamar y le dijo: "¡Malvado! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti?" E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Lo mismo hará también mi Padre celestial con vosotros, si no perdonáis de corazón a vuestros hermanos».
Sermón
La pregunta que hace Pedro a Jesús se inscribe en el tipo de cuestiones que los alumnos de las escuelas rabínicas de Israel hacían a sus maestros. Y, al respecto, que el perdón era algo que correspondía a un verdadero israelita -y no el rencor, la venganza, el agravio, el enojo mantenido a pesar del arrepentimiento del ofensor- estaba claro entre ellos, tal como lo hemos leído en la primera lectura el libro del Eclesiástico, obra que se remonta al siglo II AC y circulaba bastante en Palestina. Pero la cuestión debatida en las escuelas no concernía a la bondad del perdón cuando alguien arrepentido pedía disculpas sino de la oportunidad o no de concederlo demasiadas veces, ya que ello no solo -se pensaba- animaría al ofensor a repetir la ofensa, sino que la reiteración de una ofensa premeditada palpablemente demostraba que los pedidos anteriores de perdón no habían sido genuinos ni sinceros. Otra cosa, por supuesto, eran las torpezas cometidas sin premeditación. De tal manera que los rabinos de la época de Jesús limitaban el número de veces en que debía concederse el perdón a ofensas premeditadas de las cuales se solicitaba indulgencia, a tres. Seguir perdonando más, era dejarse tomarse el pelo.
Vean que, en realidad, de alguna manera algo de esto se utiliza en la praxis del confesionario, lugar por excelencia donde funciona el perdón de Dios, modelo de todo perdón. El sacerdote no puede dar la absolución así nomás. Por ejemplo: no le podría dar la absolución a uno que no pide perdón o estuviera cómodamente instalado en su ofensa o su pecado y, menos, burlándose de Dios y de la Iglesia.
Pero aún el que viene a pedir que se lo absuelva debe reunir una serie de condiciones para poder ser perdonado. No solo tiene que estar sinceramente arrepentido de su falta sino que, cuando cabe, debe prometer restituir o reparar el daño causado y, ciertamente, enmendarse y tener el propósito resuelto de no volver a pecar, y, además, cumplir la penitencia. Si no se dan todos estos requisitos el sacerdote ha de negarle la absolución, no porque él sea quien la niegue, sino porque le es imposible hacerlo, ya que aunque pronunciara la fórmula ritual -"Yo te absuelvo de tus pecados"- esta rebotaría en el que se confiesa sin dichas disposiciones. Sería una falsa absolución. Un imposible e inválido perdón.
De todos modos -aunque no siempre fue así en la historia de la Iglesia que, en los primeros siglos, limitaba la posibilidad de confesarse, después del bautismo, a una sola vez- tantas veces cuantas uno, manifestando las disposiciones debidas, se acerque al confesionario y pida perdón por sus pecados, el sacerdote ha de darle la absolución, por más que sospeche que las disposiciones sean insuficientes. Pero eso no lo puede juzgar el confesor, que debe aceptar lo que el penitente le dice. Allí el único acusador y excusador es el que se confiesa. Él se arreglará frente a Dios si saca al sacerdote una absolución que es inválida por carencia de disposiciones suficientes.
Pero sí hay casos claros en los cuales el confesor, a pesar de los 'setenta veces siete', podría negar la absolución. Por ejemplo cuando el que se confiesa pide la absolución pero se niega a abandonar una situación objetivamente pecaminosa, o irregular, o de ocasión próxima de pecado, o, peor, si discute sobre la condena moral de la Iglesia respecto a lo que está haciendo y no lo considera pecado. Con toda caridad el confesor debe decirle que le es imposible absolverlo y que, aunque lo hiciera con la palabra y el gesto, esa absolución no le llegaría; si se la diera lo estaría engañando.
Tampoco debería dar fácilmente la absolución al pecador que manifestara de alguna manera que no es la primera vez que comete el pecado y que ya lo ha confesado varias veces. En moral se llama a este tipo de penitentes "recidivos". Los médicos conocen esta expresión. Una 'recidiva' es la repetición de una enfermedad algún tiempo después de terminada la convalecencia. Una persona que una y otra vez se confiesa de lo mismo -pecados mortales, se entiende, no defectos, no veniales, no los carentes de deliberación, de plena libertad, como cuando se trata de transgresiones que derivan de compulsiones, pasiones indominables o debilidades invencibles- cuando es una falta grave que una y otra vez se repite, sobre todo en perjuicio de terceros, es obvio que el penitente no parece dar signos de tener un auténtico propósito de enmienda. Allí podrían tener razón los desconfiados rabinos y habría que negar la absolución, es decir declarar al penitente que sería inválido dársela.
Aún así, aunque el confesor pudiera dudar de la autenticidad del arrepentimiento del que se confiesa, si éste insiste en declararse realmente arrepentido y dispuesto a la enmienda no puede negarle la absolución. El falso arrepentido ajustará sus cuentas con Dios y su conciencia, porque el confesor tiene que aceptar lo que el penitente le manifiesta.
Y en lo que respecta al propósito de enmienda, aclaremos, de todos modos, que de eso se trata. Nunca se pide estrictamente la promesa lisa y llana de que tal pecado no se cometerá más. Eso no lo puede prometer ni el Papa ni nadie hasta que no estemos en el cielo. Lo que se pide no es la promesa de que no se cometerá tal pecado, sino la promesa de que se hará todo lo posible por evitar tal pecado, y sus ocasiones. Una cosa es la 'promesa' de enmienda, otra el leal 'propósito' de enmienda.
Con todas estas condiciones salvas ya sabemos que podemos recurrir a la misericordia de Dios tantas veces sea necesario. 'Setenta veces siete' que, en el lenguaje hebreo, quiere decir 'indefinidamente'. Hay quienes se escandalizan de que sea tan fácil, en el confesionario, recibir la absolución. Y es que, por una parte, el sacerdote no puede meterse en la conciencia del penitente ni sus intenciones y debe aceptarle lo que éste le manifieste respecto de su verdadero arrepentimiento o no; y, por otra, es verdad que, si hay verdadero arrepentimiento, aunque después se falle en la enmienda, la misericordia de Dios es infinita y siempre perdonará. El hijo pródigo que regresa será invariablemente recibido por su Padre.
Estos criterios son los que análogamente deben regular nuestras relaciones con los demás y aclarar ciertos conceptos. Cuando se dice, por ejemplo que 'todo hay que perdonar' (y no hablamos de los roces, rencillas, pequeños choques de la convivencia fraterna y familiar de todos los días, sino de las ofensas graves) ¿qué significa perdonar, cuando no se nos pide perdón? En realidad es imposible. Distinto es no 'estar dispuesto' a perdonar, guardar rencor, intentar vengarse, no ser magnánimo, estar pensando, envenenándose el alma, todo el tiempo en la ofensa, odiar al adversario. Un verdadero caballero cristiano jamás odiaba -ni odia, si todavía existen caballeros- a sus adversarios. Como tampoco ha de hacerlo un soldado. Sobre todo si debe enfrentarse con otros caballeros u otros verdaderos soldados. Cuando San Bernardo predica las cruzadas y traza la norma de vida de los Templarios, señala que, aún en medio de la lucha más cruel, y aún matando, el monje guerrero ha de amar a su enemigo. No el odio sino el amor debe guiar el uso de su espada.
Como así también la justicia. El juez que condena a una pena -aún de muerte- no debe odiar a quien castiga, porque si no no sería un buen juez. Ha de castigar amando y amar castigando. Porque el castigo es para corregir, para precaver, para reparar, para enmendar, para proteger al inocente. Amor al bien común, ciertamente, pero también, amor al delincuente. A quién, aún cuando se lo condene a morir, se lo ha de hacer permitiéndole morir con dignidad y, en lugares cristianos, con el auxilio de un sacerdote. Pero precisamente lo ha de amar cualquiera sea la pena, castigando, y así lo incita a la enmienda, a la restitución, a la reparación, a la búsqueda del perdón.
Fíjense que incluso en el fuero del sacramento de la penitencia, aún cuando se conceda el perdón nunca se remite la 'penitencia', aunque más no sea simbólica, como en nuestros tiempos. En ciertas épocas fueron penitencias graves y largas que podían durar toda la vida. Aunque las llamadas indulgencias luego relajaron mucho esa praxis, en la constatación cada vez más clara de la extrema misericordia de Dios. Pero, lo mismo, quede claro que perdonar no siempre significa condonar la pena. Y mucho menos cuando se trata no de asuntos personales sino del orden y justicia en la familia y la sociedad.
En fin, yo puedo perdonar a un socio que me ha estafado y auténticamente me pide perdón, quiere enmendarse y restituir lo que me ha robado, pero, si volviera a hacerlo otra vez, y otra, el perdón que me pidiera, por más auténtico que fuera, ¿significaría restituirle la confianza y ponerlo otra vez a cargo de mis bienes? ¿Eso no sería más bien imprudencia y estupidez? El marido o la mujer que engañan a su consorte, si piden perdón, lo o la perdonaré, sí y, aunque me haya producido una herida que jamás dejará de sangrar, trataré de ahogarla en oculto llanto y no reprocharle nunca más; intentaré, también, devolverle toda mi fe, pero ¿quién manejará mis sentimientos si no es el pasar de mucho tiempo? Y si vuelve a ser infiel una y otra vez ¿será posible en materia tan grave elevarse a la calidad y cantidad del perdón de Dios? O mejor: ¿qué significaría allí perdón? Y, si se ha ido, y, luego, pide perdón y quiere volver, y lo hace una y otra vez, perdonar ¿significará siempre dejarlo que regrese a mi? ¿'Setenta veces siete' no sería ya complicidad? si no es puro martirio por el bien de los hijos. ¿A qué nivel y en qué ámbitos y de qué manera Jesús nos está diciendo 'setenta veces siete'. Y ¿qué significa perdonar no a aquel que a mí me ofende -como pregunta Pedro- sino al que daña a mi patria, a mi familia, a mis hijos, a mi Iglesia. o, no a mi corazón, sino a mi honor, a mis convicciones, al uniforme que llevo, a la bandera que enarbolo, y tanto más cuando no piden perdón . O ¿cómo perdonar al que no pide perdón por él, sino al que pide perdón por supuestos pecados de los demás, a lo mejor muertos, a lo mejor que jamás pedirían perdón por cosas de las cuales no tenían porqué pedir perdón y más bien enorgullecerse?
En fin: siempre la paradoja evangélica, como cuando poner la otra mejilla, sublime heroísmo, se transforma en cobardía cuando la otra mejilla es la de un ser querido, o la de alguien que no puede defenderse, o la de la noble insignia que llevo, o la de la imagen que venero o la del sacramento santo en el cual creo.
De todos modos cuando Jesús, del problema casuístico y rabínico que le presenta Pedro de cuántas veces es prudente y bueno perdonar, responde con el número humanamente absurdo del 'sin número', del 'innúmero', del 'setenta veces siete', del 'siempre', lo que hace es pasar del nivel de las relaciones humanas que han de guiarse por la justicia y la prudencia, a ejemplificarnos lo que significa el amor y la misericordia de Dios. Más que una enseñanza de moral, es una enseñanza teológica. La de la gratuidad del amor de Dios, la de su paciencia, la de su búsqueda incansable del bien de sus elegidos.
La formidable deuda del servidor al rey. Allí otra vez Jesús recurre a números grotescos: 10.000 talentos. Como, por ejemplo, si se hablara de que uno cualquiera de nosotros debiera a alguien el monto total de la deuda pública argentina. Imposible pagar. El servidor del evangelio ya empieza a mostrarse en su torpe soberbia cuando le dice al rey, 'dame plazo y te pagaré todo'.
El típico fariseo: el que cree que el amor divino, la amistad de Dios, el don de su hijo amado Jesucristo, se paga y compra con nuestras obras, con una moneda que lleve nuestro propio cuño, con un cheque o tarjeta que pueda salir de nuestra billetera.
¿Se dan cuenta de que no solo cuando pecamos y se nos devuelve la gracia se nos 'per-dona' de balde, gratis, mucho más allá de nuestro arrepentimiento o de nuestros méritos o de nuestras promesas de enmienda o nuestras señales de reparación y penitencia que de por sí nada pueden obtener? ¡Se nos perdona siempre!, aunque nunca hayamos pecado, porque la gracia es sobre todo eso per-dón. (En el sentido etimológico del término castellano en donde el término 'per' significa super: decir perdón es hablar de super-don, como en inglés for give es dar, give, más allá de lo debido, de lo justo.)
Es imposible hacer intervenir la justicia en nuestras relaciones con Dios. Porque todo lo que nos da nos es indebido, no nos corresponde, es gratuito, perdonado: desde nuestro ser que, antes de ser creado no existía y, por lo tanto, nada podía exigir (¿como va a pedir la nada nada?) hasta la gracia que nos hace hijos de Dios, que está 'super' más allá, 'super'donada, 'per'donada, sobre toda exigencia, merecimiento, obras y deseos de lo puramente humano.
Es desde esa óptica de donde hay que visualizar la parábola de hoy y los 'setenta veces siete'. Y, en el sentimiento de la maravilla de la gracia y de la opulenta misericordia divina, redimensionar los denarios, los centavos de deudas de nuestros deudores, crear en nosotros un corazón magnánimo como el de Jesús y, como programa, recitar vibrantes el Padre Nuestro. Sí: Padre, porque quisiste, regalándonos, per-donándonos, hacernos Tus hijos, así también nosotros queremos perdonar a nuestros deudores.