No hace muchos años, cuando yo era estudiante de teología, recuerdo la profunda impresión que me causó la visita al Seminario de un ex jerarca del partido comunista brasileño, que se había convertido al catolicismo y, renunciando a todo, se dedicaba a reencontrase con Dios peregrinando a pie por América y hablando gozoso a todo aquel que quisiera escucharle de las maravillas de su nuevo Señor. Me han dicho que actualmente se encuentra conviviendo con una tribu de aborígenes en el Mato Grosso enseñándoles a ser cristianos.
Estando en Buenos Aires, algún diario le dedicó dos o tres líneas perdidas de cuarta página, entre columnas de nuevas policiales, deportivas y cinematográficas. Pasó inadvertido.
¿Qué pueden importarle a un periodista los milagros interiores y escondidos de la gracia? Además, todos sabemos que la parte más importante de la vida de los hombres, la de adentro, es inepta para constituirse en noticia periodística.
De todos modos la conversión del comunista brasileño no era sino otro ordinario caso de una oveja y moneda perdidas, y un pastor y un ama de casa agitados por encontrarlas. Felices de recuperarlas.
Nos hemos ya acostumbrado a oír estas alegorías y ya no nos sorprenden. Pero consideren Vds. un poco cómo Cristo nos favorece en los papeles. El pecador no aparece –como realmente es, si lo es en serio- el hombre perverso, pertinaz, rebelde, altivo, que escupe al rostro de su Dios y le hace un corte de manga dándole la espalda. Tampoco como el que, si quisiera volver a Él debiera venir mendigando perdón, como un pordiosero, temeroso de su culpa, cubierto de vergüenza, pidiendo clemencia de rodillas, mostrando la humillación de sus llagas. Y tampoco es presentado Dios como el juez o el soberano que concede, desde su alto trono, la indulgencia. Como el que hace un favor; alarga una gracia; confiere una merced; entrega una limosna.
Con una delicadeza que enternece, Cristo –en lugar de denostar sus culpas y enrostrar la fealdad de la falta- pinta al pecador como una pobre oveja perdida, una valiosa moneda. ¡Qué hasta parece que la culpa del extravío la tiene el pastor o la mujer de casa!
Y los papeles se trastocan: aquel que debiera asumir el rol de mendigo se transforma en donante; y Dios toma, en el libreto, el personaje del menesteroso que pordiosea la vuelta del pecador.
Absurdamente Dios es el mendigo de nuestras almas. El que goza con la vuelta de la oveja. El que se enriquece con la moneda recuperada.
¡Yo, pecador miserable: blanca oveja perdida, moneda extraviada! Vos, Señor: mendigo; vos: buscándome.
¡Qué tentación cuando leemos esta parábola –nosotros, tan buenos que venimos a Misa todos los domingos- de creernos parte de las noventa y nueve ovejas restantes! La oveja perdida es el tarambana de mi sobrino o de mi cuñado, la actricita multicasada y pluridivorciada, el borrachín de Zutano, el tupamaro y el masón, el cura casado y la monja progresista, la vecinita de los mil novios, aquel mi amigo que perdió la fe. ¡Ah, en cambio, mi corral tranquilo y mis noventa y ocho balantes y lanudos compañeros!
Pero se da el caso que no han existido, ni existirán jamás en esta tierra, las noventa y nueve ovejas. En más o en menos somos todos la oveja perdida que Jesús está buscando por los caminos polvorientos de Judea. Todos somos, en más o en menos, pecadores, todos necesitamos volver a Él constantemente y ser transportados sobre sus hombros agobiados.
Porque las grandes conversiones –del no creer al creer; o de ser un gran pecador a la santidad- como la de un San Pablo, un San Agustín, un Paul Claudel, o Newman o Carlos de Foucauld, no son sino casos notables y patentes de lo que todos los días debiéramos realizar en nuestra vida, en nuestras actitudes frente al mundo y los demás, mientras peregrinamos en esta tierra. Un constante apuntar mejor hacia Dios; un continuo rechazar lo que no es Dios; el becerro de oro, lo que es pecado, lo que es inferior, lo que es mediocridad. Convertirnos.
Todos hemos tenido –viejos y jóvenes, mujeres y hombres- en algún momento de la vida, un impulso apremiante de conversión, un deseo imperioso de una vida mejor, más varonil, más fuerte, más santa, más en serio.
Algunos aprovecharon la ocasión y trataron de ser mejores. En otros, la cobardía, o la dejadez, o la pereza, o los negocios y el ruido del mundo, acallaron el llamado, taponaron los oídos, y les hicieron continuar en su vida desleída de cristianos de Misa y nombre.
De los que trataron de ser mejores, muchos pronto se cansaron, o la rutina los sumergió en la vulgaridad, o las dificultades de la vida terminaron por hacerlos tomar el camino fácil.
Pero Cristo sigue buscándonos entre las matas y los arbustos. Sus manos y sus pies llagados no terminan de cansarse apartando las ramas espinosas que tratan de ocultarnos, o siguiéndonos por los caminos interminables que intentan alejarnos de Él.
Y siempre hay para nosotros una segunda oportunidad –y una tercera y una cuarta y hasta setenta veces siete-.
Por eso, si no hemos oído todavía ninguna vez el llamado firme y tierno de Cristo, oigámoslo ahora. Y si lo hemos oído, pero olvidado, o cansado o desalentado o acostumbrado, oigámoslo nuevamente.
Todo cristiano, todo hombre, necesita alguna vez replantearse su posición ante Dios y ante la vida. Los jóvenes y los viejos.
Los jóvenes, porque les espera una larga vida en medio de un mundo que no ama a Dios y tratará, por todos los medios, de desviarle de Él. Pero un mundo, sin saberlo, hambriento de infinito y que necesita ser transformado. Y lo será: no por cristianos mediocres, anémicos, desvitalizados, sino por católicos valientes y decididos, conscientes de la responsabilidad que es para ellos ser hermanos de Jesucristo, sal de la tierra.
Los viejos, porque el tiempo ya se acaba. Y porque, mirando hacia atrás, hay muchos días y meses y años vacíos. O porque, quizá, después de tanto tiempo, siguen con sus mismas faltas, sus mismas claudicaciones, sus mismas miserias. Su misma lejanía de Dios. Aquel mismo Dios que les había llamado a la santidad.
Sea tarde o temprano, en la inmensidad del desierto de este mundo, el jadear del Dios cansado se oye a tus espaldas y te busca y llama.
Que pueda por fin, con una sonrisa en su rostro fatigado y una mano sobre tu hombro, aunque deba cargarte sobre sus espaldas, presentarte a los ángeles y santos y decirles “ Alégrense conmigo, porque he hallado a mi oveja que se había perdido ”