1974. Ciclo C
24º Domingo durante el año
15-9-74
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 15, 1-32
En aquel tiempo: Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos» Jesús les dijo entonces esta parábola: «Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido" Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.» Y les dijo también: «Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, llama a sus amigas y vecinas, y les dice: "Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido." Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte» Jesús dijo también: «Un hombre tenía dos hijos. El menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte de herencia que me corresponde" Y el padre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en aquel país, y comenzó a sufrir privaciones. Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. El hubiera deseado calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces recapacitó y dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí muriéndome de hambre! Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros" Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. El joven le dijo: "Padre, pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo." Pero el padre dijo a sus servidores: "Traed en seguida la mejor ropa y vestidlo, ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies. Traed el ternero engordado y matadlo. Comamos y festejemos, porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado" Y comenzó la fiesta. El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los coros que acompañaban la danza. Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó que significaba eso. El le respondió: "Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo" El se enojó y no quiso entrar. Su padre salió para rogarle que entrara, pero él le respondió: "Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos. ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!." Pero el padre le dijo: "Hijo mío, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado"»
Sermón
“Aunque la causa finita anterior contuviese esencialmente toda la perfección causativa de la segunda, que solo formalmente posee dicha perfección, con todo, la perfección poseída eminente y formalmente excede, también en el causar, a la misma perfección solo eminentemente poseída. En general puede afirmarse: una perfección que, formalmente poseída, añade algo a la misma perfección, eminentemente poseída, es superior, más excelente, cuando es poseída eminente y formalmente que cuando es poseída solo eminentemente o solo formalmente…”
Chino, por supuesto.
Este párrafo que acabo de leer forma parte de uno de los muchísimos capítulos que dedicaba un libro de teología –cuyo título ni autor nombraré, aunque perteneció a escuelas escolásticas ya perimidas- a describir los atributos y cualidades de Dios. Imagínense Vds. la lectura de dos mil páginas in-folio de semejante tenor y pregúntense qué imagen de Dios puede llegarse a tener por ese medio. Y ¡guárdeme yo bien -que he dedicado quince años de mi vida a estudiar y a mucha honra teología- despreciar o criticar este tipo de análisis precisos, técnicos y lógicos de la mente intentando escudriñar el misterio de la divinidad! Aunque ya estas cosas no se enseñen ni con ese rigor terminológico ni con esa jadeante lógica. Ejercicio fatigoso de la inteligencia que, a la luz de los principios y el rigor de las conclusiones de las reglas del buen pensar no solo ayuda a entender cada vez más el misterio sino a garantizar indemne la transmisión impoluta de la verdad. Si: guárdeme bien de criticarlo. Y doy gracias a Dios el que, en estos estudios, haya podido encontrar mil alimentos para mi fe y haya aprendido a admirar la luz del dogma cristiano y a compadecer los extravíos estólidos y endebles de las ideologías contemporáneas. Pero ¡pobre de mí si dejado de lado el bisturí del lógico y el microscopio del exégeta no me hubiera zambullido cotidianamente en las refrescantes aguas del evangelio y de la cotidiana realidad!
Porque con la teología puede pasar como con el médico o el psicólogo que quisiera estudiar científicamente a su propio hijo. Tendrían de él cientos de radiografías, electroencefalogramas, análisis de sangre y de orina, test de todo tipo, clasificaciones y diagnósticos, presión y fondo de ojo, todo formando una pila inmensa de papeles encarpetados en su escritorio. Pero ¿de qué les serviría todo eso -más allá de diagnosticar alguna dolencia- para conocer a su hijo, si no tuvieran la posibilidad de alzarlo en sus brazos, de jugar con él, de observarlo con los ojos del cariño en su realidad simple y sencilla, en su existencia concreta, viva, y riente, mil veces más rica que las fórmulas.
Y así el médico o el psicólogo que quiera encontrarse en serio con su hijo tendrán que bajarse el copete de científico, dejar de lado sus estetoscopios y entablar con él exactamente las mismas relaciones que puede tener un paisano cordobés con el changuito de sus entrañas.
Y así el teólogo, si quiere encontrarse con Dios, tendrá que dejar de lado sus silogismos y sus gramáticas griegas y arrojarse en la oración a los brazos del Dios fresco y viviente de los evangelios.
Porque ¿cómo voy yo a traducir el evangelio de hoy con sus tres maravillosas parábolas al lenguaje de los teólogos, sin empobrecerlo?
Y cuando perdido en los entreveros de las definiciones y argumentos comience a hacerme líos con el Ser Supremo, su inmutabilidad, sus causalidades eficientes y formales, el motor inmóvil y el acto puro y corra el peligro de la abstracción y de la radiografía y pierda, en los vericuetos de la ciencia, las ganas de amar y de rezar ¿en qué otro lugar mejor me encontraré con Dios Padre que en estos tres relatos tiernos de Jesús que acabamos de leer?
Y, después de leerlos ¿qué más voy a decir? ¿Con qué palabras explicarlos? ¿Qué bisturí profano de mi inteligencia voy a introducir en ellos sin convertir su cuerpo vivo en cadáver de autopsia?
Nos pasa un poco como al almacenero gallego de ese aviso de café que se pasaba por televisión hace un tiempo. Venían los clientes y alababan el producto con frases largas y bien construidas. Cuando finalmente quiere él, del mismo modo, ponderárselo a su mujer, intenta repetir algo de las alabanzas que ha escuchado, no le salen, no encuentra palabras para expresarse y al final, deja toda retórica y termina diciendo simplemente “¡Es buenísimo!” Y en ese ‘buenísimo’ a la gallega expresa a lo mejor mucho más que las bien torneadas oraciones de los letrados clientes.
Por eso también nosotros, cuando en nuestra oración o meditaciones o estudios sintamos el cansancio de la aridez de las fórmulas o las tentaciones intelectuales de las dudas y los razonamientos o la frialdad de ciertas prédicas o liturgias, metamos la cabeza en el evangelio –y quizá especialmente en este capítulo 15 de Lucas que hemos escuchado- para encontrarnos sencillamente con el Dios vivo y tierno que nos vino a predicar Jesús. No con los tecnicismos del teólogo, sino con la poesía de la palabra del Señor.
Si, preciosas parábolas. Una oveja perdida, una moneda extraviada, un hijo en malos pasos. Y un pastor, un ama de casa, un padre, agitados y ansiosos por encontrarlos, felices de recuperarlos. El pecador, objeto perdido. Dios, pastor, dueña de casa, padre, que nos busca y espera.
Nos hemos ya acostumbrado a oír estas alegorías y ya no nos sorprenden, pero consideren Vds. un poco como Cristo nos favorece en los papeles. El horror del pecado queda como esfuminado. El pecador no aparece –como realmente es- hombre perverso, pertinaz, rebelde, altivo, tonto, que escupe al rostro de su Dios y le vuelve soberbio la espalda. Tampoco como el que –si quisiera volver a Él- debiera venir mendigando perdón como un pordiosero, temeroso de su culpa, cubierto de vergüenza, pidiendo clemencia de rodillas, mostrando la humillación de sus llagas. Ni tampoco es presentado Dios como el juez o el Dios incomprensivo e imperturbable de los teólogos o el soberano que concede, desde su alto trono, la indulgencia, como el que hace un favor, alarga una gracia, confiere una merced, entrega despectivo una limosna.
Con una delicadez que enternece, Cristo, en lugar de denostar sus culpas y enrostrar la fealdad de la falta, pinta al pecador como una pobre oveja perdida, una moneda extraviada, un buen hijo tarambana ¡que hasta casi pareciera que la culpa del extravío la tiene el pastor o la mujer de casa!
Y los papeles se trastocan: no es el pecador quien busca reconciliarse con Dios. Es Dios quien busca anhelante al pecador. Y es como si fuera el pecador quien le hace un favor a Dios volviendo a su casa, la oveja al redil, la moneda a la cómoda, el hijo al hogar. Como si aquel que debiera asumir el rol de mendigo se transformara en donante y Dios tomara el personaje del menesteroso que pordiosea la vuelta del pecador.
Absurdamente, en estas parábolas, Dios es el mendigo de nuestras almas. El que se alegra con la vuelta de la oveja, el que se enriquece con la moneda recuperada, el que hace fiestas al retorno de su hijo.
Yo, pecador miserable, blanca oveja perdida, moneda extraviada, hijo querido. Vos, Señor, mendigo. Vos con tus pies cansados buscándome entre el polvo, la mata y los abrojos. Vos Señor para verme de lejos como el Padre al hijo pródigo, encaramado al leño, mirándome, rogándome -¡oh, sí, Señor ya vuelvo!- desde lo alto de tu Cruz.
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