1975. Ciclo B
24º Domingo durante el año
LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ
Jn 3,13-17
(GEP 14/09/75)
Lectura del santo Evangelio según san Juan 3, 13-17
Jesús dijo a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que descendió del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. De la misma manera que Moisés levantó en alto la serpiente en el desierto, también es necesario que el Hijo del hombre sea levantado en alto, para que todos los que creen en él tengan Vida eterna. Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él no muera, sino que tenga Vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él»
Sermón
Cuando, en el año 565, moría, a los ochenta y siete años Justiniano, ‑Flavius Petrus Sabbatius Iustinianus‑ cristianísimo emperador romano de Oriente, después de una fecunda labor legislativa, política, religiosa y militar, su sucesor y sobrino, Justiniano II, hombre débil e incapaz, no pudo enfrentar eficazmente los problemas internos y externos del Imperio. Dificultades financieras y revueltas por un lado y la invasión de longobardos, eslavos y persas por el otro, hicieron pensar que los días de Constantinopla –Bizancio‑ estaban contados. Sin embargo, después de cincuenta años de anarquía, dos hombres providenciales lograron salvar la situación: el patriarca de Constantinopla, Sergio y Heraclio que recibió la tambaleante diadema imperial ya al borde del colapso.
Cosroes II
Con el apoyo del primero ‑desaconsejado por éste de huir al África donde su padre había sido exarca‑ Heraclio comenzó denodadamente la reconquista. Los persas, empero, ya habían avanzado muchísimo. Encabezados por el sasánida Cosroes II quien se habían apoderado de Capadocia, Armenia, Siria y Damasco. En el año 614 entraba uno de sus generales –Sharvaraz‑ en la ciudad santa de Jerusalén con la ayuda de tropas protomusulmanas de arabia y la complicidad de los judíos. El saqueo, la devastación, los incendios y las profanaciones fueron espantosos. Sesenta mil cristianos fueron muertos en sus casas y en las calles. Varios millares más ‑entre ellos el patriarca Zacarías‑ fueron deportados a Persia.
Pero, lo que nos interesa saber hoy es que, junto con ellos, llevó el mismo camino la más insigne de las reliquias allí existentes: el trozo de la Cruz de Cristo que Santa Elena, madre de Constantino, había hallado trescientos años antes excavando el templo de Venus que Adriano había hecho construir sobre el Calvario durante las persecuciones. Se dice que Cosroes puso la Cruz en el escabel de su trono para demostrar su desprecio por los cristianos.
Empero, en el 627, después de rechazar y derrotar en el frente septentrional a los eslavos y ávaros que habían llegado a los muros mismos de Bizancio, Heraclio se lanzó contra los persas y, echándolos del Asia Menor, avanzó irresistiblemente con sus tropas hasta la antigua Nínive, donde les propinó una paliza definitiva que llevó a los persas a capitular y asesinar a Cosroes. Así recuperó también Palestina, Egipto y Siria, pero, sobre todo, la reliquia de la Santa Cruz que fue devuelta triunfalmente a Jerusalén.
Maturino da Firenze (1490-1528) Jerusalén niega la entrada del emperador Heraclio
Ese día, catorce de Septiembre del 627, llegó el desterrado patriarca Zacarías, con las reliquias recuperadas, a las puertas de Jerusalén. Allí, entre las aclamaciones de la multitud, lo esperaba Heraclio, lujosamente vestido con sus paramentos imperiales y rodeado de sus condes y oficiales. Reclamó al patriarca el honor de llevar con sus propias manos la reliquia hasta la basílica de Constantino. La tomó en sus manos, pero, ante el asombro de todos, cuando pretendió ponerse con ella en movimiento, no pudo hacerlo. Como si una misteriosa fuerza lo detuviera en el lugar. Viendo los vanos esfuerzos de Heráclito, Zacarías se dio cuenta de lo que pasaba y le dijo: “¿Cómo pretendes, emperador, llevar la Cruz por estas mismas calles por donde la llevó Jesús humilde y dolorosamente, vestido así como estás, con toda esa lujosa pompa?“ Entonces Heraclio, sin vacilar, se despojó de su manto de púrpura, se quitó la corona y, descalzo y con simples vestiduras, avanzó sin dificultad entre el pueblo en silencio hasta la basílica. Allí al llegar, la levantó sobre su cabeza, la ‘exaltó’’ y todos los cristianos la veneraron de rodillas. Esta ‘mostración’ o ‘exaltación’ de la Cruz que luego se renovó todos los años fue el origen de la festividad litúrgica que hoy celebramos y que se llama, justamente, la “Exaltación de la santa Cruz”.
Para no dejar la historia inconclusa hemos de decir que desdichadamente, pocos años después, Jerusalén cae en manos de los mahometanos. La reliquia pudo salvarse y trasladarse a Acre. Sin embargo cuando las tropas del reino, junto a los templarios y hospitalarios, se dirigieron hacia Tiberíades para enfrentarse con Saladino, el obispo de Acre Rufino llevó la cruz que, en las batallas del Rey de Jerusalén, siempre precedían al ejército. Allí fue definitivamente perdida en la trágica batalla de los cuernos de Hattin el 4 de julio de 1187. Dícese que la última vez que fue vista era arrastrada atada a la cola del caballo de Lobo Azul, lugarteniente de Saladino, en su entrada a Antioquía.
Batalla de Hattin, miniatura
Un trozo pequeño pudo ser trasladado antes a Bizancio y, de allí, partió, durante las cruzadas, a Roma. Lo que resta de esta sagrada reliquia puede verse hoy allí, no muy lejos de San Juan de Letrán, en la Basílica de la Santa Cruz en Jerusalén, junto con uno de los clavos y un fragmento del letrero en griego, hebreo y latín que había mandado colocar Pilato sobre la cruz.
En fin, aparte las reminiscencias históricas de la fiesta de hoy, la santa Iglesia quiere utilizarla, en medio del año litúrgico y ya lejos de Semana Santa, para volver a poner frente a los ojos del cristiano, el misterio central de nuestra fe y de nuestra vida cristiana: el sacrificio de la Cruz. Y lo importante, pues, no es el recuerdo de Heraclio y Santa Elena, sino el significado mismo del acontecimiento de la Cruz al que se refieren las lecturas que hemos escuchado.
Y volver a recordar la cruz, no estando nunca de más, lo está menos aún en esta nuestra época, fuyente de todo dolor y trabajo, en que, incluso en la predicación cristiana, se evita muchas veces el tema, para no lacerar nuestro blanduzco espíritu.
Porque, curiosamente, me ha tocado toparme en mi vida sacerdotal con dos tipos contrapuestos de concepción cristiana. O, minoritaria y en rápida desaparición, la de aquellos que, falsamente, convierten la doctrina evangélica en un híspido autoflagelarse, entretejido masoquista de sacrificios y penitencias, en donde toda alegría se hace sospechosa de pecado y, de Dios, no cabe esperar sino cruces y miseria. Viejo y cruel dios que solicita a Abraham la muerte de su hijo y se complace en el dolor y sufrimiento de su criaturas; cristianismo pavoroso y aniquilante de una divinidad transformado en terrorífico Moloch sediento de sangre, dios del que vale la pena más bien huir, no sea que se fije demasiado en mí y me envié cruces y garrotazos. O, si no, más a la moda hoy, el exceso contrario, el cristianismo dulce de leche y chantilly en donde ni siquiera los mandamientos nos obligan demasiado si por casualidad se oponen a nuestros gustos y Dios, como a niños tontos, no nos toma demasiado en serio y ni aun se enoja verdaderamente cuando pecamos. Como esos padres que cuando su hijo hace alguna barbaridad en el fondo se muestran orgullosos por ‘la personalidad’ –dicen‑ ‘que muestra el chico’. Dios bonazo barbas blancas, todo sonrisa y mieles, que se limita, como mucho, a amenazar en el aire con la mano diciéndonos “¡picarón, picarón!” mientras, tratando de poner cara seria, nos guiña un ojo.
Para este segundo tipo de cristianos cualquier desgracia que acaece, cualquier dificultad o suceso que salga contrario a nuestros deseos, cualquier enfermedad o muerte, es una traición que Dios les hace y de la cual tienen derecho a protestar, e incluso castigarle dejando de venir a Misa o abandonando la fe.
Ambas concepciones olvidan varias cosas. Una, que el mal no ha sido creado por Dios sino que ha sido introducido en el mundo por los pecados de los hombres. Otra, que Dios no inventó la cruz: nosotros la inventamos para clavar en ella a Su Hijo Jesucristo. Otra más, que la vida es una cosa tremendamente seria y Dios ha creado al hombre libre y coautor de su destino.
El mal que el hombre ha metido y sigue introduciendo en su historia no puede sin más ser suprimido por Dios porque habría de ser suprimido, a costa de lo que el hombre tiene como su suprema dignidad natural: su libre albedrío, la libertad. Libertad que, si bien, por su idiotez, es posibilidad de pecado, le ha sido sobre todo dada para su mérito y grandeza.
Y otra, finalmente, que Dios no nos ha creado para este nuestro transitorio estado temporal y terreno, sino para el definitivo y eterno, que supera desproporcionadamente nuestra humana naturaleza y, ante el cual, los dolores presentes no son sino como brevísimos dolores de parto.
Y entonces ¿qué hace Dios frente al mal y dolor que no pueden ser suprimidos sino a costa de la libertad humana necesaria para merecer? Ya que no puede suprimirlos nos enseña a asumirlos.
Los males ‑no que nos envía El sino los que de todos modos vendrían y serían mucho más terribles sin El‑ nos los enseña a llevar de manera que, metamorfoseados, se transformen en instrumentos de plenitud y de salvación. El mal y el pecado que no puede evitar si ha de respetar la libertad del hombre los utiliza Dios, entonces, para sacar de ellos un mayor bien.
Mayor bien que no hubiera podido ser logrado si no hubiese permitido el mal. Y, por eso, Él, antes que nadie, “que era de condición divina, se despojó de su rango, tomó condición de esclavo y se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y muerte de cruz” –esa cruz que nosotros inventamos‑.
Dios, entonces, sacando bien mayúsculo de mal minúsculo, por medio de esa cruz “lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo lo que hay en el cielo, en la tierra y en los abismos”.
Desde entonces, a su ejemplo, y en el dinamismo de su muerte y resurrección adquirido en el bautismo, no existe para el cristiano ningún mal, muerte, desgracia, desdicha, lágrima, fracaso, frustración absolutos porque todo esto puede asumirse en la Cruz de Jesús y convertirse en ocasión de plenitud, e incluso de sobrenatural felicidad, amén de prenda de Vida Eterna.
Por eso ninguna de las dos concepciones antes mencionadas tienen razón. Ni la masoquista del dios cruel, puesto que El no se complace con el dolor y con el mal: fuimos nosotros quienes lo crucificamos. Ni la del cristianismo ‘Jauja y guitarra’; puesto que el dolor y el mal existen y, desde el triunfante drama del Calvario, podemos y debemos transmutarlos en fuente de plenitud y redención.
Esto viene a recordarnos la fiesta de hoy. No hay cristianismo ni amor sin disciplina y virilidad. No hay cristianismo sin mandamientos y ascetismo. No hay vida sin dolor; ni vida verdadera sin Muerte y Resurrección.
Es inútil engañarnos; porque siempre, aunque le huyamos, tarde o temprano, el mal y el dolor nos tocarán y sería terrible tener que enfrentarlos sin Cristo.
Por eso, cristiano iluso será el que, usando de adorno sus cruces al cuello con oros y marfiles, pretenda llevar su fe como Heraclio, con la vana pompa y regocijo de las vestiduras de este mundo.
Humildes y descalzos, con la Cruz de Cristo, solo así podremos llegar a nuestro fin, para exaltar un día nuestras cruces, junto a la del Señor, como pendones triunfantes en el victorioso trono de la Resurrección.