Lectura del santo Evangelio según san Mateo 18, 21-35
En aquel tiempo: Se adelantó Pedro y dijo a Jesús: "Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?" Jesús le respondió: « No sólo siete veces, sino setenta veces siete. Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores. Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos. Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda. El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: "Señor, dame un plazo y te pagaré todo". El rey se compadeció, lo dejó ir y además, le perdonó la deuda. Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: "Págame lo que me debes" El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: "Dame un plazo y te pagaré la deuda". Pero él no quiso, sino que lo hizo encarcelar hasta que pagara lo que debía. Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor. Éste lo mandó llamar y le dijo: "¡Malvado! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías tú también tener compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti?" E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía. Lo mismo hará también mi Padre celestial con vosotros, si no perdonáis de corazón a vuestros hermanos».
Sermón
Cuando, en el libro de Génesis, la sagrada Escritura, quiere ir mostrando gráficamente la progresiva corrupción de los hijos de Caín, pone en boca de uno de ellos, el bárbaro Lamek –el primer polígamo- la siguiente bestial canción: “Porque me hizo una herida maté a un hombre; y a un muchacho por un moretón. Si Caín será vengado siete veces, Lamek lo será setenta y siete”
Imperio de Caín . José de Jesús Alfaro Siqueiros (1896 –1974)
Son estas cifras las que están detrás de la pregunta de Pedro y de la respuesta de Jesús en nuestro evangelio. Porque, si ya el Antiguo Testamento recomendaba el perdón -como hemos visto en la primera lectura de hoy-, según el Talmud, los rabinos interpretaban que había que perdonar las injurias ‘hasta tres veces'. De allí que Pedro se creía sumamente generoso al proponer las siete.
‘Siete' era, para los hebreos, la cifra símbolo de la perfección. De tal manera que, más que un número de veces, lo que proponía o preguntaba Pedro era cuándo se podía considerar acabado, perfecto, el deber de perdonar; cuándo, también, más allá de ese límite, cesaba la obligación.
Cristo, así como Lamek no pone límites a su venganza, afirma que tampoco hay que poner límites al perdón. ‘Setenta veces siete', dice. Es decir, indefinidas veces.
Esta misma desmesura es retomada luego en la parábola ilustrativa: diez mi talentos. Cantidad exorbitante, difícil de medir, pero algo así como si la deuda pública de todo un país cayera en manos de un solo ciudadano. De todos modos lo que se quiere expresar es una cifra descomunal, ilimitada, como ‘setenta veces siete'.
El talento era la mayor unidad de dinero en todo el ámbito del Cercano Oriente y ‘miria', en griego, la mayor cifra con la que se contaba. Frente a esta cantidad -inimaginable para los oyentes de Jesús- los cien denarios del segundo deudor era indudablemente algo de tono menor, aunque, en sí mismos, no tan despreciables: el denario era el jornal que se pagaba por un día de trabajo. Cien denarios era pues el sueldo de más de tres meses, algo bien concreto y experimentable para cualquiera. Pero ciertamente lo el Señor quiere acentuar es la diferencia. La distancia inconmensurable entre la primera deuda -que sobrepasaba en su magnitud toda idea que podía hacerse un hombre común del ambiente palestino- y la segunda, golpeaba con fuerza al escucha de la parábola.
En fin, su sentido es claro. No es sino un comentario a la quinta petición del Padrenuestro: “Perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Es un caso particular de una más general ley de la vida cristiana que consiste en proceder, no humana, sino divinamente, a modo de Dios. “Sed perfectos como mi Padre es perfecto”. “Amad como yo os amo”. “Así como yo he hecho con vosotros, haced los unos a los otros”.
Norma terrible –dirán Vds.- proceder como dioses siendo solamente hombres. Pero es que, precisamente, no somos solamente hombres. Ya circula en nosotros, por el Bautismo, la savia divina y lo que somos verdaderamente recién lo sabremos en la resurrección. Allí viviremos sin velos la vida de Dios, que ahora germina en nosotros latente en la fe, la esperanza y la caridad. Pero ya se nos da el poder de actuar como Dios, como Cristo, tal cual lo demuestran los santos, pasados y presentes, los verdaderos cristianos -no nosotros que somos cristianos solo de nombre-.
Actuar como Dios, como Jesús; amar como Él. ¡Perdonar como Él!
Pequeños que somos, mezquinos, egoístas, si no podemos imitar a Jesús en Su amor, en Su fortaleza, en Su dignidad, en Su manera de proceder y, por eso mismo, necesitamos constantemente de Su misericordia, de Su perdón ¿no podremos imitarlo al menos en aquello que tanto necesitamos, el perdón?
¡Oh! ¿Cómo pueden abrigarse en corazón cristiano esos rencores pertinaces que agrian el clima de la convivencia, que hacen de nuestro entorno un conventillo, que envenenan nuestras lenguas, que resquebrajan la unidad de la familia, que me separan de los míos, que se aposentan en mi alma y pone límites a mi amor, a mi comprensión, a mi afecto. Rencores tanto más inexplicables cuanto originados en disputas de comadres, en chismes de barrio bajo, en disquisiciones sobre pesos, en palabras ligeras, irresponsables, en velados celos, en disfrazadas envidias.
Explicable rencor quizá cuando el agravio es grande, cuando el daño es mortal. ¡Qué difícil superar el reguero de odio que deja la guerra y la guerrilla! Y ¡cuánto hay que hacer para evitarlas! como afirmaron, en declaración conjunta, los obispos chilenos y argentinos-. Porque allí sí que se necesita magnanimidad, virtud heroica. Pero,¡ en la mayoría de los casos …!
Examinemos nuestros rencores, nuestras antipatías, nuestras peleas, ¡arrabaleras inquinas de suburbios, de juderías! Indignas de los nobles que somos los cristianos.
Queden para la vil ralea de los palurdos paganos o de los enemigos de Cristo.
Cuánto más nobles, cuanto más cristianos, cuanto más divinizados, más magnánimos, más capaces de mirar con altura los mayores agravios, aún los de fama y sangre. Porque el cristiano auténtico sabe que lo peor que le puede hacer el enemigo es quitarle la fama o la vida –a él o a los suyos-. Y el Señor ha dicho que no hay que temer –ni odiar- a los que matan el cuerpo pero son incapaces de tocar el alma. Aquí todo es pasajero. Lo único que importa perder es el cielo. Aquí en el tiempo, no existen valores absolutos. Nadie desde fuera, puede hacernos verdaderamente mal.
El peor mal sería que aprendiéramos a odiar.
De todas maneras ¿qué significa perdonar?
¿Qué me tengo que dejar agraviar impunemente? ¿Qué no he de defenderme? ¿Qué he de sonreír al que me hace daño? Y que si un ladrón me roba y me pide perdón, ¿puede quedarse con la plata?
No –al menos, no siempre-, aquí se está hablando, antes que nada, de una actitud interior. Nadie ha de guiarse por el odio, por la revancha, por el deseo airado de venganza. El perdón en este sentido viene a ser consecuencia necesaria del ‘amor a los enemigos' que nos impone Cristo. Pero, no en la actitud interior sino en el proceder externo normal, el perdón no supone la indefensión ni la ingenuidad frente al agresor. Aquí se trata de perdonar al que ‘arrepentido' reconoce su culpa y pide perdón.
Ni Dios puede perdonar si no nos arrepentimos: buscará nuestro bien, nuestra conversión, intentará inducirnos al arrepentimiento, nos amará, pero, perdonarnos, nos perdona solo si nos arrepentimos.
Tampoco perdón significa olvido. Este solo puede ser signo de mala memoria. Pero tampoco reavivar el recuerdo constantemente y, junto a él, todos los sentimientos malos que éste espontáneamente pueda provocarnos.
Tampoco perdonar significa no castigar. Buenos estaríamos si siempre la madre perdonara todo lo malo que hace su hijo o que la sociedad suprimiera sus leyes penales, sus cárceles, sus policías y sus jueces. A veces el castigo forma parte del perdón. Porque el perdón, en lo moral y lo político, no puede ir en contra de la justicia ni del bien común. Aunque a veces puede ser comprendido en la misericordia. Y si, a veces, se puede condonar el castigo, esto habrá de hacerse después de que el que pide perdón se manifiesta dispuesto a pagar lo que debe ‘dame un plazo y te pagaré la deuda'.
Al enemigo hay siempre que amarlo como persona, pero no en su injusticia, no en su agresión, no como pecador. Como posible penitente, como ser humano, como redimido y amado por Dios.
Nosotros, que más allá de los denarios que podemos ganar con el jornal de nuestros actos humanos, hemos sido obsequiados por Dios con la miríada, los innumerables talentos, los ‘setenta veces siete' de Su gracia.