Lectura del santo Evangelio según san Marcos 8, 27-35
Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas» «Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?» Pedro respondió: «¿Tú eres el Mesías.» Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: ¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: «El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará»
Sermón
No basta saber escribir. Es necesario tener los instrumentos necesarios para hacerlo. Entre ellos, aparte la tinta, el papel. Ello no ofrece hoy ninguna dificultad. En cualquier lugar podemos obtener papel de todos los tipos y para todos los usos. Quizá sea por ello que en nuestra época abunden los escritos de toda laya y, para nuestra desgracia, se escriba y publique mucho más de lo necesario.
Pero no fué así en la antigüedad. La industria del papel tal cual la conocemos no existía. Y, para escribir, se recurría por ello a cualquier superficie que pudiera ofrecer espacio para implantar caracteres: barro crudo, barro cocido o tejas, pedazos de madera, piedra, hojas de planta, tablillas enceradas, cáscaras de fruta. También se escribía en las mesas de madera, en las puertas, en las paredes, -costumbre que aún no se ha perdido- en pieles de reptiles y de perros, en tejidos de lino, en tablas blanqueadas con yeso, en bronce, en mármol. En láminas de plomo, para los decretos permanentes; en tabletas espolvoreadas de arena, para los estudiantes; en pequeños pañuelos de seda, para las cartas de amor.
Pero los productos más comunes y que se utilizaron ya en la época grecoromana, como Vds. saben, fueron el papiro y el pergamino.
Las primeras fábricas de papiro surgieron en Egipto, donde crece la planta que suministra la materia prima. Las capas inferiores del tallo eran cortadas en largas franjas que, dispuestas una junto a otra, en longitud y haciéndolas adherirse luego a otras sobrepuestas, a lo ancho, llegaban a formar la 'charta'. Era un producto tosco, a causa de la desigualdad de la superficie formada por las fibras. Los romanos perfeccionaron los precedimientos de su fabricación, pues lograron hacer pefectamente lisa la superficie, comprimiendo las láminas con prensas o batiéndola con masos. Por eso se distinguía el papiro o charta de baja calidad llamada amphyteatrica, porque era elaborada en Egipto, en Alejandría, cerca del anfiteatro y la Fanniana que era mucho más ligera y alisada y que se hacía en Roma, en la fábrica de un tal Fanio, que proveía a la casa imperial y a los escritores de fuste.
En las páginas del papiro una sola cara se utilizaba para escribir. Variaba de tamaños según los usos. Había papel de cartas y papel para libros. El libro estaba formado por una serie de páginas que, luego de ser expuestas al sol para que se secaran bien, eran pegadas por el lado más ancho y arrolladas. La longitud normal de cada rollo era de veinte páginas. Al rollo se le llamaba volumen -que quiere decir justamente 'arrollado'- y había que leer desenrollándolo. La faja de papiro se enrollaba, comenzando por el fondo, en torno a un bastoncito de madera o de hueso llamado umbilicus. Las partes salientes de este ombligo solían pintarse con colores vivaces o dorado. En el margen superior del rollo se ataba un cartelito de pergamino con el título del libro.
Precisamente el pergamino era otro de las materiales utilizados para la escritura. Usadas desde muy antiguo las pieles de animales -que como siempre entregaban su pellejo para el progreso de la humanidad-, bajo el rey Eumenes de Pérgamo, en el siglo II antes de Cristo, se halló el modo de hacer la piel tan fina y blanda, que puesto que el Egipto en ese tiempo había prohibido la exportación del papiro, pudo sustituirlo en parte. En realidad cuando se normalizó otra vez el comercio de papiro el pergamino no fué demasiado utilizado sino para asuntos muy importantes: porque aunque era mucho más durable, costaba mucho más caro que el papiro y servía solo para libros. Con las láminas de pergamino divididas en cuatro, se podían hacer cuadernos y con ellos libros ya parecidos a los que actualmente utilizamos nosotros. Pero, como decíamos, lo que sobre todo se usaba era el volumen de papiro.
Para escribir se utilizaban punzones, estilos de madera y diversas clases de pluma. En los pergaminos y papiros se usaba tinta hecha de hollín, goma y agua. Algunas, muy buenas, eran indelebles, otras se borraban con solo pasarles una esponja húmeda. Dicen que en un momento de su vida el Emperador Augusto estaba escribiendo una tragedia sobre Ayax, el héroe griego que se suicidó arrojándose a la punta de su espada. Después de un cierto tiempo alguien le preguntó en que punto se hallaba su Ayax y Augusto respondió: 'in spongeam incubuit', "se arrojó a la esponja". Honesto con su falta de talento para la tragedia le había pasado la esponja.
Algo parecido hacía Calígula: cuando un poeta le leía algo que no le gustaba lo obligaba a borrar todo lamiéndolo con la lengua. A varios de nuestros escritores y periodistas parados en la loma no le vendrían mal procedimientos similares.
Pero el riesgo de perder los escritos no eran solo las esponjas y, mucho peor, los incendios: los papiros se deterioraban fácilmente: si se los dejaba en lugar húmedo se enmohecían, las letras se descolorían, las páginas se deformaban y, sobre todo, ¡se los comían las polillas! Por más que se untaran las páginas con aceite de cedro y fueran revestidas de una funda de pergamino teñido y se conservaran en arquillas, los volúmenes duraban poquísimo. "No hay libro que dure más de dos siglos" se quejaba Cicerón. Pero a eso hay que añadir, como decíamos, incendios, robos, guerras, rapiñas. Recuérdese la tragedia de la quema demencial incendio de la biblioteca de Alejandria por los musulmanes y el daño irreparable que ello fué para la historia cultural de la humanidad. No se hable de las decenas de bibliotecas de Roma o de otras grandes ciudades del imperio saqueadas y perdidas en las invasiones bárbaras. Solo con el advenimiento del cristianismo y, en algunos conventos y monasterios aislados, pudo conservarse una parte ínfima de aquel tesoro de la antigüedad, gracias a la paciencia de monjes que a través de los siglos copiaron y recopiaron una y otra vez los antiguos manuscritos antes de que se arruinaran y perdieran definitivamente.
A pesar de este trabajo las pérdidas han sido irreparables. Piénsese que el más antiguo manuscrito de Tito Livio, el gran historiador romano, data de 500 años después de su muerte. El más antiguo manuscrito que se conserva de las obras de Horacio fué escrito 900 años después de que viviera en Roma. La mayor parte de las obras de Platón nos ha sido transmitida en un manuscrito que se escribió 1300 años después de la muerte del filósofo. Eurípides la pasa peor, ya que el primer manuscrito que nos queda de sus tragedias es de 1600 años depués de que el gran dramaturgo había cesado de llenar el teatro con sus versos. Virgilio es el que queda mejor parado de todos: su manuscrito más antiguo data de 350 años después de su desaparición.
Pero lo más lastimoso es que, por ejemplo, los cinco primeros libros de los Anales de Tácito nos son conocidos a través de un solo manuscrito que salió a la luz en el siglo XV. De los mencionados y otros autores, solo nos quedan, pues, tardíos y poquísimos manuscritos. Sin embargo nadie duda respecto de su autenticidad y, sobre tan parcos testimonios, se hacen eruditos trabajos respecto de la existencia y pensamiento de éstos.
Es por ello notable, en cambio, la cantidad de manuscritos que se conservan de la Sagrada Escritura y especialmente del Nuevo Testamento.
Mientras que para los autores clásicos hay que mendigar manuscritos como mucho a partir del siglo X, para el Nuevo Testamento tenemos ejemplares completos que datan ya del siglo IV.
Entre ellos el intereseantísimo códice llamado Sinaítico por haber sido hallado en el monte Sinaí, en el monasterio de Santa Catalina, hacia 1850 por el investigador Tischendorff. Fué adquirido en su época por el zar Alejandro II, quien lo conservó en la Biblioteca Imperial de San Petersburgo. En una de las tantas hambrunas provocadas luego por el sistema comunista los soviéticos lo ofrecieron en venta y por 100.000 libras eterlinas lo adquirió el Museo Británico: mitad lo puso el gobierno británico y la otra mitad una colecta pública, lo cual, qué le vamos a hacer, habla muy bien de los ingleses, como mal de los soviéticos.
Otro códice importantísimo es el Vaticano, también de mediados del siglo IV, el más antiguo de los que se conservan completos; 759 hojas de pergamino expuestas en el lugar de más honor de la biblioteca vaticana; a pesar de su breve estadía en el Louvre donde Napoleón, junto con tantas otras cosas que aún allí permanecen, se lo había llevado robado. Por suerte luego fué devuelto a la biblioteca papal.
Estos y otros y muchos más de siglos posteriores son un testimonio abrumador de la exactitud del texto que tenemos y su transmisión fidedigna.
Pero nuevos hechos corroboran la fidelidad de nuestros libros. Desde 1890 comenzaron a descubrirse papiros bien conservados en la sequedad de las arenas del desierto, en Egipto, algunos de los cuales se remontan al menos al siglo II, si no al primero, con larguísimos pasajes de los evangelios y las epístolas. Son textos algunos de los cuales pues han sido copiados por la segunda o tercera generación cristiana; y todos coincidentes en su versión.
Pero en lo que atañe a la tradición manuscrita de nuestras escrituras, el descubrimiento más celebre de los últimos tiempos ha sido el de las cuevas de Qum Ram, en Palestina, cerca del Mar Muerto, a 15 kilómetros de Jericó en donde el joven beduino Mohamed edh Dhib, e.d. el lobo, en el año 1943, buscando una oveja que se le había perdido, halló una caverna oculta en donde, en vasijas de barro, se conservaban decenas de manuscritos antiguos, que, una vez investigados, revelaron ser antiguos textos hebreos y arameos de la biblioteca de una comunidad de esenios -una secta judía- que tenía allí cerca sus viviendas. Desde entonces se han descubierto en los alrededores diez grutas más, todas ellas con una importante cantidad de manuscritos e infinidad de fragmentos dispersos de diversos pasajes. Ellos nos brindan prácticamente la totalidad del antiguo testamento, más otros libros de la época y de esa secta.
Lo interesante es que como esa comunidad fué aniquilada por las tropas de Vespasiano en el año 68 de la era cristiana, todos los pergaminos y papiros que allí se han encontrado se remontan a épocas anteriores a esa fecha. La datación de algunos de esos manuscritos los descubre incluso del siglo III antes de Cristo. Nada parecido se encuentra en ninguna otra rama de la literatura universal hasta la invención de la imprenta. Y estos antiquísimos testimonios de la Biblia siguen probando la fidelidad con la cual nosotros hemos recibido los textos que aún hoy leemos.
Pero una de las cosas más interesantes y conmovedoras es que, en la cueva septima, se encontró, entre otros muchos, un fragmento de escritura griega de cuatro renglones y una veintena de letras que no parecía responder a ningún texto conocido del antiguo testamento. José O'Callaghan, un jesuita, español a pesar de su apellido, biblista, hace muy poco, después de haber indagado con su computadora la correspondencia de dichos renglones con todo el antiguo testamento y literatura conocida de la época sin poder identificarlos, se le ocurrió, aunque iba contra toda la lógica -porque la esenia era una comunidad judía-, cotejarla con el nuevo Testamento y, con enorme sorpresa, descubrió que dicho fragmento correspondía exactamente a los versículos 52 y 53 del capítulo 6 del evangelio de San Marcos.
Como el fragmento, por otras razones, estaba datado muy exactamente como anterior al año 50, la comprobación asombrosa fué que, contrariamente a lo que se viene últimamente enseñando -y es que Marcos se escribió entre los años 70 y 100 de nuestra era-, en realidad ya estaba redactado antes del año 50, es decir menos de veinte años después de la Resurrección de Jesús.
Este descubrimiento ha desagradado profundamente a quienes necesitaban una datación más tardía de los evangelios para afirmar que en ellos las generaciones posteriores de cristianos habían metido la mano e inventado muchas cosas. Es por ello que se le ha ocultado cuidadosamente en los medios de difusión masiva y discutido a muerte en Jerusalén; empero es un testimonio que ya no se puede hacer desaparecer y, esperemos, que tampoco falsificar los experimentos, como se hizo con la sábana Santa. Y allí está, como uno de los tantísimos testimonios de la verdad de la Iglesia católica y del acercamiento que los santos evangelios nos hacen a los auténticos actos y palabras de Nuestro Señor y sus discípulos.
Entre ellos el diálogo de nuestro evangelio de hoy, en donde, a veinte años de distancia de los acontecimientos, Marcos recoge, aún resonando en el aire Palestino, la confesión entusiasmada de Pedro de la mesianidad de su maestro y la explicación, por parte de éste, del camino de nuestra transformación: el abandono de lo inferior, de lo puramente humano y caduco y destinado a perderse -"el que quiera salvar su vida la perderá"-, y el acceso a una vida plena y heroica de seguimiento de Cristo, de combate, de olvido de nosotros mismos, para conquistar con Él, gloriosamente, la salvación -"el que pierda su vida por mi y por la Buena noticia, la salvará"-. Que así sea.