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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

2001. Ciclo C

25º Domingo durante el año
(GEP 23-09-01)

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 16, 1-13
En aquel tiempo, Jesús decía a los discípulos: «Había un hombre rico que tenía un administrador, al cual acusaron de malgastar sus bienes. Lo llamó y le dijo: "¿Que es lo que me han contado de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no ocuparás más ese puesto." El administrador pensó entonces: "¿Qué voy a hacer ahora que mi señor me quita el cargo? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da vergüenza. ¡Ya sé lo que voy a hacer para que, al dejar el puesto, haya quienes me reciban en su casa!" Llamó uno por uno a los deudores de su señor y preguntó al primero: "¿Cuánto debes a mi señor?" "Veinte barriles de aceite", le respondió. El administrador le dijo: "Toma tu recibo, siéntate en seguida, y anota diez." Después preguntó a otro: "Y tú, ¿cuánto debes?" "Cuatrocientos quintales de trigo", le respondió. El administrador le dijo: "Toma tu recibo y anota trescientos" Y el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente. Porque los hijos de este mundo son más astutos en su trato con los demás que los hijos de la luz. Pero yo les digo: Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas. El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho, y el que es deshonesto en lo poco, también es deshonesto en lo mucho. Si ustedes no son fieles en el uso del dinero injusto, ¿quién les confiará el verdadero bien? Y si no son fieles con lo ajeno, ¿quién les confiará lo que les pertenece a ustedes? Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero»

Sermón

         Cambiando dos o tres datos de tiempo y lugar, la figura del administrador de nuestro evangelio podría corresponder perfectamente a la del clásico vivo argentino. Irresponsable, que gasta más de lo que tiene, que se da grandes aires, al mismo tiempo que es campechano y amiguero, y que aprovecha su puesto para tener ganancias extras que le permitan llevar adelante su rumboso tren de vida. Por supuesto que pensar en trabajar en serio ni por casualidad; que rebajar su nivel, tampoco. Utilizando su cargo, administrando bienes ajenos -como son por ejemplo los que maneja el gobierno-, se dedica a engrosar sus propios haberes.

Las modalidades, por supuesto, varían con las épocas: la coima por debajo de la mesa, la licitación en la cual va incluida la correspondiente comisión, el "¿cuánto escribimos en la boleta?", el depósito encubierto en una cuenta extranjera, los préstamos generosamente concedidos sin garantías en épocas de inflación, la adjudicación de contratos... En realidad, muchas de las comisiones van ya casi en blanco: ¿quién no desea ardientemente una misión al extranjero para hacer cualquier compra, cualquier negocio, en nombre de alguna repartición pública, de un ministerio?

En la época de Cristo parece que ya existían argentinos. Uno de los métodos, más o menos en boga y tolerados, era el de prestar una determinada suma y hacer constar en los pagarés bastante más, para luego recibir una mayor suma de dinero. En realidad muchas veces era una manera simple de cobrar intereses, que se detecta en recibos que nos han llegado de la antigüedad: además de aquellos en donde figuraban explícitamente los intereses, estaban los llamados átokos, es decir sin ellos, en donde el deudor consignaba la totalidad de su deuda, sin especificar la cuantía recibida por un lado y los intereses y comisión por el otro. Flavio Josefo trae el caso de Herodes Agripa I , a punto de la bancarrota, hacia los años 34 después de Cristo, que se vio obligado a solicitar un préstamo a un banco extranjero por medio de un agente de cambio, un tal Marsias . EL rey tuvo que firma un recibo por valor de veinte mil dracmas, aunque en realidad solo recibió diecisiete mil quinientas. Allí siempre estaba oculta la comisión o la coima para el intermediario.

Pero, ya sabemos, a veces se estira demasiado la cuerda; o hay un cambio de política o de partido en el poder y quedo desprotegido, o hay un honesto lo bastante zonzo u osado para hacer la denuncia, ... y comienzan los problemas. Ya se sabe, entonces, lo que hemos de hacer: no tomar ninguna determinación digna ni hacer confesión alguna; soportar unos días el bombardeo del periodismo -esto no dura más que unos pocos días o, cuanto mucho, semanas, luego la cosa deja de ser noticia y desaparece y, a la larga, todo el mundo se olvida-; en el peor de los casos soportar alguna detención, que siempre termina, transcurrido no demasiado tiempo, con la libertad y el sobreseimiento por falta de pruebas -a menos que uno haya sido militar o haya combatido contra la izquierda-; aguantar declaraciones del juez interviniente que goza, brevemente, de un intenso período de fama -después podrá postularse para diputado o senador-; y, al final, todos otra vez en la calle, felices, y sin, al parecer, haber sufrido mengua -al contrario-, en sus fortunas ... ni en su honor ... Hasta podrá integrar algún día alguna lista sábana. Con el tiempo, hasta puede ser que sus descendientes, orgullosos, puedan ver el nombre paterno designando alguna calle de la ciudad.

Hasta aquí, todo parecido con lo que le sucede al administrador en el evangelio ( oikonómos , 'ecónomo', dice el griego original). Con la diferencia de que en aquellas épocas no había tantas leyes protectoras de delincuentes, ni abogados piratas a su servicio, ni sindicalistas dispuestos a defender a cualquiera con tal de sacar su tajada del pastel. El administrador que se va a quedar en la calle tendrá que arreglarse por su propia cuenta, o mejor dicho, deberá confiar en que otros, hasta ahora más solidarios y buenos que él, lo ayuden en el futuro, hasta quizá le ofrezcan un trabajo digno... No corre a tratar de comprar a éste o aquel; ni a amenazar que si lo escrachan, él, a su vez, tiene muchas cosas que contar sobre los demás; no recurre a viles complicidades ni a un oportuno vaciar la empresa y poner pies en polvorosa... Decide, por una vez en su vida, ser honesto. Llama a sus deudores, gente honrada, de trabajo, de inversión, esa que son los que llevan adelante al país -ésa que es perseguida por el Estado y por los marxistas y por los predicadores zurdos-, (a "sus" deudores, digo, porque la parte de león de lo adeudado se lo llevaba el administrador en forma de comisión o de retorno); los llama, les rompe el pagaré y, con exacta pulcritud, les hace consignar solo lo que de hecho les ha prestado del dinero del dueño. Simplemente deja de robar al deudor. Tampoco se hace el Robin Hood con la plata de su patrón. Ninguna acción heroica: sencillamente actúa decente, justa, honorablemente.

¡Deliciosa parábola, llena de humor la que nos narra hoy Jesús! [¡La de historias divertidas que sabrá contarnos en el cielo! ¡Nada de tener que aprender a tocar el arpa!]

Y de una historia de pícaros, sin dramatismos, Jesús sabe extraer para nosotros buenas enseñanzas. No, por cierto, solo la de que si todos dejaran de robar un año -como decía Barrionuevo-, el país saldría para adelante sin problemas; ni tampoco la de una lección de economía en donde mostrar como la corrupción aumenta el riesgo país y, por tanto, la pobreza... sino sobre la actitud general que ha de tener el cristiano frente a los bienes que posee, a los talentos con los cuales Dios lo ha dotado.

Generalmente las moralejas de las parábolas las añaden los mismos evangelistas -probablemente dichos de Jesús pronunciados en otras ocasiones-. A Jesús le encantaba dejar el cuento sin explicación, polivalente, para que cada cual sacara sus propias conclusiones, para que cada época y circunstancia leyera en él lo que le fuera útil ... Lucas, para su iglesia de Antioquía, busca aplicaciones en el orden de la gestión de los bienes, y recurre a tres apotegmas atribuidos a Jesús colocándolas al final como distintas moralejas del relato: la del que es fiel en lo poco; la del uso del dinero injusto y la de la imposibilidad de servir a dos señores.

En realidad lo del peligro de las riquezas es un tema que encontramos insistente y casi exclusivamente en el evangelio de Lucas. Es una de sus grandes preocupaciones: la caridad que ha de desplegarse no solo en oración, buenos modales y buenas palabras, sino en acciones concretas, generosas, de ayuda al prójimo y en la cual tienen mayores obligaciones quienes están mejor dotados de poder, de talentos y de bienes materiales.

Tanta es la percepción en Lucas de estas obligaciones -probablemente suscitada, cuando escribía su evangelio, por la hambruna y carestía universal de la cual hablan Suetonio , Tácito y Flavio Josefo en la época del emperador Claudio -, que llega a generalizar como al menos peligroso el mero hecho de ser rico. Pronunciadas o no por el Jesús histórico la expresión "dinero de la injusticia", "dinero injusto", parecería, en principio, como condenar a toda forma de posesión de dinero. Valoración negativa, o porque -afirman algunos exégetas-, estaría diciendo que las riquezas conseguidas, de una manera u otra, siempre se poseen a costa de alguna injusticia; o porque -dicen otros-, quiérase o no, persistentemente ellas están en el centro de conflictos, de envidias, de resentimientos, de dominios y diferencias excesivas de clases. Hoy cualquier economista sabe que estos son juicios extremadamente simplistas y que el ahorro y acumulación de riquezas en manos de algunos y el respeto a su propiedad es, al contrario -si todo está acompañado de honestidad, espíritu de servicio y justicia-, promotor, a la larga, de riquezas para todos. Más aún, eso siempre fue defendido por la moral cristiana -baste leer la encíclica de Juan Pablo II " Centesimus annus "-; y la historia de la Iglesia está llena de santos pobres y ricos; así como santos gobernantes y gobernados.

Quizá el secreto de nuestra expresión es la mala traducción del original por "dinero de la injusticia" o "dinero injusto". La injusticia o adikía , en el lenguaje bíblico, no es solo una categoría jurídica o social. Es un término teológico y que nos habla de la justicia que viene de Dios, de la gracia, de la justificación, de la santidad. Nada que ver con la justicia que podrían impartir Oyarbide, Garzón, Moyano, ben Laden o el Pentágono. La injusticia, para la Biblia, al contrario, sería lo que nos deja encerrados en nosotros mismos, en lo humano, en lo natural.

La cosa se vuelve más clara aún si notamos que el término original vertido como 'dinero' no es tal, sino la inusual palabra 'mamona': mamona tes adikías , dice el griego; mammona iniquitatis , traducía la Vulgata latina; mamona de iniquidad; no "dinero de la injusticia", como hemos leído.

Y 'Mamona' es una transliteración del hebreo mámon, término desconocido en el antiguo testamento, que aparece en cambio en algunos textos de la literatura de Qumrán y cuyo significado permaneció discutido durante mucho tiempo. San Agustín , que conocía algo de cartaginés, decía que era un sustantivo de origen púnico. Es sabido que el púnico, como el fenicio, está emparentado con el hebreo. Significaba 'lucro', 'aumento de riqueza'. De tal manera que mamona sería el deseo desordenado de tener cada vez más. Hoy los biblistas están más bien de acuerdo en decir que se trata de un sustantivo derivado de la raíz ' a m a n , que significa 'estar firme', 'seguro' y, de allí, 'solidez', 'confianza'. De esa raíz, surgen, en hebreo, tanto la palabra 'fe', emuná, como nuestro conocido 'Amén' cuyo sentido es 'creo', 'así es' -no así sea-. Por eso respondemos 'Amén' cuando el sacerdote nos presenta la hostia y nos dice "El Cuerpo de Cristo": 'Amén', afirmamos, 'creo', 'creo Señor que estás ahí'. Mamona sería una derivación de la misma raíz que señalaría "aquello en lo que uno pone la confianza".

De allí no resulta difícil entender el paso semántico a "dinero", "bienes", "posesiones". Hombres y mujeres que somos y que ponemos nuestra confianza -o nuestros temores y zozobras- en el tener o no tener dinero. Eso es casi lo principal: no Dios, no la vida verdadera, no la gracia, sino la plata. Aún los eclesiásticos parecen a veces más interesados en lanzar incendios para lograr la promoción económica de los pobres -por supuesto, consiguiendo siempre lo contrario: empobrecerlos más con sus ideologías socialistas-, que en lograr para ellos la fe, la justicia y la salvación divinas.

En fin. El rico que no necesita de Dios. Que, porque se siente seguro en medio de su poder y sus cuentas bancarias, no deposita su confianza en el Señor, único capaz de darle sus verdaderos bienes. O el que se dirige a Dios, transformándolo en ídolo, en divinidad de la fortuna -bajo disfraz cristiano-, solo para que proteja sus ingresos y sus haberes. El hombre, construyendo sus altas torres de Babel, tratando de realizarse por sus propias fuerzas. (Pero es de mal gusto, recurso bajo, en estos trágicos días, hablar de torres o de la inseguridad de todo hombre aún en medio de las mayores riquezas.)

Nuestro ecónomo del evangelio nos da una buena lección. En su final manejo honesto de los bienes entiende poner su futura seguridad no en las riquezas, sino en el bien que hace a aquellos a los que trata con honestidad. Deja de lado su confianza en mamona y la pone en las buenas obras que hace a su prójimo y agradan a Dios, al dueño que lo elogia.

¡Qué bueno sería que los pícaros y vivos argentinos nos asomáramos al humor de Cristo y, sea como fuere que hubieren accedido al poder y al dinero -lo pasado pisado-, conmovidos por la gracia o por los tremendos acontecimientos de la hora, nos pusiéramos a pensar en los demás, en la justicia que viene de Dios. No, quizá, para regalar irreflexivamente nuestros bienes a los pobres, con acciones heroicas tipo san Benito o san Francisco, sino simplemente manejándonos con honestidad, cumpliendo con nuestro deber, con nuestros horarios, estudiando como corresponde, llevando nuestro matrimonio y familia como Dios manda, viviendo con decencia a ultranza, no cediendo ni a la más pequeña coima o regalo sospechoso, dados o recibidos, gastando con largueza, promoviendo las buenos productos y las buenas artes y artesanías y los buenos servicios. Ayudando, por supuesto, a los menesterosos, pero astutamente, como hijos de la luz, no dando imprudentemente limosnas a los explotadores y explotadoras de bebes y de menores y de lisiados que vemos en las calles y, sobre todo, dirigiendo nuestros propósitos y esfuerzos hacia el negocio único de la vida eterna, de la santidad. Dando con buen humor nuestro Amén, no a Mamona, sino a Cristo, nuestro amabilísimo Señor.

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