Lectura del santo Evangelio según san Marcos 9, 30-37
Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará.» Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?» Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos» Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado»
Sermón
Hace dos años, con una producción meritoria, se estrenó y tuvo singular éxito la película de Ridley Scott , el director de Alien , Gladiador , donde se hizo famoso Russel Crowe . Yo, aunque nunca voy al cine, la tuve que ver, en una versión de DVD, porque había unos amigos que insistían en que este actor era idéntico a mi hermano Hernán. La verdad es que el parecido no me convenció demasiado. (Él estaba contento lo mismo). De todos modos, -sería porque hacía mucho tiempo que no iba al cine- el espectáculo, de por sí intrascendente, me entretuvo. También la técnica del DVD me impresionó: con un segundo disco en donde se pasaban pormenores de la filmación, entrevistas a los actores, y una sección de escenas que habían sido descartadas para no hacer desmedidamente larga la cinta. Justamente, entre esas escenas había una brevísima, conmovedora, -que ciertamente se omitió por razones ideológicas, no porque pudiera prolongar nada la obra-: un instante en donde Crowe, desde un cuarto donde se encuentran concentrados los gladiadores, se asoma por una ventana a la arena y, mientras salen los leones, se ve un grupo de gente arrodillada. Evidentemente mártires cristianos. La cámara se acerca a la cara serena de un chico que se abraza a su madre y a último momento oculta su rostro en el pecho de ella.. Lástima haber suprimido la escena; le hubiera dado al filme un toque cristiano que lo habría rescatado de su tono 'new age'.
De todos modos podría llegar a ser discutible la presencia de un niño entre esos mártires. Los romanos tenían la crueldad necesaria, con suficiente motivo, para matar o torturar pequeños, pero, como espectáculo de anfiteatro, podemos dudar que fuera motivo de atracción para las masas. Al fin y al cabo, aún entre los humanos, el profundo instinto entre los primates de protección al cachorro, sigue funcionando.
Eso no quiere decir que, como tal, los niños gozaran en Roma y, en general, en la antigüedad, de demasiados privilegios. Las familias campesinas les tenían aprecio, sobre todo si eran varones y sanos, como promesa de brazos para el trabajo y para la milicia, pero en las grandes ciudades, salvo el primogénito, futuro heredero del apellido y sus bienes, no eran siempre bienvenidos. La vida del romano era peligrosa desde el mismo día en que venía al mundo, sobre todo si nacía mujer o de alguna manera discapacitado. El padre tenía incluso, si no los quería, el derecho de suprimirlos. Las cosas fueron de mal en peor. Tanto, que el emperador Augusto tuvo que tomar medidas para promover la fecundidad, ya que sus súbitos, corrompidos por la prosperidad, usaban prácticas anticonceptivas, comprometiendo decididamente la natalidad de las clases dirigentes necesarias para mantener el control romano sobre el inmenso imperio.
Por otra parte, aún en estas clases, el estatuto del niño era precario. Mientras no vistiera la toga viril y llegara a la adultez, ¡y después de diez años de servicio en el ejército! no tenía ningún derecho, y era el último orejón del tarro.
Si esto sucedía en las familias de la aristocracia, tanto peor en otros segmentos de población: hijos de artesanos, de esclavos y esclavas, de padres desconocidos en los promiscuos barrios de la gente pobre, y, sobre todo, huérfanos sin fin que producían con abundancia las frecuentes guerras del imperio. Ya la Biblia marcaba como especialmente desdichada la condición de los huérfanos... y las viudas. También la mujer que se quedaba sin marido, habiendo ya perdido la protección de la familia paterna, salvo que tuviera un temple muy especial, era el paradigma de la indigente, de la desamparada. Igual que el niño.
Y Roma estaba infestada de chicos sin padres. Algunos de ellos, furtivamente, vivían de la mendicidad, pero la mayoría eran cazados sin piedad por los comerciantes de esclavos para dedicarlos a diversos menesteres, entre ellos, si eran de buena apariencia, el de la prostitución infantil. A nadie se le ocurría en esos tiempos tener orfanatos o adoptarlos.
Durante los primeros días de la persecución de Nerón, después del incendio de Roma en Julio del 64, cuando murieron Pedro y Pablo, que es, como ya hemos dicho, el ambiente en el cual Marcos, en Roma, escribe su evangelio, el martirologio jeronimiano habla de 979 mártires. Para la comunidad cristiana romana, que estaba aún en sus lentos inicios, esta debe haber sido una sangría formidable. Pero lo peor debe haber sido la cantidad de huérfanos que estas muertes suscitaron y que quedaban sin tutores ni recursos y expuestos a la esclavitud.
Desde el comienzo, en una iniciativa que jamás había conocido la humanidad, la comunidad cristiana se ocupó de las viudas y los huérfanos, tal cual nos lo cuentan los Hechos de los Apóstoles. Eso siempre resultó oneroso, pero, en medio de la persecución de Nerón que había diezmado a la Iglesia, la cantidad inesperada de casos de orfandad debe haber constituido un verdadero problema.
No es extraño pues, que el recuerdo de la bondad de Jesús con los niños -no normal para la época- surgiera con especial vehemencia de la pluma de Marcos, para exhortar a los cristianos a extremar su generosidad con ellos aún en esas apretadas y peligrosas circunstancias.
Ese Jesús que siempre toma el lado de los más sufrientes, de los más perseguidos, de los menos apreciados por la sociedad, no podía sino identificarse especialmente con los más ' nada' en la sociedad, los ' nadies ' que eran los niños en su época. ¡Qué preciosa la frase que Marcos nos transcribe!: " El que recibe a uno de estos pequeños en mi nombre, a mí me recibe ". La misma frase que otros evangelistas usan para hablar de los apóstoles, de los enviados de Jesús. " El que a vosotros recibe a mí me recibe " (Mt 10, 40-41). (Porque, en las costumbres de la época, el embajador debe recibir los mismos homenajes que los que se darían a aquel que lo envía.) Pero ahora, forzando la frase, Marcos hace que Jesús nombre sus 'embajadores' no a los obispos, a los predicadores, a los misioneros, a los apóstoles, sino a lo nulo en la sociedad, a un 'no persona', al colmo de lo que a los ojos de las convenciones de entonces carecía de valor: un niño.
Era como para conmover los corazones más empedernidos: ¿qué cristiano no haría el esfuerzo de recibir en su casa, de adoptar a un niño hijo de un asesinado por la fe, sabiendo que era el mismo Jesús el que lo hacía embajador de sí mismo? " El que recibe a uno de estos pequeños a mí me recibe "....
Y, genialmente, Marcos coloca esta escena tiernísima, pero de una necesidad acuciante en esos momentos terribles de la Iglesia, en el contexto de las estupideces humanas de privilegios y primacías en que se debatían los adultos, los mayores.
Hay que pensar que, en ese entonces, la Iglesia no estaba plenamente organizada. Cuando Pedro llega a Roma, probablemente en el 62 -dos años antes de su muerte-, ya hacía por lo menos veinte años que en la capital del imperio, aunque pequeñas, existían comunidades cristianas. La epístola de Pablo a los romanos escrita en el 57 ya supone la existencia de una iglesia bien asentada. Quién o quiénes la fundaron no ha quedado registrado. Sí los nombres de muchos de sus dirigentes, varones y mujeres, -los menciona Pablo en esa misma epístola-, pero no los de los primeros que llegaron a Roma trayendo la buena noticia, el evangelio de la Resurrección.
El arribo de Pablo, luego de Pedro, quizá de otros emisarios enviados desde Jerusalén o Antioquía, habrá desatado seguramente discusiones, en esas ya relativamente viejas iglesias, de quiénes habían de llevar la voz cantante en ellas. No podía así nomás venir de pronto uno de los doce o alguno de sus enviados a imponer su autoridad. Y, dada la naturaleza obtusa de los hombres, no es extraño que ni siquiera en medio de la persecución dejaran de estar los cristianos divididos respecto a los que debían manejar las cosas o presidir la oración, las ceremonias, la eucaristía. Marcos escribe este pasaje para ellos.
Y vean como retrotrae esta situación a recuerdos que vienen de la época del mismo Jesús. En medio del segundo anuncio de la Pasión, ya encaminados Jesús y los suyos decididamente a Jerusalén, los discípulos, en lugar de hablar y meditar sobre ese anuncio tremendo, andaban discutiendo sobre quién era el más grande.
Y no se trataba de una discusión entre oyentes comunes. No: en el pasaje que acabamos de leer se da, en el evangelio de Marcos, un cambio importantísimo de auditorio. Hasta este capítulo 9 se hacía referencia a la predicación de Jesús a todo el mundo , a la multitud , cuanto mucho a ' sus seguidores ', los llama Marcos. Pero ahora escapa a la multitud " no quería -dice el evangelio- que nadie supiera donde estaba ", porque quiere dedicarse especialmente a sus discípulos . Ya no solo seguidores , sino discípulos . Y fíjense que este papelón de estar discutiendo quién era el más grande ni siquiera lo hacen los discípulos en general, sino la crema de la crema de ellos: los Doce . Y es entonces a ellos a quienes Jesús llama (" sentándose, llamó a los doce ") para, como maestro, enseñarles en qué consiste la verdadera autoridad. Aún así los discípulos seguirán sin entender y, cuando llegue el momento de la cruz, por más que en teoría supieran de labios de Jesús lo que tenía que suceder, huirán como ratas. Cristianos de siempre que en teoría ponemos crucifijos por todos lados, pero cuando la cruz aparece en serio en nuestras vidas, le escapamos como a la peste. Es en ese contexto en donde introduce Marcos la escena del niño, y su idea de la superioridad y la grandeza.
Es el servicio, la entrega, el trabajar humildemente por el Reino lo único que realmente establece una jerarquía en ese Reino. Y si Vds., cuando vuelvan a casa, se fijan en el capítulo 8 de Marcos y repasan el primer anuncio de la pasión, verán como Marcos modifica ahora el vocabulario. Allá, en el capítulo 8 decía: " comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas ". (Es cuando Pedro lo lleva aparte y se pone a reprenderlo y Cristo debe recriminarlo con las duras palabras ' Apártate de mí, satanás '). Ahora, en este segundo anuncio, Marcos avanza en su lenguaje teológico, no habla de sufrimiento en bruto -el sufrimiento, de por si, no sirve para nada- sino de 'entrega': " El Hijo del hombre será entregado, en manos de los hombres ...." Aunque el instrumento de esa entrega será de hecho Judas, la voz pasiva aquí utilizada habla de que la entrega surge de Dios.
Desde este punto del evangelio Marcos comienza a repetir varias veces este verbo 'entregar' (' paradidomai' ) 'in crescendo', hasta la suprema entrega de la cruz. Es pues la entrega, no el sufrimiento, la que explicará finalmente el sentido de la Cruz: el servicio hasta al fin, hasta la donación de la propia vida. Entrega de amor hecha por Dios al hombre. Eso es verdaderamente, servir , ser servidor: entregarse, darse, regalarse.
Es esta entrega, este servicio, lo único que establece verdadera autoridad. Y es la entrega la que liga todo el pasaje de hoy: desde la entrega de amor que Dios hace a los hombres de la vida de su propio hijo, hasta la entrega que todo discípulo ha de hacer de sí mismo en el servicio a los demás, hasta a los más pequeños y sufrientes y 'nadies', los representantes, embajadores de Jesús, a quienes, sirviendo y entregándonos, servimos al mismo Jesús.
Curiosamente, a medida que Jesús va siendo más explícito y más se acerca en su enseñanza al grupo de sus elegidos, cuanto más próximo está el momento supremo de la prueba, sus discípulos menos lo comprenden. No se atreven a preguntarle. Extraña actitud de los hombres que, cuando están bien, no les importa hablar de enfermedades ni se alarman demasiado por futuros sufrimientos, pero, cuando están verdaderamente enfermos, pareciera que quieren ignorar o negar el peligro de su mal. Ahora, ante el anuncio de Jesús y los signos ominosos que ya empiezan a acumularse en el futuro cercano, Pedro ni siquiera trata de disuadirlo, ignora sus palabras, no quiere interrogarle. Los doce, entre ellos, se ponen a discutir de tonterías, quién es el más grande.
Se parecen a los obispos que quieren llegar a arzobispos, a los arzobispos que quieren llegar a cardenales, a los cardenales que quieren llegar a Papas, aunque la Iglesia se haga pedazos a su alrededor.
Se parecen a esos movimientos eclesiásticos que se piensan el uno mejor que el otro.
Se parecen a una nación que se hunde, pero en donde, hasta que 'los devoren los de afuera', todos se pelean mutuamente por los mendrugos que restan de dinero y de poder.
Se parecen a esas parroquias en donde cada vez hay menos gente, pero todos los que en ella ocupan algún lugar no quieren ceder un palmo de su autoridad, de su pequeño coto de caza, de su minúscula porción de dominio, de jurisdicción.
Se parecen a esas familias en que, por pequeñas cuestiones de orgullo o de creer tener razón o de no aceptar nunca humillarse, por no ceder, por no entregarse, son capaces de llegar a la disolución del matrimonio, al abandono de los hijos, a la destrucción de la propia y ajena felicidad.
Allí está la iglesia de Roma, en tiempos de Marcos, en supremo peligro, con enemigos y leyes que acumulan espadas de Damocles sobre sus cabezas; ¡y los dirigentes planteando cuestiones de privilegio, enzarzados en discusiones sobre quien es el mayor...!
Y Marcos recuerda a Jesús poniendo las cosas en su lugar. Él, que pronto va a prestar el supremo servicio de su entrega en cruz, abraza y muestra un niño. Ese 'pequeño nadie' es su representante privilegiado: no la mitra, no la corona, no el bastón de mando. Y nuestro puesto de honor: el servicio de caridad, de amor, de entrega, que todos hemos de hacer, sobre todo a los más pequeños, a las víctimas, a los que sufren, a los que ignoran el evangelio, a los engañados por sus dirigentes, a las múltiples orfandades del pobre hombre de nuestro tiempo, a tanto pequeño comido por los leones... Todos ellos representantes, embajadores de Jesús.
Allí, en el servicio a ellos, no en la lucha por el prestigio, por los títulos, por la falsa autoridad, subsiste la Iglesia, el amor de Cristo.