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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1981. Ciclo A

25º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 20, 1-16a
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: «El Reino de los Cielos se parece a un propietario que salió muy de madrugada a contratar obreros para trabajar en su viña. Trató con ellos un denario por día y los envió a su viña. Volvió a salir a media mañana y, al ver a otros des­ocupados en la plaza, les dijo: "Id vosotros también a mi viña y os pagaré lo que sea justo". Y ellos fueron. Volvió a salir al mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Al caer la tarde salió de nuevo y, encontrando todavía a otros, les dijo: "¿Cómo os habéis quedado todo el día aquí, sin hacer nada?" Ellos le respondieron: "Nadie nos ha contratado". Entonces les dijo: "Id también vosotros a mi viña". Al terminar el día, el propietario llamó a su mayordomo y le dijo: "Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando por los últimos y terminando por los primeros". Fueron entonces los que habían llegado al caer la tarde y recibieron cada uno un denario. Llegaron después los primeros, creyendo que iban a recibir algo más, pero recibieron igualmente un denario. Y al recibirlo, pro­testaban contra el propietario, diciendo: "Estos últimos trabajaron nada más que una hora , y tú les das lo mismo que a nosotros, que hemos soportado el peso del trabajo y el calor durante toda la jornada" El propietario respondió a uno de ellos: "Amigo, no soy injusto contigo, ¿acaso no había­mos tratado en un denario? Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a éste que llega último lo mismo que a ti. ¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?" Así, los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos»

Sermón

La parábola de hoy, fuera del contexto en que fue pronunciada por Jesús, no solo resulta difícil de entender, sino que hasta choca. El procedimiento del dueño de la viña no hará ciertamente que, al día siguiente, todos se presenten a trabajar a primera hora de la mañana, sino al contrario.

Aún en el mejor de los casos alguno de los primeros podría no haber protestado –algo de solidaridad había, aún en esos tiempos, con los pobres desocupados- pero, ciertamente, no hubiera podido dejar de sentirse algo tonto por haber sido de los que más trabajaron y abrigado, además, algún sordo resentimiento porque el patrón no los hubiera recompensado de alguna manera.

Uno ha oído muchas veces que este cuento es una alegoría de la vida humana y del premio del cielo. La conclusión así sería que “aún cuando hayas sido un truhán toda la vida, si, como el buen ladrón, te convertís a último momento, lo mismo podés lograr la vida eterna”.

Sin embargo esta no parece ser la explicación correcta. El denario como tal no tiene envergadura para representar el cielo. Un denario era con lo mínimo con lo que se podía vivir en aquella época un día, el salario promedio cotidiano, y nada tiene que ver con la recompensa espléndida de la eternidad.

Por otro lado sabemos que, al cielo, no todos lo fruirán en la misma medida, sino en relación directa al grado de caridad, de entrega a Dios y al prójimo, que hayan alcanzado en esta vida.

Ya Mateo, el evangelista que recoge esta parábola de escritos o tradiciones anteriores que apuntaban, muchas veces, dichos de Jesús no ubicados en circunstancias pormenorizadas, no sabe muy bien qué explicación darle. Más aún, los manuscritos que quedan del siglo II y que usa la versión latina oficial de la Iglesia -la Vulgata- añaden a la redacción de Mateo otro significado. Al terminar la parábola, agregan, a la frase “los primeros serán los últimos”, otra -dicha ciertamente por Jesús, pero vaya a saber dónde y cuándo: “Muchos son los llamados, pocos los elegidos”.

Con este añadido la Vulgata quiere hacer decir a la parábola que los llamados temprano, porque murmuraron, porque alardean de su servicio, porque se rebelan contra la decisión del dueño, porque rechazan el don de Dios, echan a perder la salvación. “Úpage!”, “vete!”, de hecho les conmina el patrón, en el versículo catorce.

Se entiende así el relato como una parábola de juicio. Como si aconsejara con ella: “No pierdas la salvación por murmurar, por justificarte ante tus propios ojos, por rebeldía, por soberbia, por creer que has hecho algo”.

Pero esta interpretación del Vulgata deforma el sentido original de la parábola, porque, al fin y al cabo, en ella también los primeros reciben, no la condenación, sino el jornal convenido.

Las traducciones modernas, basándose en manuscritos anteriores a aquellos del siglo II, omite esa última frase de la Vulgata y deja al pasaje tal cual lo hemos escuchado hoy.

Sin embargo, ya aquí, podemos notar que el refrán final: “los últimos serán los primeros”, aunque seguramente pronunciado por Cristo, no lo fue como remate de este cuento, sino en otra ocasión, como lo muestra la aparición del mismo refrán en otros contextos del evangelio.

Tengan siempre en cuenta que en los comienzos de la Iglesia, antes de que los evangelios fueran escritos, muy probablemente había colecciones de parábolas por un lado y, por otros, de milagros, de discursos y de frases o refranes de Jesús.

Cada evangelista armará su evangelio según sus propias investigaciones y teología y sacando lo que les interesa de estas fuentes, sin saber exactamente cuándo Jesús dijo tal o cual cosa.

De tal manera que, si tuviéramos que remontarnos a lo más original, habría que intentar comprender la parábola sin ningún añadido e imaginar contextuarla en las circunstancias de Jesús, no de Mateo o de la Iglesia primitiva, y en la medida que sea posible reconstruirlas.

Muy probablemente está dirigida a los enemigos de Jesús: los fariseos, escribas y sacerdotes, que se sienten escandalizados de que él trate con publicanos, con ignorantes y con pecadores.

El sentido sencillo y directo y original de la parábola sería decir a estos adversarios: “¿Por qué se enojan de que, en lugar de hablarles exclusivamente a Vds. -los sanos, los justos- para llamarlos al Reino, quiera también que se acerquen los pecadores?” “¿Acaso pueden escandalizarse porque Dios es bueno y quiere salvar a todos los israelitas, no solamente a los judíos cumplidores?” “¿No necesitan todos, acaso, de un denario para poder vivir?”

Cuando Mateo escribe su evangelio ese problema ya no existe. Además no está hablando -como Jesús- solo a los judíos. Está escribiendo para los cristianos.

Por eso transforma la parábola ya que son otros los problemas que aquejan a su comunidad. Está redactando treinta años después de la muerte de Cristo. Todavía viven muchos cristianos de la primera hora. Incluso muchos que han conocido personalmente a Jesús. Probablemente ellos se creen con privilegios respecto de los nuevos cristianos que se van convirtiendo e ingresando en la Iglesia –tanto judíos como paganos- y protestan porque a estos nuevos a lo mejor se les da la misma autoridad que a ellos, escuchándolos en pie de igualdad, quizá haciéndolos presbíteros y obispos.

Mateo, entonces, lo que hace es aplicarles la parábola a ellos, añadiendo la frase de Jesús: “Muchos primeros serán los últimos y muchos últimos primeros

Así pues ni en boca de Jesús, ni en Mateo, el denario significa la recompensa del cielo. Ese sentido se lo da, recién, la Vulgata.

Claro, nosotros podemos, en base a la parábola, hacer también aplicaciones piadosas respecto de los convertidos a último momento, que lo mismo se van al cielo. Y está bien, pero es bueno recordar siempre el sentido original de las palabras de Jesús, para no plantearnos falsos problemas.

Pero, en fin, las protestas de los fariseos y de los primeros cristianos ya han quedado lejos de nuestra esfera de intereses. ¿Qué mensaje, entonces, perennemente valioso, podemos extraer para nosotros que vivimos tan lejos de esos tiempos? ¿Acaso el de Lutero, que decía que los primeros llamados figurarían a los católicos que creen en el mérito de las obras, cuando –según el heresiarca- ‘todas las acciones de los hombres son malas' y Dios no las aprecia en nada y, al final, lo único que cuenta es la justicia de Dios volcando toda su ira en su Hijo Jesucristo y así olvidándose de los pecados de los demás? Por eso –afirma Lutero- el premio es exactamente igual para todos, puesto que, como pecadores corrompidos, ninguno puede sobresalir sobre nadie.

Ciertamente, acabamos de verlo, la parábola está muy lejos de afirmar lo que pretende defender Lutero. Sin embargo, algo de razón éste tendría si pensáramos que ser buenos católicos, cumplidores, tratando de evitar el pecado, ser cada vez mejores, cumplir los mandamientos, es un trabajo que realmente ‘merece', en lo que tiene de esfuerzo humano, un premio más grande que el de aquel que, llevando una vida pecadora y divertida hasta el fin de sus días, se convierte a último momento.

Sí. Pero no.

Entiéndase. Si nuestro planteo es “¿Cómo? Yo que no he podido prosperar demasiado porque nunca he aceptado coimas o negocios sucios; yo que por ser buena me es difícil conseguir un muchacho con quien salir; yo que, separada, no he vuelto a ‘rehacer mi vida' por seguir la Ley de Dios; yo que he sufrido siempre sin protestar y que contra viento y marea he venido siempre a Misa y tengo que remontar difícilmente la corriente de lo que hace todo el mundo para vivir cristianamente a costa de sacrificios, de renuncias, de problematizarme con el sexto mandamiento; yo ¿voy a recibir el mismo premio que uno que no le importó un pito todo eso; que hizo cualquier negocio y aceptó cualquier enjuague; que ‘rehízo' su vida; que se divirtió como loco a costa de la moral y de la sociedad, pero, que a último momento se arrepiente?

Si el planteo es así, con exigencias y protestas, hay algo que no funciona.

Ciertamente un algo de egoísmo y de envidia, que habría que detectar. Quizá, también, una actitud religiosa que llevaría a pensar que el cristianismo es una especie de negocio: me porto bien, Dios me premia; me porto mal, Dios me castiga. Mejor entonces portarme bien.

Otrosí, un pensar que la recompensa infinita del cielo puede comprarse de alguna manera con nuestras acciones.

No: ni la más heroica y santa de las vidas, ni cien años colgados en una cruz, pueden parangonarse a lo que Dios nos va a dar en la eternidad. El cielo de ninguna manera es proporcionado ni aún a la más portentosa y heroica de nuestras acciones humanas.

Pero, sobre todo, lo que no funciona es que no entendemos que, si nos portamos realmente bien –y no hablo del cumplimiento farisaico y timorato de los más-, este portarse realmente ‘bien' que abre nuestro corazón al amor, a la caridad -y por lo tanto abre y amplía nuestras almas para poder gozar en el cielo en mayor medida que los demás la visión de Dios- es también gracia. Ya es un don de Dios, no estrictamente mérito nuestro. Si ‘merecemos', ese mérito también es gracia de Dios.

Es gracia de Dios el cielo; pero también es gracia de Dios el mérito con que lo obtenemos y que es la medida en que lo gozaremos.

¿Qué mayor gracia que el poder ser de los trabajadores de la primera hora? ¡Poder estar con Cristo desde el principio, luchar con Él, salvar con Él, merecer con Él!

Los guerreros que luchan y triunfan también triunfan para los que no lucharon; y también éstos gozan del botín y de la paz. Pero ¿quién les quitará a los primeros la honra de haber sido llamados a compartir la batalla del caudillo y reposar en la victoria, no solo en el regalo de la paz, sino con el orgullo de las cicatrices de la lucha y de la espada mellada colgando brillante de su flanco?

¿Y no habrá sido gracia también, entonces, el haber sido llamados, por el Capitán a la lucha antes que otros y haber recibido de Él la espada, aunque muchos hayan después aprovechado, sin haber combatido, del premio de la Paz?

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