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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1982. Ciclo B

25º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Marcos     9, 30-37
Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará.» Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?» Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos» Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado»

Sermón

A pesar de que los evangelios son palabra inspirada y, además, mensaje de salvación para todos los tiempos y para todas las culturas, no pueden entenderse en vivo sino ubicándose en el tiempo y circunstancias en que fueron escritos. Si no se hace así, la lectura ofrece no pocas dificultades y hasta puede llegar a desconcertarnos, o no decirnos, a nosotros, hombres del siglo XX, absolutamente nada.

Es por eso que, sin instrucción, la Iglesia no siempre aconseja la lectura directa de la Sagrada Escritura. Más vale leer un buen libro piadoso o de algún santo escritor más cercano a nosotros.

En realidad la Iglesia nos habla de Dios, de Cristo, fundamentalmente en el ‘Catecismo' que, por su naturaleza misma, trata de ir adaptándose al lenguaje de las diversas épocas y lugares. Y aún cuando, presuponiendo una cierta instrucción, la Iglesia de hoy trata de que se lea más abundantemente la Escritura, por ejemplo en la liturgia, insiste en que la homilía del celebrante aclare y actualice lo que se ha leído de los viejos textos.

Como decía, pues, es importante ubicarse en las circunstancias en que ellos fueron escritos. Toda literatura, todo discurso, toda enseñanza es respuesta a determinada problemática. Si uno no conoce esa problemática, qué es lo que se preguntó, no es sencillo entender la respuesta.

Si uno lee por ejemplo un sermón de Fray Mamerto Esquiú o un discurso de Sarmiento sin conocer las circunstancias políticas y religiosas que los ubican históricamente, entenderá la mitad de lo que dicen, se le escaparán las alusiones veladas a determinados hechos, personajes o instituciones que, en aquellos momentos todos conocían pero que, ahora, ya han quedado olvidados.

Así los evangelios. Si uno los lee sin ubicarse, sin saber en qué circunstancias fueron escritos, a qué problemas quería responder el redactor cuando intentaba recordar o seleccionar palabras y hechos de Jesús o qué dudas de su auditorio trataba de aventar, qué vicios intentaba corregir, fácilmente creerá encontrarse frente a un texto obsoleto, arcaico, intrascendente par ‘mi' situación actual.

Por eso tenemos que sumergirnos con la inteligencia y la imaginación ayudadas por un estudio serio de la época, lugar y vicisitudes que rodeaban la redacción de las Escrituras. Solo así –y en la oración- podemos realmente rescatarlas para la vida.

Eso no es una introducción al sermón de hoy sino una exhortación al estudio. No basta comprarse los evangelios y leerlos. Para eso mejor quedarse con el Catecismo. Si se quiere leer la Escritura hay que ponerse a estudiarla en serio.

Y, para lo de hoy, recordemos, al menos estas pocas pinceladas de las circunstancias que rodeaban al redactor, Marcos .

 


Nerón 37-68 y Agripina, su madre

Marcos, discípulo de Pablo y Pedro. Probablemente escribe después del mediodía en algún lugar de Italia, quizá Roma. Un cuarto en algún condominio -‘ insula' - romano con una ventana para iluminar sus escritos. La noche impide el trabajo: las lámparas de aceite son costosas e iluminan mal. A la noche se duerme o se reza. Unas cuantas hojas de costoso papiro donde escribe con un cálamo y tinta sobre una especie de escritorio.

Marcos ha acompañado mucho tiempo a Pablo y, después, a Pedro, y ha visto como, poco a poco, en medio del inmenso imperio romano, comienzan a juntarse discípulos de ese Jesús de cuya vida antes de la Pascua tanto le han hablado Pablo –por referencias, ya que tampoco lo había conocido personalmente en aquella etapa-, Pedro y otros testigos. Marcos no había tratado a aquel Jesús, aunque conocía y amaba profundamente al Cristo Resucitado.

Cuando Marcos se pone a redactar su obra se conservaban no solo tradiciones que se pasaban boca a boca sino escritos, con muchos relatos de milagros y frases de Jesús. También circulaban cartas de algunos apóstoles.

Pero lo importante eran los grupos de cristianos que se reunían para partir el pan y transmitirse mutuamente la experiencia viva de Jesús y que, llevados por el Espíritu, iban profundizando cada vez más en quién había sido y era Jesús, el Cristo, el Redentor.

La Iglesia, pues, se iba estructurando, y explicitando su doctrina, paulatinamente. En realidad, los libros del nuevo testamento son el testimonio del enorme trabajo de reflexión que los cristianos hicieron sobre el Señor, sobre ellos mismos y sobre el mensaje de salvación.

Ahora bien, ese mensaje de salvación, que llegaba desde un oscuro rincón del mundo, la Palestina, hasta el centro mismo del imperio, donde Marcos reflexiona, ora y escribe, venía pretendiendo afirmar que no era una religión más de las tantas que se hacían la competencia en Roma, sino que era y es la revelación definitiva de Dios a todos los hombres. La única Verdad y camino de Vida.

Pero, si era así ¿no había que esperar que todo el mundo -y antes que nadie los judíos, el pueblo elegido- se convirtieran en masa y los cristianos ponerse a la cabeza del imperio, transformarse en sus inspiradores, mostrarse como un pueblo de santos y puros, reformado totalmente la sociedad?

Eso concluiría la lógica humana y, ciertamente, era lo que esperaban la mayoría de los que se convertían, ilusionados, al cristianismo.

Y, sin embargo ¿qué es lo que ve Marcos, allá por el año 69, a su alrededor? Un puñado de cristianos, apenas, en una ciudad de más de un millón de habitantes. Del inmenso imperio que contenía más de treinta millones a Marcos le consta que ha dejado atrás, en sus viajes con Pablo, solo pequeños grupos de cristianos, en medio del rechazo general de los judíos y la burla e indiferencia de la gran mayoría de los paganos. Sus seguidores son, en su mayoría, de baja o media extracción social. Ningún grande de este mundo, salvo excepciones, por ahora, parece haberse convertido.

Para peor, Nerón, el emperador reinante, ni siquiera para enfrentarlos en serio sino para echarles encima la culpa del incendio de Roma que él mismo había provocado hacia el 64, desencadena una persecución que liquida a cientos de seguidores del Señor.

Desde Palestina llegan noticias de que los judíos casi han terminado con los cristianos. Han asesinado a Santiago el Mayor y, luego, al Menor. Aquí, en Roma, acaban de crucificar y decapitar respectivamente a Pedro y Pablo.

Peor todavía, como lo reflejan las epístolas, el comportamiento de los cristianos deja mucho que desear y los que deberían dar el ejemplo están llenos de defectos y mezquindades. Incluso, entre los pocos que son, hay tensiones y enfrentamientos para ver quién manda, quién va primero.

Es en estas circunstancias, cuando Marcos tiene que explicarse a sí mismo y a los demás el por qué de este hasta ahora poco éxito, casi fracaso humano. Y, asimismo, del dolor y de la muerte y de las penas y pequeñeces que le rodean por todas partes.

Y es claro que la clave de todo es la vida misma de Jesús. ¿No terminó El mismo en el fracaso? ¿No fue crucificado? ¿No surgían, aún entre sus discípulos más inmediatos, rencillas y mezquindades? ¿No se resistieron ellos mismos a entender y aceptar que el camino de Jesús no sería el del Mesías triunfante sino el del Hijo del hombre doliente y ajusticiado?

Es por ello que esa tarde habiendo comprado sus hojas de papiro, toma su cálamo y –el primero- comienza a redactar su evangelio. No solamente haciendo obra de cronista o historiador, sino partiendo de escritos fragmentarios anteriores y de las predicaciones de Pablo y Pedro, pero sobre todo, tratando de responder las angustiosas preguntas que él mismo y los cristianos se están haciendo allí, en ese tiempo, en Roma, sobre su fe. Su narración pues reflejará al mismo tiempo los acontecimientos de la vida prepascual de Jesús y los que están viviendo en ese momento los cristianos.

Y la cuestión fundamental está, como hemos visto el domingo pasado, en que los seguidores de Jesús no terminan de entender qué tipo de Mesías es el Señor; qué tipo de Reino viene a instaurar; qué camino de Cruz y Calvario deben seguir.

Las circunstancias han evolucionado, para nosotros, cristianos del siglo XX. En realidad desde una posición mucho más fácil que la de aquellos nuestros predecesores en la fe. Tenemos atrás una gloriosa historia de la Iglesia, plena de realizaciones no solo de santidad sino humanas. Empero nuestro presente no parece estar demasiado alejado de las pautas que hubo de vivir Marcos. A la vista de todos está la persecución del mundo a la Iglesia, la decadencia de esta en tantos aspectos en los cuales pareció brillar durante tanto tiempo, la disminución de la garra católica –al menos en Occidente-, los escándalos y extravíos doctrinales de tantos clérigos y religiosos.

Y cada uno ha de verse con su propia historia personal. Historia de pequeñeces, de falta de entrega, de falsas ilusiones, de desalientos, de incomprensiones por los caminos que nos marca el Señor, Le hemos buscado mesías reinante; hemos tratado de hallarle hablándonos, consolándonos, dándonos los primeros puestos, solucionando todos nuestros problemas, personales y nacionales y Él insiste en presentársenos escupido, azotado, mudo, fracasado, colgado en una cruz.

Ya es de noche. La lámpara de aceite que Marcos ha encendido para no cortar su inspiración, finalmente se apaga. Pero esa tenue luz, en el horizonte, más allá de la inmensidad desafiante de la silueta de la Roma pagana que ve recortarse en su ventana sobre las estrellas, será sustituida, un día venturoso, por la luz radiante de la verdadera Esperanza. La de la Resurrección.

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