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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1992. Ciclo C

25º Domingo durante el año
20-9-1992

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 16, 1-13
En aquel tiempo, Jesús decía a los discípulos: «Había un hombre rico que tenía un administrador, al cual acusaron de malgastar sus bienes. Lo llamó y le dijo: "¿Que es lo que me han contado de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no ocuparás más ese puesto." El administrador pensó entonces: "¿Qué voy a hacer ahora que mi señor me quita el cargo? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da vergüenza. ¡Ya sé lo que voy a hacer para que, al dejar el puesto, haya quienes me reciban en su casa!" Llamó uno por uno a los deudores de su señor y preguntó al primero: "¿Cuánto debes a mi señor?" "Veinte barriles de aceite", le respondió. El administrador le dijo: "Toma tu recibo, siéntate en seguida, y anota diez." Después preguntó a otro: "Y tú, ¿cuánto debes?" "Cuatrocientos quintales de trigo", le respondió. El administrador le dijo: "Toma tu recibo y anota trescientos" Y el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente. Porque los hijos de este mundo son más astutos en su trato con los demás que los hijos de la luz. Pero yo les digo: Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas. El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho, y el que es deshonesto en lo poco, también es deshonesto en lo mucho. Si ustedes no son fieles en el uso del dinero injusto, ¿quién les confiará el verdadero bien? Y si no son fieles con lo ajeno, ¿quién les confiará lo que les pertenece a ustedes? Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero»

Sermón

         Cuando se piensa en la monarquía, la imaginación suele volar espontáneamente a Luis XIV , Versalles y su corte de aristócratas con su vida y fiestas rumbosas. No hay que olvidar empero, que esta situación es relativamente reciente: habla de una degradación del sistema monárquico cristiano tradicional, en donde el poder real no era absoluto sino que organizaba tanto el de los nobles, que vivían en sus propias tierras, gobernándolas y trabajando en ellas, como el de las ciudades, en donde profesiones liberales, burgueses y gremios se manejaban con sus propios fueros. Ésto, más la tutela de la Iglesia, equilibraba grandemente el poder monárquico y lo encarrilaba dentro de los parámetros de las reglas tradicionales y establecidas de una justicia, antes que nada, gobernada por la ley de Dios.

Cuando, desde Luis XIII , con Richelieu , la monarquía comienza a querer acumular el poder absoluto, lo que hace para lograrlo es, antes que nada, anular el ascendiente de la nobleza llamándola a la Capital para formar su corte y ofreciéndoles -con gran gasto público- toda clase de atracciones para que su parásita estadía en París o, luego, en Versalles, no fuera tediosa.

La corte se convirtió así en un mundo aparte, con su propia escala de prestigios e influencias y un microclima apartado de los problemas reales de la gente. Los lugares que dejaban vacante en sus provincias los nobles convertidos en cortesanos eran ocupados por administradores venales que, al par que tenían que atender a los reclamos pecuniarios de sus poderdantes, a quiénes nunca bastaban las rentas para conservarse en la cresta de la ola de la carrera palaciega, al mismo tiempo debían ellos mismos enriquecerse lo más rápido posible, pues su puesto dependía de la benevolencia cambiante de aquellos.

Para eso agobiaban a sus arrendatarios y súbditos con impuestos y gabelas sin número que alimentaban a la vez las arcas del administrador y la vida dispendiosa y ostentosa de Versalles. Así Luis XIV logró corromper a la nobleza y, al mismo tiempo, alejar el sistema de las necesidades de la gente común. Rey y nobleza no vivían ya en función de la nación y del pueblo, sino que el pueblo y la nación estaban al servicio de Versalles.

Pero este medio de centralización del poder ya tenía sus antecedentes.

En la época de decadencia del imperio romano la clase senatorial, los aristócratas, preferían vivir en las grandes capitales y, si posible, en Roma: ya difícilmente, salvo los muy jóvenes y ambiciosos o empobrecidos se instalaban en las provincias. La vida en el Palatino y en las ciudades importantes era demasiado atractiva como para exiliarse en un destino lejano. Eso explica, por ejemplo, que para gobernar Palestina, hacia el treinta y pico de nuestra era, no se hallara a ningún romano de clase senatorial para hacerlo. Se debió recurrir a un simple ciudadano de la clase de los caballeros, con ganas de enriquecerse y volver pronto a Roma: a Poncio Pilato.

Pero a otros niveles menos importantes las cosas también sucedían así: reyezuelos como Herodes tenían sus propias cortes en donde podían vigilar de cerca, anulándolos, a sus nobles más poderosos. Estos debían vivir cerca del Rey y destinar administradores a sus posesiones.

Mientras los grandes terratenientes, pues, vivían en la ciudad, cerca de la corte, la administración de sus propiedades quedaba a cargo de empleados.

Estos, en aquella época eran criados de la familia, generalmente esclavos, que se educaban especialmente para eso. Todavía se conserva, de Columela -Lucio Junio Moderato Columela -, un escritor latino nacido en el siglo I en Cádiz, una tratado sobre Agricultura, ' De re rustica ', obra en 12 libros, en donde en uno de ellos se da una serie de instrucciones sobre el adiestramiento del administrador -el 'villicus -', y sobre las pruebas a las que deberá ser sometido, para comprobar si realmente tiene la competencia suficiente y posee las debidas cualidades 'de fidelidad y dedicación a su amo', ( "dómino fidem ac benevolentiam ").

Por cierto que la realidad era que, por más instrucciones y pruebas que dichos empleados sufrieran, ya al frente de sus dominios y lejos de sus amos, -que por otra parte no les daban gran ejemplo y quedaban satisfechos con tal que les giraran un flujo más o menos constante de fondos-, si no lo hacían desde el comienzo, pronto aprendían a meter la mano en la lata y enriquecerse ellos mismos.

Había costumbres toleradas por los mismos dueños y que constan en las noticias de la época, y otras de los cuales los dueños nunca se enteraban pero que también se hacían.

De las toleradas una era, justamente, el préstamo de bienes del dueño y por los cuales se cobraban intereses que iban a forrar los bolsillo del administrador. Al dueño ésto no le importaba, porque lo que quería era esa corriente global constante de réditos que se calculaban 'grosso modo' de acuerdo a pautas establecidas. Lo que sobre ello sacara el administrador le era indiferente, al contrario, hablaba de la capacidad de éste.

Y los intereses en la época eran altos. Sobre todo para los bienes de consumo. Se encuentran algunos manuscritos con contratos de aquel entonces. En uno de ellos, por ejemplo, se menciona un préstamo de trigo en donde la cantidad prestada es de cuatro carros, pero había que devolverla una vez terminada la cosecha añadiendo la mitad, es decir seis carros. Un treinta por ciento era normal en Egipto para un préstamo a seis meses. Se han encontrado contratos con el 100% de interés anual.

Los recibos se extendían o fijando la tasa de interés o, simplemente, como un pagaré por la suma final. " Atokos " se llamaba este último, que en griego quiere decir " sin intereses ". Un eufemismo, por supuesto.

Pues bien la parábola que hoy, con gran sentido del humor cuenta Jesús, se refiere a estos personajes, en realidad de por si poco ejemplares. El señorón de la Capital que de pronto se da cuenta de que de sus fincas le están girando dinero insuficiente para mantener su nivel de vida habitual y sus farras; y el administrador que se le va la mano y, porque el mismo se ha dedicado a una vida fastuosa -eso dice el evangelio: que "dilapidaba los bienes"-, imprudentemente, empieza a mandar plata de menos a su patrón. Al principio lo habrá engañado con que "no llueve", "que los impuestos son grandes", "que las cosas no valen nada" y, poco a poco, viendo que no le pasaba nada, se habrá ido acostumbrando a gastar cada vez más y mandar al patrón cada vez menos.

Cuando se entera de que, molesto por los exiguos réditos y por rumores que le llegan, el patrón, dejando sus comodidades ciudadanas, se encamina al campo para ver qué pasa, el administrador se da cuenta de que no conseguirá ocultar más su picardía y que gordo y reluciente como está no podrá hablar de miserias.

Y entonces, llevado por la necesidad, realiza la primera acción buena de su vida. Llama a sus deudores y les regala el interés que iba a recibir por los préstamos. Les hace romper sus recibos ' atokos ' y poner en su lugar la suma que realmente les había prestado. Con ésto, por una vez, es honesto con su patrón y -aunque interesadamente- generoso con la gente. Así se hace de amigos que lo ayudarán cuando quede en la calle.

Cuando el patrón que, aunque a otro nivel, en realidad es tan pícaro como su esclavo, se entera de este gesto, a pesar de las molestias del viaje, con aristocrático sentido del humor no tiene más remedio que reírse y elogiar la astucia de su criado.

Cuando Jesús cuenta esta parábola, con una sonrisa en los labios, también está hablando a gente que, con sus más y sus menos, todos son pícaros o hecho alguna trapacería en sus vidas. Lo que les dice es lo siguiente: "hayan sido lo que hayan sido antes, ahora, que el Reino de Dios está cerca, es hora de, cuanto antes, pícaramente, ponerse a hacer cosas buenas. Aún cuando a lo que somos y tenemos no hayamos llegado siempre de la mejor manera, todo eso tiene que ponerse urgentemente, ya, al servicio de Dios y de nuestro prójimo. El tiempo se acaba. El juicio es inminente."

Pero a la parábola, el evangelista Lucas, al componer este capítulo veinte o treinta años después, añade algunos otros dichos dispersos de Jesús, que forman como tres aplicaciones de aquella: lo de la sagacidad de los hijos de este mundo; lo de la fidelidad en lo poco; y lo de la imposibilidad de servir a dos señores; con lo que reduce el sentido general de la parábola al más restringido del buen uso del dinero, que es un tema preferido de Lucas.

La liturgia de la misa de hoy y su primera lectura, con la fuerte denuncia de Oseas contra los corruptos, también pretende interpretar la parábola en el sentido social de Lucas.

Pero, en fin, yo diría que tanto la primera lectura como las tres aplicaciones lucanas moralizan excesivamente la parábola y la actitud más suelta del Señor, que, por otra parte, como digo, no se refiere primariamente a las riquezas, sino a la actitud inteligente de aprovechar el tiempo que nos queda para ganarnos el cielo.

De todos modos, si hay que insistir con el tema de las riquezas y el dinero: sabemos que vivimos en una época de grotescas contradicciones económicas tanto en el mundo como en nuestro país.

Pero para no meternos en camisa de once varas pensemos solo en lo que pasa entre nosotros. Todos nos damos cuenta de que las denuncias de Saadi y del pobre Claudio Mendoza corresponden a realidades que, aunque no se puedan probar, se ven precisamente en las consecuencias: una casta advenediza de nuevos ricos formada por políticos sobornables, funcionarios venales, periodistas mercenarios y empresarios inescrupulosos. Y lo sabemos porque eso que pasa arriba a lo grande lo vemos suceder abajo en le pequeño: en el policía que detiene nuestro auto; en el empleado que por una atención agiliza el trámite; en el inspector que recibido el presente ya no molesta; en la cantidad de infracciones e irregularidades que vemos cometerse todos los días en el orden del tránsito, de la construcción, del uso de veredas, de lugares públicos... ante el extraño silencio o complicidad de los que deberían impedirlas. Amén del escándalo público de juicios que nunca se terminan, de crímenes que nunca se esclarecen, de sentencias que se revisan, de delincuentes de frac y galera que nunca pisan una cárcel.

Que existe un enorme Versalles parásito y alejado del pueblo; más aún: que vive del pueblo, no para él, basta verlo en el espejo del país que es nuestra ciudad de Buenos Aires, con un presupuesto astronómico que se acerca a los mil millones de dólares anuales en blanco, pero con calles que parecen las de Sarajevo, con hospitales que no funcionan, con escuelas que se caen a pedazos, con servicios que apenas se prestan y con la vida rumbosa de funcionarios, concejales, asesores izquierdosos, artistas subvencionados de dudoso sexo, ñoquis, paniaguados, y caterva de protegidos, a los cuales ya ni con los negociados ni con los impuestos actuales se puede mantener y ya están por aumentarlos.

Y, como a pesar de la pregonada desregulación, que solo sirve para malvender grandes empresas estatales y quedarse con las comisiones y repartir el botín, todavía hoy estos señores se implican en cualquier actividad que quieran emprender los simples mortales y los privados, es casi imposible hoy día prosperar, aún en el mundo de los negocios o profesiones honestas, sin hacer alguna clase de concesión a la corrupción ambiente o, al menos, sin tratar de eludir con alguna añagaza no del todo lícita no del todo legal, alguna reglamentación de las que, como trampas para exprimirnos, pone el estado a los pobres burgueses y plebeyos que estamos fuera de los jardines de Versalles.

Pero no nos vamos a rasgar las vestiduras, ni pedir a nadie certificado de pureza de sangre, ni investigarle de donde vienen sus talentos y sus bienes. Desde que el mundo es mundo la riqueza y el poder transitaron juntos y tanto la una como el otro tienen la desagradable tendencia a corromper a sus tenientes. Recemos porque algunos de ellos se conviertan y usen su poder y sus riquezas alguna vez para bien de la nación.

Y pidamos, también, a los que tienen el pesado fardo de administrar bienes y moverse en el mundo de los negocios y que son cristianos, que lo hagan con eficiencia y con astucia -y por supuesto con la máxima honestidad posible- pero, sobre todo, que hagan buen uso de sus ganancias y, sin poner toda su confianza en ellas ni servirlas como a otro Señor, sepan ser generosos y utilizarlas para hacer el bien, y para alentar las buenas obras y las buenas empresas.

Y a todos los demás que, de una manera u otra dependemos de los que trabajan y producen y deben meterse en ese mundo semicorrupto, ayudémosles con lo nuestro: con el cumplimiento honesto y fiel de nuestras obligaciones, de padres y de madres, de empleados, de religiosos, de maestros, de estudiantes, de servidores en cualquier área de la sociedad, de jubilados dignos: en ejemplo, en oración, en consejo, en fortaleza frente a las angustias y estrecheces.

Y en cualquier lugar o función Dios nos haya colocado, en lo poco o en lo mucho, hagamos florecer los talentos que El nos ha dado, y de los cuales somos meros administradores, para ponerlos sagazmente al servicio de Jesús y de nuestro prójimo, y poder obtener así un día el Bien verdadero.

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