Lectura del santo Evangelio según san Marcos 9, 30-37
Al salir de allí atravesaron la Galilea; Jesús no quería que nadie lo supiera, porque enseñaba y les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; lo matarán y tres días después de su muerte, resucitará.» Pero los discípulos no comprendían esto y temían hacerle preguntas. Llegaron a Cafarnaún y, una vez que estuvieron en la casa, les preguntó: «¿De qué hablaban en el camino?» Ellos callaban, porque habían estado discutiendo sobre quién era el más grande. Entonces, sentándose, llamó a los Doce y les dijo: «El que quiere ser el primero, debe hacerse el último de todos y el servidor de todos» Después, tomando a un niño, lo puso en medio de ellos y, abrazándolo, les dijo: «El que recibe a uno de estos pequeños en mi Nombre, me recibe a mí, y el que me recibe, no es a mí al que recibe, sino a aquel que me ha enviado»
Sermón
No hay ser humano que, planteándose la cuestión, no tenga conciencia de su propia mortalidad. Todos sabemos teóricamente que vamos a morir. Pero prácticamente parece que a nadie le importa demasiado. Es verdad que a algunos se les preanuncia vívidamente la muerte cuando se dan cuenta de que les aqueja una enfermedad mortal... Pero aún allí, y todavía en las postrimerías de una dolencia terminal hay como una autodefensa psicológica, una especie de autoengaño, en que la conciencia del hombre se aferra a la ilusión de la vida: cualquier señal del médico o de sus familiares le sirve para reavivar su esperanza, le cuesta convencerse de que está por morir...
No es que deje de haber alguna vez, en cualquiera que piense, la reflexión sobre la propia mortalidad, pero pocas veces el sentirla, el vivirla. Al contrario: los que se mueren son los demás, nunca uno. Y, además, los que fallecen son una lista limitada de nombres que aparecen en las necrológicas de la Nación, o ese o aquel otro conocido o pariente, pero la mayoría, da la impresión, con solo asomarse a la calle, subir a un subterráneo, ir a una cancha, la mayoría sigue viviendo... Los muertos son fenómenos individuales, minoritarios en medio de la gran masa de los vivos...
De tal manera que la muerte casi no asusta -al menos a los más jóvenes-. Y mucho menos sirve habitualmente para la reflexión. Sobre todo que, cuando sus síntomas o preanuncios se vuelven ineludiblemente patentes en alguno, cada vez más nos lo hacen desaparecer rápidamente detrás de las gruesas paredes de los geriátricos o de las infranqueables puertas de la invisitable terapia intensiva, desde dónde un día una anónima llamada telefónica avisa a los familiares que el paciente acaba de fallecer y una eficiente empresa empaqueta al muerto y después de fugaz velorio lo planta en el delicioso paisaje de un jardín memorial.
Así se banaliza la muerte y ya no sirve más para ese filosofar que debería servirnos para preguntarnos sobre el sentido de la vida: esa vida tan llena de ilusiones y apetencias y que tan estrepitosamente fracasa justamente con la muerte, condenando todo al absurdo, al sin sentido.
Los antiguos también escapaban al miedo a la muerte consolándose de maneras quizá menos técnicas, más míticas: por ejemplo, como el cerebro de los vivos, durmiendo, en sueños, o en delirios hacía aparecer a los muertos, se aferraban a la ilusión de que ellos, al menos en ese territorio fantasmal que evocaban esas pesadillas, seguían de alguna manera viviendo... A ese recuerdo onírico fantasma lo llamaban, o espíritu, o alma... El cuerpo moría decían, pero el ánima seguía viviendo... U, otros, especulaban, basados en vaya a saber que 'reminiscencias', premoniciones, o "dejà vu", que el alma seguiría perviviendo reencarnándose en otros seres vivos o en esas experiencias límites de gente a punto de morir que regresa a la vida, tonterías que hoy se reeditan, hablando de túneles oscuros que desembocan en una luz celeste...
Todas formas artificiales de tratar de mostrar de la muerte un rostro más maquillado, más amable, menos definitivo y terrible...
Vaya a saber si por revelación divina o por la constante experiencia de su miseria histórica, de sus fracasos políticos, de su pobreza material, los judíos no se hacían muchas ilusiones sobre la muerte y sobre las posibilidades del ser humano de superar el límite de su final fracaso... La muerte para el antiguo testamento era la muerte, el final; y a lo máximo que podía aspirar el hombre era a una vida larga en este mundo, si era posible llena de bienes y salud y morir dejando gente que lo recordara y sucediera en una prole numerosa...
De hecho esas eran las esperanzas de la mayoría del pueblo de Israel: que un poderoso caudillo, un príncipe de sangre real davídica, un ungido o coronado, con un grupo de elegidos, de perfectos, pudiera dar un golpe, una revolución y pusiera todas las cosas en orden para permitir a los buenos esa vida larga y pacífica con la cual se conformaban -como esos golpes que cuando las cosas iban mal esperábamos antes los argentinos y ahora ni siquiera eso podemos esperar-.
Algo de eso les había pasado a los judíos: había habido muchos mesías, jefes militares golpistas, levantamientos, desde el rey Sedecías, hasta los Macabeos... y las cosas habían salido siempre para peor... Más aún, los que habían medrado en todos esos siglos de lucha, de intento de fidelidad a Dios, habían sido los acomodaticios, los gatopardos, los deshonestos, los corruptos, los menos fieles a la ley de Dios, los malos... Los demás no solo habían sufrido persecución y pobreza, sino que muchos de ellos habían sido vendidos como esclavos o muerto ignominiosamente y hasta a temprana edad, como los famosos siete hijos de la mujer macabea: corta vida, y ninguna descendencia...
Por lo cual las esperanzas de los judíos en que el pueblo de Israel pudiera sacar de su seno un caudillo que llevara a la victoria a los piadosos, a los buenos y a los honestos, se hizo tan imposible como creer que detrás de la muerte hubiera dentro del hombre algo capaz de prolongar la vida...
Del hombre solo podía finalmente salir opresión; de lo humano ¡un rábano inmortalidad, alma incorruptible! solo tumba y corrupción.
Pero esto no hizo sumir al pueblo judío de ninguna manera en la desesperanza, en el bajar los brazos, ni en ponerse en posición de loto, ni a acostarse en un colchón de clavos como los fakires hindúes...
Porque de lo que no dudaban en absoluto, al menos los profetas, los grandes teólogos y los sabios y pensadores de Israel... era de la existencia de Dios. Y no de un Dios más o menos inútil confundido con el cosmos o escondido impotente detrás de un ídolo o una imagen, o identificado con alguna fuerza mágica o algún fenómeno de la naturaleza o de la parapsicología, sino en el Dios creador de Cielos y de tierra, capaz de sacar el mundo de la nada; en el que sostiene la existencia de todas las cosas y el que maneja hasta el último hilo de la historia...
No la inmortalidad natural del alma o del fantasma onírico nos salvaría de la muerte -el hombre, cuando moría, moría bien muerto- sino ese Dios que, como creaba al universo a partir de la nada, podría recrearnos, darnos nueva vida, a partir de la aniquilación y la oscuridad de la muerte... No una revolución liderada por un caudillo humano, por un conductor carismático, sino la intervención divina podría llevar a cabo y en plenitud el triunfo del pueblo de Dios...
Por supuesto que así no pensaban todos: pero si algunos. Por ejemplo el libro de Daniel, de nuestra Biblia, un escrito de los años 150 antes de Cristo, en donde aparece como verdadero salvador, no un líder cualquiera, un puro hombre, sino un personaje que vendría de la esfera de Dios, de lo celeste: " y he aquí que en las nubes del cielo venía como un hijo de hombre. A él se le dio el imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno que nunca pasará y su reino no será destruido jamás "
Si, un Hijo de hombre. En realidad, literalmente, en hebreo, 'hijo de hombre' quiere decir sencillamente un individuo humano. Vean hombre, en sentido genérico, como humanidad, en hebreo se dice Adán. Cuando se habla de Adán en hebreo se habla del hombre en general, de todos los hombres. Para decir un hombre, le agregan el adjetivo o la preposición ben, que quiere decir hijo. Ben Adam , hijo de hombre, pues, literalmente quiere decir: un hombre. Como tal por eso es perfectamente ambiguo que Jesús se designe como ben Adam, como hijo de hombre. Porque puede estar señalándose simplemente como un hermano de nuestra raza... Pero, para los que habían leído a Daniel, el término decía mucho más, señalaba al verdadero y definitivo hombre, el que bajaría del cielo, no el que simplemente surgiría de la evolución o de la eugenesia humana, o de la técnica o de las revoluciones...
Por eso es interesante la frase "El hijo del hombre será entregado en manos de los hombres". Porque en el idioma de Jesús sonaría como algo así: Ben Adam será entregado en manos de Adán.
Como si dijera el verdadero ser humano, que es el que creará Dios y vendrá de Dios, será insidiado y combatido por lo humano puramente humano, lo surgido de la biología, de la naturaleza autónoma, de lo meramente terreno, la carne, el mundo o como quiera llamársele...
Y vean que la frase ya es mucho más profunda que la del domingo pasado que afirmaba "el hijo del hombre será entregado en manos de los senadores, de los banqueros y de los doctores..." O la que aparece en otros lugares "el hijo del hombre será entregado en manos de los judíos" o "en mano de los gentiles"... En nuestro texto de hoy -"en manos de los hombres"- el conflicto deja claramente de ser racial o clasista o político, alcanza una dimensión total, metafísica: lo divino que Dios por gracia quiere infundir en lo humano y que creará al verdadero hombre, al ben Adam, al hijo del hombre, será combatido no por un grupo, no por un pueblo o un estamento, sino sencillamente por lo puramente humano que hay en todos, aún en los cristianos, pero cerrado a Dios, a la gracia...
El hijo del hombre que, a partir del bautismo, quiere renacer en cada uno de nosotros, será combatido siempre por lo que en nosotros hay de meramente hombre, seamos de cualquier raza que seamos, a cualquier pueblo pertenezcamos... La gran pugna es como dice san Pablo, entre lo humano y la gracia, entre el hombre viejo y el hombre nuevo, entre Adán y el Ben Adán, Cristo...
Es el viejo hombre -Adán- quien, en sus programaciones hereditarias de agresividad, territorialidad, jerarquía, busca ser grande no solo prescindiendo de Dios y de Cristo, borrándolo de sus constituciones e inspiraciones; sino lanzándose en competencia y rapiña a usar el dinero y el poder para servirse de sus hermanos, para ocupar los mejores puestos en el festín de este mundo, para impedir a los demás el acceso a su plato -si no es haciéndoselo servir y si es posible con guante blanco- y tratando de impedir la proliferación de los comensales indeseables, como quieren hacer los países del primer mundo con los del tercero...
El hijo del hombre, en cambio, el hombre verdadero, como viene de Dios, y está enlazado con la vitalidad trinitaria, que se asienta en el mutuo servicio de las tres personas, vino, como dice Jesús, no a ser servido sino a servir... Y es ese servicio, el que realmente nos hace grandes y primeros.
Es esa auténtica grandeza del servicio, ese poner nuestro empeño y nuestros talentos y nuestros puestos y nuestros bienes -pocos o muchos-, -y aún nuestras carencias y sufrimientos- al servicio de los demás, -ese golpe, esa revolución que tenemos que hacer adentro nuestro- lo que, por el poder del Hijo del hombre, hará que la semilla de niñez frente al Padre que se nos ha dado en el bautismo, esa si florezca en la eternidad y nos salve del egoísmo de Adán, de las manos de los hombres, de la corrupción del hombre viejo y de su única infalible herencia: morir.