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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1995. Ciclo C

25º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 16, 1-13
En aquel tiempo, Jesús decía a los discípulos: «Había un hombre rico que tenía un administrador, al cual acusaron de malgastar sus bienes. Lo llamó y le dijo: "¿Que es lo que me han contado de ti? Dame cuenta de tu administración, porque ya no ocuparás más ese puesto." El administrador pensó entonces: "¿Qué voy a hacer ahora que mi señor me quita el cargo? ¿Cavar? No tengo fuerzas. ¿Pedir limosna? Me da vergüenza. ¡Ya sé lo que voy a hacer para que, al dejar el puesto, haya quienes me reciban en su casa!" Llamó uno por uno a los deudores de su señor y preguntó al primero: "¿Cuánto debes a mi señor?" "Veinte barriles de aceite", le respondió. El administrador le dijo: "Toma tu recibo, siéntate en seguida, y anota diez." Después preguntó a otro: "Y tú, ¿cuánto debes?" "Cuatrocientos quintales de trigo", le respondió. El administrador le dijo: "Toma tu recibo y anota trescientos" Y el señor alabó a este administrador deshonesto, por haber obrado tan hábilmente. Porque los hijos de este mundo son más astutos en su trato con los demás que los hijos de la luz. Pero yo les digo: Gánense amigos con el dinero de la injusticia, para que el día en que este les falte, ellos los reciban en las moradas eternas. El que es fiel en lo poco, también es fiel en lo mucho, y el que es deshonesto en lo poco, también es deshonesto en lo mucho. Si ustedes no son fieles en el uso del dinero injusto, ¿quién les confiará el verdadero bien? Y si no son fieles con lo ajeno, ¿quién les confiará lo que les pertenece a ustedes? Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo. No se puede servir a Dios y al Dinero»

Sermón

         La estricta legislación relativa a los préstamos en Israel, era distinta de la práctica más permisiva que se seguía generalmente en el mundo antiguo. Las leyes babilónicas de Hammurabi , en el 1750 antes de Cristo, y las de Eshnunna , algo más antiguas, empero, trataban de regular los intereses devengados, para que no se onerara excesivamente a los deudores. En ambos códigos, el tipo de interés se fija en el 20% para préstamos de dinero y en el 33% para inversiones de cereales.

Las tasas asirias de interés eran algo más elevadas: del 25 % para dinero y del 50% para cereales. Pero es evidente que esta legislación no refleja lo que sucedía en la práctica: obviamente trata de morigerar una realidad en donde, en negro, los intereses eran mucho más altos. Esos intereses elevadísimos conducían frecuentemente a la bancarrota de los que tomaban en préstamo, y a su venta como esclavos para satisfacer las deudas, tal cual estaba permitido por la ley.

Reformadores como Urukagina y Gudea de Lagash y el código de Ur-Nammu , pusieron empeño en proteger, al menos, a las viudas y huérfanos de los deudores difuntos.

Esta primitiva legislación ya refleja el ingreso a nuestro tipo de sociedad sedentaria, concentrada en ciudades, con amplia división de clases y de trabajo, protocapitalista; tal eran las grandes ciudades estado de Mesopotamia.

Las leyes de la sociedad judía, en cambio, había nacido y se habían quedado en el tiempo del nomadismo, del pastoreo, donde los lazos familiares y tribales eran muy fuertes y, por lo tanto, la solidaridad. Allí el pedir prestado era siempre por necesidad, por pobreza, y no para emprendimientos comerciales ni para hacer negocios como lo era entre el Tigris y el Éufrates . Por eso en la sagrada Escritura, el prestar a interés, estaba prohibido y era considerado pecado.

Pero la verdad es que, de hecho, en la práctica había modos de escapar a la prohibición de la ley. Como el Deuteronomio prohibía prestar a interés solo al hermano judío, no al extranjero, se recurría al expediente de utilizar testaferros no israelíes, que hacían de intermediarios etre judío y judío. O mediante ficciones -como la registrada en crónicas de la época- en que el deudor ofrecía pagar la deuda con el interés al acreedor; este, cortésmente, se negaba a ello; pero luego, por debajo de la mesa, aceptaba el dinero. Es que la dura realidad de la vida económica y la inadecuación de las viejas leyes a las nuevas realidades era más poderosa que las buenas intenciones voluntaristas del legislador.

Recordemos que los mismos cristianos, cuando después del siglo XII la Iglesia se puso fortísima en contra de la usura, al revés, usaron a los judíos para hacer de testaferros de sus capitales. Tanto es así que en las legislaciones civiles de esa época, el préstamo a interés, que estaba prohibido a los cristianos, en cambio, era permitido a los judíos. Y dicha excepción -por otra parte necesaria para una sociedad económicamente en expansión- se justificaba teológicamente con la peregrina teoría de que los judíos, ya reprobados de todas maneras por Dios, al exigir interés no ponían en peligro sus almas, a la par que contribuían así, no solo a la economía, sino a la salvación de las almas de los cristianos a los cuales reemplazaban en dicho nefando oficio. De tal manera que la especialización medieval de los judíos en el préstamo con interés, no se debió a ninguna vocación hereditaria de dicha etnia sino que fue consecuencia directa de dicha legislación.

En fin. Es interesante que uno de los términos utilizados para designar el interés, en hebreo, sea la palabra neshek , que significa literalmente mordida, mordedura; y, otra, tarbit que significa 'retorno'. Extrañas coincidencias del lenguaje a través de los tiempos.

De hecho, en la época de Cristo, el asunto de los intereses era doblemente odioso. La pauperización en Palestina del campesinado rural bajo el dominio romano había llevado a aquel a endeudarse con el solo fin de pagar impuestos, y finalmente, fundirse. La propiedad de la tierra había pasado a la alta burguesía y aristocracia de las ciudades, que solía acumular extensas superficies de terreno, latifundios, que generalmente ni siquiera visitaban, y eran apenas un nombre y unos números en un papel. Un administrador era el encargado de hacer rendir esas tierras más o menos de acuerdo a ganancias relativamente normales.

A dicho administrador no se le pedía mucho más, porque la estancia no interesaba en si misma, sino como prenda. El dueño no tenía ninguna vocación agraria. Lo único que le importaba era que los números de lo producido fueran regulares.

El administrador solía ser o un liberto o un huérfano criado en la familia. Un bem bayit , literalmente un 'hijo de la casa', más o menos educado para esas funciones entre la servidumbre. Cuando lograba adquirir una administración, por cierto que lo menos que pensaba era en hacer rico a su patrón. Aprovechando la lejanía de éste, este criado, hombre ruin, en el fondo resentido hacia su dueño, hacía todas las trapacerías imaginables con tal de morder lo que pudiera, garantizando al mismo tiempo la ganancia normal mínima de aquel, para que lo dejara tranquilo. Y uno de los recursos para enriquecerse él, era, justamente, el préstamo a interés; ese préstamo que, según la legislación judía, debía ser gratuito y que por lo tanto el patrón, desde la ciudad, legalmente, en sus libros contables, no podía exigir sin hacerse fácilmente vulnerable ante la ley.

En ese tiempo el modo de prestar a interés era hacer firmar a los deudores un recibo por la suma prestada más los intereses.

De eso se trata en nuestro evangelio de hoy. El administrador es un hombre sin escrúpulos, un desalmado, además incompetente, que no solo malversa los bienes de su patrón, sino que gana dinero de la manera más vil y despiadada: vive de la usura, explota a los necesitados que vienen a pedirle y, para peor, lo hace con bienes ajenos. Como hemos visto en nuestro evangelio los intereses que cobra son desmesurados: un 100 % en el caso del aceite, un 25 por ciento en el caso del trigo. Hay que pensar, pues, que lejos de ser una figura simpática, un truhán gracioso, un pícaro, como podría surgir de una lectura superficial en castellano de nuestra parábola, el administrador es un prototipo de personaje infame y odioso, como lo eran todos sus congéneres de la época, cordialmente detestados por el pueblo, casi tanto como los cobradores de impuestos, los publicanos.

Algún rumor, alguna protesta de sus víctimas, algún número sospechosamente bajo, hacen un día detener en él la vista de su amo. Eso basta para que éste decida expeditivamente -no había indemnizaciones en esos tiempos- despedirlo y, al mismo tiempo, pedirle el inventario de los bienes: "dame cuenta de tu administración".

Al hacer, desesperado, el recuento, el abominable y siniestro personaje advierte esos intereses ilegales que ya él no podrá cobrar y que irán a parar gratuitamente a la cuenta del patrón. Así que, astutamente, llama a sus deudores y les hace firmar por la cantidad real que les ha prestado. El patrón no podrá reprocharle nada porque cobrará como es justo lo que prestó y, al mismo tiempo, el bribón queda bien con sus miserables deudores.

Y así sucede, el dueño, hombre evidentemente de humor, ya está contento con no salir perjudicado en su bienes en esa operación que, en el fondo, poco le interesa, y celebra la astucia final del administrador.

Aquí hay algo parecido a la conducta de Zaqueo, ese otro odiado personaje, jefe de publicanos, que ante la visita del Señor promete devolver todo lo que durante su gestión cobró de más.

Esta parábola se inscribe pues entre las que destacan la misericordia de Dios respecto de los pecadores, aún de los más despreciados y odiados y, también, entre las enseñanzas en las cuales insiste el evangelio de San Lucas sobre la responsabilidad del cristiano en el uso justo de los bienes, especialmente los materiales, pero también los otros, que de una u otra manera administramos.

Así como la oveja y la moneda perdida del domingo pasado somos cada uno de nosotros, así también el administrador infiel. Porque, en realidad, todo lo que tenemos, pero también todo lo que somos es no bien nuestro, sino propiedad, posesiones de Dios y que él nos da solamente en administración.

No somos los verdaderos dueños de nada, ni siquiera de nosotros mismos, todo es de El y su destinación, el bien común, incluido, por cierto, también el nuestro, el de cada uno.

Estrictamente, pues, a nada puedo llamar realmente mío: ni mi vida, ni mis dotes, ni mi educación, ni mi cultura, ni mi profesión, ni mi poder, ni mi jerarquía, ni mi apellido, ni lo que tengo, aún habiéndolo conseguido yo, con capacidades que me fueron dadas... Y tan no es mío que apenas podré administrarlos 60, 70, 80 años.

Siempre he de pensar que soy mero delegado de Dios para bien de su Reino y de los demás y que cualquier uso egoísta de mis bienes y de mi autoridad más allá de lo que me debo a mi mismo según mi condición y la de los míos, o cualquier uso o inversión deshonesta de mis posesiones, es -delante de Dios- mordida, retorno ilícito, malversación de lo que soy y El me ha dado. Es cobrar intereses que no me corresponden a costa de lo que debo a los demás.

Pero la parábola de hoy, como las del domingo anterior, no quiere reprocharme nada del pasado. También Dios para conmigo, por más pecador que sea y más haya desaprovechado sus bienes y sus talentos, y cobrado de ellos, para mi, egoístamente, intereses usurarios, es capaz de conservar el humor y me dice que, sea como fuere que haya llegado a ser lo que soy y tener lo que tengo, astutamente me convierta. Porque ya me está pidiendo cuentas de como he aprovechado mi inteligencia, mi posición, mis bienes, mi tiempo, mis estudios, mi jerarquía, en bien de mis hermanos, y me insta a que de una buena vez -el despido está a la puerta- me ponga todo, ya, sin mordidas, al servicio de Dios y de mi prójimo.

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