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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

1999. Ciclo A

25º Domingo durante el año
(GEP, 19-09-99)

Lectura del santo Evangelio según san Mateo 20, 1-16a
En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: «El Reino de los Cielos se parece a un propietario que salió muy de madrugada a contratar obreros para trabajar en su viña. Trató con ellos un denario por día y los envió a su viña. Volvió a salir a media mañana y, al ver a otros des­ocupados en la plaza, les dijo: "Id vosotros también a mi viña y os pagaré lo que sea justo". Y ellos fueron. Volvió a salir al mediodía y a media tarde, e hizo lo mismo. Al caer la tarde salió de nuevo y, encontrando todavía a otros, les dijo: "¿Cómo os habéis quedado todo el día aquí, sin hacer nada?" Ellos le respondieron: "Nadie nos ha contratado". Entonces les dijo: "Id también vosotros a mi viña". Al terminar el día, el propietario llamó a su mayordomo y le dijo: "Llama a los obreros y págales el jornal, comenzando por los últimos y terminando por los primeros". Fueron entonces los que habían llegado al caer la tarde y recibieron cada uno un denario. Llegaron después los primeros, creyendo que iban a recibir algo más, pero recibieron igualmente un denario. Y al recibirlo, pro­testaban contra el propietario, diciendo: "Estos últimos trabajaron nada más que una hora , y tú les das lo mismo que a nosotros, que hemos soportado el peso del trabajo y el calor durante toda la jornada" El propietario respondió a uno de ellos: "Amigo, no soy injusto contigo, ¿acaso no había­mos tratado en un denario? Toma lo que es tuyo y vete. Quiero dar a éste que llega último lo mismo que a ti. ¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿Por qué tomas a mal que yo sea bueno?" Así, los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos»

Sermón

         Las cruzadas, esos movimientos de señores y caballeros que, llevados por su fe y por el llamado del Papa, se encaminaban a tierra santa, entre otras cosas, produjeron en Europa una gran inflación. Los viajes y las provisiones, cabalgaduras y armas que debían llevarse en esas largas peregrinaciones bélicas eran sumamente costosos. Los cruzados gastaban sus fondos, vendían sus joyas, sus bienes y hasta sus tierras y castillos para tomar la cruz. Y esta sobreoferta hacía que sus valores se degradaran, al mismo tiempo que todo lo que se refiriera a la empresa adquiriera precios fenomenales. Es así que las monedas corrientes cambiaban continuamente de valor, generalmente hacia abajo, y era difícil llevar con ellas negocios a largo plazo. Bien conocemos los argentinos por pasada y terrible experiencia este fenómeno. Es por ello que varios ducados y principados tanto del Sacro Imperio como de Francia e Italia se pusieron de acuerdo en fijar, consolidar, el valor de una moneda llamada precisamente moneda sólida, consolidada, el ' sólidus ' -sólido- en latín, cuyo valor coincidió, en una época, con la paga diaria de un recluta militar. De este término 'sólidus' o sólido nacen, pues, a la vez nuestro vocablo 'sueldo' -la paga de un militar y, luego, de cualquier asalariado- y, también, el término 'soldado', aquel a quien se contrata con un sólido, es decir con un sueldo.

El denario romano, de donde viene la palabra 'dinero', era, en cambio, durante la época de Jesús, un jornal medio de un campesino palestino, es decir el sueldo o salario de una jornada. Salario es sabido que viene de sal, substancia que en el neolítico la edad de bronce y ya entrada la edad de hierro, se usaba como valor de pago. A diferencia del sueldo, estipendio, retribución, remuneración, mensualidad, emolumento, con que se pagaba el trabajo manual y mercenario se distinguía cuidadosamente, en el lenguaje medioeval, lo que se daba como signo de agradecimiento a quienes desempeñan un oficio de tipo más intelectual o, como se decía entonces, 'liberal'. Al escribano, al abogado, al médico, no se les pagaba, puesto que su labor no se justipreciaba crematísticamente, sino que, 'ad honorem', para honrarlo agradecidos, se les hacía un regalo, se les entregaba un 'honorario'.

El término sueldo o jornal que usa nuestro evangelio de hoy - miszós - era utilizado entre los griegos para designar la paga de los trabajadores o soldados, aunque no en el terreno de lo ético, ni de lo religioso. Pero, aún aquí en lo moral y cúltico, por más que se utilizaran términos distintos, siempre la recompensa era proporcional a los esfuerzos realizados, había, digamos, un sentido comercial, contractual, en su ejercicio. Así la felicidad -la eudaimonia - era la paga justa de los actos virtuosos -la areté -. Y luego, en el helenismo, pero sobre todo entre los romanos con su ' do ut des' , -' te doy para que tú me des' - la noción de pago entra en el trato entre los hombres y los dioses. El romano concibe sus obligaciones respecto a los dioses en forma de contrato: les paga y les exige su ayuda con la correspondiente ofrenda. Los actos del hombre pagan, compran, las acciones divinas.

Mucho de esto hay en la concepción de Israel: la recompensa o el castigo en pago por nuestras acciones en esta vida pertenecen a las verdades evidentes de la fe veterotestamentaria. Existía, a su juicio, un automatismo y simetría perfectas entre las buenas acciones y la recompensa divina, y entre las malas y el castigo. De tal manera que si es verdad que al que cometía malas acciones Dios lo castigaba -le pagaba- con desgracias, pobreza, enfermedad; la contraria era tan evidente como aquella: todo el que sufría alguna desgracia, enfermedad o pobreza era considerado un pecador. Concepción que seguía latente entre los judíos en la época de Cristo, tanto que le preguntan, respecto al ciego de nacimiento, "¿ Quién pecó? ¿él o sus padres ?". Recuerden también la sorpresa de los discípulos cuando Cristo habla de la dificultad que tienen los ricos para salvarse... 'Pero ¡cómo!' contestan, precisamente ellos cuya riqueza muestra que son premiados y bendecidos por Dios, "¡ entonces ¿quién podrá salvarse? !" Ya sabemos qué uso hizo de esta convicción el calvinismo protestante en los piases anglosajones y cómo ello, según Weber y Sombart, ella está en el origen del capitalismo contemporáneo.

Cuando en el judaísmo tardío se introduce la concepción de una retribución no en esta tierra sino en el más allá, se traslada esta noción 'comercial' al otro lado de la cortina. El buen judío 'compra' con sus buenas obras su lugar en el Reino. La ley y su cumplimiento se convierten en moneda de pago de la platea o palco celestial. Dirá el Talmud -recopilación de doctrina farisea que utiliza el judaísmo ortodoxo actual-: " Dios quiso que Israel consiguiera méritos y por eso le dio mucha Torah y mucho mandamiento para que pudiera pagarle ."

Que esto no tiene nada que ver con la doctrina cristiana nos lo muestra nuestra parábola de hoy, pronunciada por Cristo precisamente para chocar a sus oyentes fariseos y, en general a los judíos, que, solidarios con su historia, consideraban injusto que Jesús llamara a sus filas tanto a ellos -que durante siglos habían tratado de ser fieles a la ley de Dios- como a los pecadores y paganos que recogía tan generosamente en sus filas. Y Mateo la transcribe, a diferencia de los otros evangelistas que no la mencionan, precisamente para hacer callar a su comunidad judeocristiana en su visceral rechazo a que se añadan a la iglesia conversos paganos no judíos.

Es claro que la parábola, más allá de las circunstancias en que fue pronunciada por Cristo y repetida por Mateo, toca un aspecto fundamental de la fe cristiana. Esta de ninguna manera se reduce a una especie de supersticioso negocio en donde nuestras obras hacen de pago consolidado a nuestro terrenito en el más allá. El cristianismo nace del corazón del amor de un Dios que nada necesita, que nada puede recibir porque todo posee, y a quien absolutamente nadie puede agregar un ápice a su felicidad y opulencia. Nadie puede pagarle con nada, porque todo posee. Todo viene gratuitamente de El: desde nuestra humana existencia en medio de este maravilloso universo que El sostiene desde su amor con su todopoderosa palabra, hasta la felicidad plena que quiere regalarnos y de la cual El goza -Padre, Hijo y Espíritu Santo- en la perenne juventud de su eternidad.

Es verdad que a cada nivel de su creación pone sus reglas de juego: al nivel puramente material, las leyes físicas y químicas; al nivel de la vida, las leyes biológicas; al nivel de la mente y el corazón humanos las leyes psicológicas y etológicas. A estos niveles, si puestas las causas -que hacen de pago- siguen indefectiblemente los efectos -que fungen de cosa comprada-, en relaciones de justicia, de contrato, de retribución. Dios es fiel a estas reglas de juego casi comerciales que son las leyes naturales: Gasto combustible, me responde el motor: pago con nafta el movimiento. No respeto determinadas leyes biológicas, meto en mi esófago lo que no debo, sigue inmediatamente el castigo, el pago, del malestar, del dolor, de la pérdida de salud. No cumplimento las reglas de la salud psíquica y social -que eso son las leyes morales- y, tarde o temprano, compro graves daños a mi psicología, a mis relaciones con los demás, a la estructura de la sociedad. En este sentido los griegos tenían razón: a la virtud sigue en líneas generales la felicidad; al vicio, la desgracia. En una sociedad honesta y moral, cada hombre tendría derecho a que sus buenas obras, su sujeción a la ética y la moral redundaran en su terrena felicidad, la compraran.

Pero no más allá: del buen comportamiento humano no puede salir sino un premio, un salario humano. Y de lo que se trata en el mensaje cristiano no es de lo humano, como hoy tienden a predicar muchos eclesiásticos: paz, democracia, libertad, justicia, que eso si podría hipotéticamente adquirirlo el hombre con la ética, -aunque lejos de ella estamos y ya sabemos que sin la gracia es imposible cumplirla plenamente-... No se trata ni siquiera de lo humano milagrosamente prolongado en un increíble más allá hecho a imagen y semejanza de nuestros sueños crasamente terrenos, en un paraíso compensatorio hecho de solo vida humana sin dolores y sin muerte -¡pavorosa perspectiva, si uno se la pone a pensar!-. Se trata de ser elevado, transformado, más allá de toda posibilidad humana, de todo trabajo, de todo mérito a la misma Vida de Dios. Eso no pueden obtenerlo nuestros genes, nuestra mente, nuestras obras, nuestros deseos, nuestra ética, nuestro corazón; ni siquiera puede aprender a quererlo y desearlo fuera de la revelación divina y, mucho menos, atreverse a pretenderlo. No hay merecimiento, billete, cheque, salario, honorario humano que pueda adquirir lo que solo es posible obtener como regalo de Dios, fruto de su amor.

Lo único que puede hacer el hombre es aceptar el don, abriéndose a él en la aceptación del amor, más precisamente, de la caridad. Sin esa aceptación de nuestro amor ciertamente Dios no nos puede regalar ni transformar, pero ese amor no es pago ni mérito, es pura condición. Las reglas morales naturales solo valen en orden a la vida divina en cuanto cauces del amor, de la caridad, pero en si mismas son incapaces de obtener nada en orden a la gracia, a lo sobrenatural. Sin la gracia del amor cristiano, como dice San Pablo, no sirven para nada. Las virtudes naturales secas de gracia, aunque necesarias para la vida en este mundo, son estériles en orden a la vida verdadera.

Eso no lo entendían los fariseos que pensaban que compraban a Dios con sus obras y merecían justamente su salario. Poco entendían de amor y menos de las locuras del amor divino.

Y ni siquiera se daban cuenta de que el haber podido servirlo desde temprano también eso era don. Hoy que se habla tanto del problema de los desocupados, de lo terrible que es vivir sin trabajar, sin sentirse útil, dependiendo de los demás... ¡cuánto más terrible el vivir desocupados de sentido, de propósitos heroicos, de misión, de combate, de no saber para qué vivir ni amar! ¡Cuánto más terrible ser desocupados del espíritu, desocupados del corazón, desocupados de Jesús, que desocupados de puestos laborales!

Nosotros que, en Cristo, -seamos lo que seamos, estemos donde estemos, tengamos trabajo o no- sabemos que nuestra vida tiene sentido en la medida en que la vivimos para Dios y en su viña estamos, podemos darnos perfecta cuenta de que el estar trabajando con El desde la primera hora es un privilegio más, un don más de su amor.

Que a los llamados en la primera hora Dios les regale un cada vez más grande corazón, agradecido y generoso, dando siempre ejemplo de alegría y buen combate a la tristeza de este mundo desocupado de Jesús. Y que los que tarde llegamos y aún así fuimos llamados, Dios nos haga surgir a borbotones ganas de aprovechar las últimas horas de nuestro día ya atardecido, hacernos santos, responder amor con cada vez más amor, para poder recibir, finalmente, todos juntos, sempiternamente agradecidos, el inmerecido regalo del denario de Dios.

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