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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

2016. Ciclo A

10º Domingo durante el año

Lectura del santo Evangelio según san Lucas 7,11-17
Y sucedió que a continuación se fue a una ciudad llamada Naím, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaba a la puerta de la ciuadad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: «No llores» Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon, y él dijo: «Joven, a ti te digo: Levántate»   El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre.  El temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo: «Un gran profeta se ha levantado entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo». Y lo que se decía de él, se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina.

SERMÓN

Esta es la única vez que viene mencionado el pueblo de Naím en toda la Biblia. Bastó que por allí pasara Jesús para que saltara a la fama inmarcesiblemente. Pero siempre extrañó que el evangelista hable de ‘puerta’ de esta ignorada y perdida ciudad. Puerta solamente tenían las ciudades importantes y amuralladas. Los pequeños pueblos y aldeas de Judea y Galilea no. Sin embargo, hay relatos de antiguos peregrinos posteriores a Cristo que hablan de muros en Naim. Y, en los años 82 del siglo pasado, excavaciones de la Universidad del Sur de Florida constataron que Naim efectivamente tenía murallas y ocupaba un lugar bastante más extenso que el caserío musulmán que hoy todavía allí subsiste y hace ingrata la visita al lugar.

La cuestión es que Naim está emplazada 13 kilómetros al suroeste de Nazaret, en la ladera de una colina llamada el pequeño Tabor frente al monte Tabor que nosotros conocemos. Allí se yergue hoy en día, una modesta Iglesia, construida por los franciscanos hacia fines del siglo XIX, sobre las ruinas de otros cuántos templos sucesivos destruidos por los musulmanes. La tradición afirma que está emplazada sobre el lugar del milagro de nuestro evangelio de hoy, precisamente fuera del contorno de la antigua población, a las puertas. Allí también, apoyado en la pared del atrio, se muestra un sarcófago del vecino cementerio a donde seguramente se dirigía el cortejo que acompañaba al cadáver del hijo de la viuda.

La escena que nos filma Lucas es realmente conmovedora.
A diferencia de otros milagros, nadie acude a llamar a Jesús, ni el Señor pregunta qué es lo que necesita el que será agraciado por él, ni exige ninguna fe previa. Toda la iniciativa parte de la compasión del corazón de Jesús.
Acercándose al pueblito con sus discípulos –retrata Lucas- Jesús ve este cortejo patético. ’Fúnebre’, diríamos hoy, porque en esos tiempos se solía acompañar al muerto con antorchas de sogas encendidas, como representando la caducidad de la vida humana que va extinguiéndose paulatina e inexorablemente. Fúnebre precisamente viene de ‘soga’, en latín ‘funus,’ -de donde también la palabra ‘funesto’-.
Este cortejo funéreo, agobiante, doliente, solía ser acompañado por el llanto de las mujeres de los deudos y amigos, y era modulado plañideramente en tristeza y desesperación, como aún se estila en muchas culturas del mundo, con lloronas incluso profesionales.

Los ojos de Jesús inmediatamente identifican a los verdaderos protagonistas de todos esos lamentos. La viuda -que ahora quedará privada de toda ayuda material y afectiva humana- y el cuerpo de su hijo único, del adolescente, bien visible a todos. En efecto la palabra ‘féretro’ -que viene del latín ‘llevar’ o ‘portar’, ‘ferre’- designaba en ese tiempo a un par de angarillas, o parihuelas, o camilla sobre la cual yacía bien visible el cuerpo del muerto, vestido y probablemente cubierto de flores. Era llevado, de cada extremo de las pértigas, a hombros de cuatro robustos mocetones descalzos, según la costumbre, aunque, en este caso, el joven cuerpo no habría de pesar demasiado.
Dice Lucas que Jesús, frente a esta escena, se conmueve. ‘Se le remueven las entrañas’ dice el término griego que utiliza el evangelista.
¡Ah Sagrado Corazón de Jesús, tan divino y tan humano!
¡No llores!” le dice con voz hermana a la doliente madre. Y ella, en medio de los trenos lúgubres de quienes la rodean, oye esa voz única, varonil y aterciopelada, que llega como un bálsamo a sus oídos aturdidos. Y, levantando sus ojos humedecidos, entre las lagrimas, ve a ese hombre magnífico, de mirada dulce y a la vez firme, el gesto enérgico y simultáneamente tierno, el porte noble y al mismo tiempo cercano, y siente latir en su corazón un nuevo flujo de consuelo y esperanza.
También, como petrificados por esa presencia electrizante, el resto de los asistentes calla y, en el silencio subitáneo, la mano recia y acariciadora de Jesús se posa sobre una de las varas de la angarilla; y los portadores y el cortejo funesto se detienen.
Sin estridencia, ni gestos espectaculares, la palabra sencilla e imperiosa del Señor llama a la vida al adolescente.
Yo te lo ordeno, levántate”.
Y el joven se incorpora, –es un verbo solo utilizado en el lenguaje médico de la época- y comienza a hablar. Porque la vida humana es sobre todo eso, No la posibilidad de correr o de bailar o de placeres sensibles, sino, sobre todo, el mundo de la palabra, del logos, del pensar y amar. Hay mucho más aquí que una vuelta a la biología.


Pierre Bouillon (1776-1831)

Cadáver, viene de ‘caer’, ‘cádere’, en latín, caído. ‘Monumento a los caídos’ también decimos nosotros. Pasamos del estar firmes, de pie, al estar ‘in-firmes’, ‘poco firmes’ o ‘en-fermos’ y terminamos caídos, yertos, cadáveres. También la etimología de ‘fallecido’ tiene algo que ver con el tropiezo y la caída. Igual que ‘occiso’. ‘Extinto’ en cambio es el fuego o el cirio apagado. Pero el Señor es capaz de levantar al caído y enderezar a lo doblado; de volver a encender la luz de la antorcha sofocada y transformarla en llamarada.

Y Jesús, que aquí, por primera vez en su evangelio, Lucas llama Señor, entrega al hijo a su madre. Como se los sigue hoy entregando cada vez que un niño nace, si no lo han asesinado antes en su seno, y se los volverá a entregar, el día de mañana, en el cielo.

La sepultura adonde el luctuoso cortejo se dirigía quedará vacía.
El cementerio de Naim todavía se encuentra en el mismo lugar de antaño. En los parajes habitados, las sepulturas tienen gran constancia para permanecer durante siglos en el mismo sitio. Pertinacia de los muertos.
También, aunque obstruidas por derrumbes, se encuentran en Naim, sobre la pared de la ladera, las cuevas donde durante generaciones sus pobladores, incluso los musulmanes, guardaban a sus muertos. En nichos sobre la pared o en sarcófagos. De ‘sarcos’, carne en griego y ‘fago’ comer. Sarcófago: ‘lo que se come la carne’.
Pero, en todas partes, cuando se era extremadamente pobre, al muerto se lo enterraba. De allí viene la palabra ‘tumba’ de ‘tombos’ en griego que significa montón de tierra, suelo removido.
‘Sepulcro’, según una etimología popular provendría en cambio de ‘se’ privativo y ‘pulcro’ o bello. Sepulcro sería lo ‘no pulcro’, lo ‘no bello’, lo feo. Se conserva un antiquísimo epitafio romano a una bella mujer llamada Claudia que dice: “Extranjero, ¡detente y escucha! aquí está el sepulcro no pulcro de una pulcra mujer, Claudia”.
La verdad es que el término sepulcro proviene del verbo latino ‘sepelire’ -de allí ‘sepelio’- que no se trata tanto del lugar donde se entierra sino del lugar donde se hacen las honras públicas. Su origen es una antigua raíz semántica que significa ‘prestar honores’, lo cual se podía hacer también con una persona aún viva.
‘Ataúd’. Su origen remoto es el egipcio ‘but’ de donde pasa al hebreo y al árabe y de allí al andaluz ‘attabut’ y finalmente al español y quiere decir simplemente ‘caja’.

Pero, en el habla cristiana, en esta lista incompleta de términos luctuosos hay palabras que se anteponen al resto.
Por ejemplo, para designar al muerto la Iglesia utiliza, con preferencia a ningún otro, la voz ‘difunto’. Porque ‘muerto’ o ‘finado’ o ‘fallecido’ parece sonar más bien a algo horrible y definitivo. No es lo mismo muerto que difunto.
Defunctus’, en latín, es el participio del verbo ‘defungi’, dejar de desempeñar una función, un cargo, una misión. Cumplir, terminar. Difunto, pues, quiere decir  “el que ha cumplido” “el que ha terminado sus funciones”. Lo que hoy llamaríamos, aunque algo más peyorativamente, ‘jubilado’.
Antes de utilizar los cristianos el adjetivo ‘defunctus’ para denominar al que había muerto, los romanos lo utilizaban para referirse al que se había retirado de un negocio, de una actividad, del ejército, de la función pública y había acabado esa actividad exitosamente.
En rigor, pues, difunto no es el que ‘se’ ha acabado, sino el que ‘ha’ acabado aquello que se esperaba de él. El que ha dejado cumplida su misión en este mundo. En realidad es la denominación más positiva y elogiosa que se puede dar al muerto.
El dos de Noviembre no debe llamarse ‘día de los muertos’, sino -como lo hace la liturgia- ‘Día de los fieles difuntos’. De los que, habiendo cumplido su tiempo de servicio cristiano en la tierra, están aguardando el júbilo, la jubilación final.

Y eso, ‘esperar’, lo hacen simbólicamente en los ‘cementerios’, los ‘camposantos’, que no son ‘necrópolis’ -‘ciudades de muertos’- sino lugares donde ‘duermen’ los difuntos cristianos. Eso quiere decir ‘cementerio’ del griego ‘koimitirion’ de ‘koimo’ dormir. Literalmente ‘dormitorio’.
‘Campo santo’, porque estaba consagrado a recibir el cuerpo de los difuntos católicos. Pecadores públicos, herejes y paganos no podían recibirse en esa tierra santificada, antesala de la morada eterna.

El ‘lugar de los muertos’ en cambio es donde perecen quienes, muertos por el pecado, no poseerán la Vida. La muerte es el gran adversario de Cristo, lo contrario de quien dijo de si “Yo soy la Vida”, “Yo soy el pan de Vida”.
La muerte ha sido vencida”, dice San Pablo a los corintios, cuando anuncia la resurrección. Por eso, lo realmente funesto no es terminar nuestra función, nuestra tarea en esta vida, sino la ‘segunda muerte’ de la cual habla el Apocalipsis. La pérdida irremediable de la Vida eterna.
La paga del pecado es muerte, mas la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro”, escribe Pablo en el sexto capítulo de su carta a los Romanos.
De allí que lo peor que le puede pasar a un hombre no es ser ‘difunto’ sino estar en pecado mortal, morir a la vida de la gracia, prepararse fatídicamente para la ‘segunda muerte’.

Aunque el hijo de la viuda de Naim fue vuelto a su tarea de esta vida y Dios consideró, para manifestar el poder de Cristo, que todavía no había cumplido su misión ni tenía aún derecho a jubilarse, ciertamente un día -que nuestro relator Lucas no nos refiere- habrá ascendido al estado de ‘difunto’, con su tarea en esta tierra felizmente cumplida y acabada.
Pero, mientras tanto, el Señor probó a los que le rodeaban y a los que se enteraron con asombro y miedo de su divino poder, que era capaz de dar vida. Todavía, allí, vida perecedera, como a Lázaro, pero, tal luego lo mostró en su Resurrección y Enaltecimiento a los cielos, de darnos la Vida Verdadera.

No es verdad que no importe la actitud humana y Dios perdone y ‘levante’ sin que el hombre no ponga nada de su parte, como nos quieren hacer creer -en estos días de confusión- incluso aduciendo este evangelio. Siempre la iniciativa es divina, como definitivamente aclaró San Agustín contra los pelagianos y semipelagianos, aun nuestras búsquedas, suplicas y respuestas. Pero la pobre viuda no es pasiva: debe callar su llanto y mirar a Jesús. La multitud ha de hacer silencio. Los portadores y el cortejo detenerse.
Es en ese silencio expectante donde el Señor realiza el milagro. Es en el silencio y la atención de nuestra oración suscitada por la presencia augusta de Cristo y no en el bullicio y actividad en la que nos sumergimos cada día, donde podemos recibir Su palabra poderosa. Para que nos despierte de nuestro sueño, de nuestros desfallecimientos, de nuestra abulia, de nuestra mediocridad, de nuestros pecados.
Para, finalmente, decirnos: “Joven, yo te lo ordeno, levántate”.

“Hic est sepulcrum haud puchrum pulchrae feminae”. Recordar que ‘pulchrum’ en latín significa ‘bello’, ‘belleza’.

 

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