1975. Ciclo A
10º Domingo durante el año
(GEP 8-VI-75)
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 9, 9-13
En aquel tiempo:
Al irse de allí, Jesús vio a un hombre llamado Mateo, que estaba sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: «Sígueme» El se levantó y lo siguió.
Mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con él y sus discípulos. Al ver esto, los fariseos dijeron a los discípulos: «¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?.»
Jesús, que había oído, respondió: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores»
SERMÓN
Como todos sabemos por el catecismo, el hombre es un ser racional en el cual pueden reconocerse dos ‘coprincipios’: el alma y el cuerpo.
Este su ser racional o animalidad racional se manifiesta en diversos niveles que, desde la pura materialidad, ascendiendo por lo animal, culmina su vivir específico en lo racional o espiritual. Es aquí, en este nivel más alto de su existir, de dónde surge la sed de belleza, de verdad, de bien. Es allí donde debe arraigarse el horror por todo lo sórdido, por todo lo malo, por todo lo falso. Es la actividad espiritual del hombre la que desentraña el ser de las cosas, estudiando, investigando, descubriendo la inteligibilidad de la realidad. Es su actividad racional la que, ordenando los sonidos, crea la música; organizando los colores y las formas, engendra el arte; observando el ser y la actividad del hombre descubre la ley y la moral. Es lo espiritual o racional lo que, discerniendo los valores, es capaz de dar, sacrificar, incluso, su vivir puramente físico o biológico por la verdad o por la patria o por el prójimo. Es en lo racional, finalmente, donde se anida, en el hombre, el hambre de infinito y eternidad, y donde puede injertarse la Gracia.
De nuestra pura animalidad surgen en cambio los instintos, los sentimientos, los afectos sensibles, el hambre, el deseo sexual. Que al servicio de lo racional le prestan su sustento. Allí, por supuesto, no se funda la búsqueda de lo permanente, sino de lo inmediato y temporal. Es el cuerpo humano, empero, quien nutre su vida racional y le proporciona el contacto con el mundo exterior. Es quien, mediante los sentidos, le suministra el material informativo que la razón tendrá que elaborar.
Lo corporal y sensible es, pues, el reino de los exterior, ruidoso, turbulento, tempestuoso. Lo espiritual o racional es el ámbito de lo interior, ponderado y, de por sí, calmo, sereno aunque no exento de contrariedades. Ambos deben compenetrarse de consuno.
Bueno. No insisto. Todo esto ya lo saben. Alma y cuerpo, forma y materia, ambos integrados en la unidad substancial que es cada hombre y de donde surge su actuar variopinto y sus actos humanos. Ambos estratos, pues, necesarios, aunque evidentemente el uno superior al otro, el cuerpo subordinándose a los intereses del espíritu.
Ya también lo hemos oído mil veces: “el mundo, las cosas materiales, son para el cuerpo, el cuerpo es para el alma, el alma es para Dios”. O, como también se dice: se trabaja para vivir, se vive para conocer y amar, se conoce y se ama para poder, como último y superior objetivo del humano vivir, conocer y amar a Dios.
Cuando el hombre desconoce esta subordinación, cuando en lugar de encaminarse a Dios le da las espaldas y, trastocando el orden debido, su espíritu se esclaviza al cuerpo y a los bienes materiales o, en vez de utilizarlos para conocer y amar a Dios y a los demás, los busca para su placer o para explotarlos ‑¡y hay tantas maneras de explotar a los demás!‑ entonces el hombre peca, ‑eso es el pecado‑ desorganiza, desordena la armonía de su ser, ‘enferma’.
Pero, se da el caso que esta enfermedad ‑que es enfermedad sobre todo del espíritu‑ si bien es fácilmente descriptible no siempre es fácilmente perceptible. ¿Quién no se da cuenta en cambio cuando enferma su cuerpo? Aumenta la fiebre o duele la cabeza o nos mareamos o nos volvemos amarillos o tantos otros síntomas. Uno puede, en cambio, vivir enfermo del espíritu años y años y, a lo mejor, nunca darse cuenta.
Y, sin embargo ¡cuánto más lamentables y frustrantes son en última instancia las dolencias y carencias del alma que las del cuerpo! ¡Cuánto más inhumano y penoso un necio sano ‑tipo Monzón o Galíndez‑ que un sabio enfermo –como Pablo VI con su artrosis deformante o Elena Keller, ciega, sorda y muda pero plena de vitalidad interior‑! ¡Cuánto más degradante la estupidez, la inmoralidad, las ideas erróneas, la cobardía, el desorden, el egoísmo, el deshonor, que la pobreza o la enfermedad dignamente llevadas! “Pobre pero honrado”, se oía antes, de vez en cuando. Coro unánime de risas al que hoy trate de afirmarlo en serio. (Ya nadie lo afirma, ni en broma, por supuesto. Así estamos.)
Y es que, tristemente, ‑y más en nuestra época, justificados por falsas ideologías y promovidos por las costumbres y los medios‑ las instancias y deseos del cuerpo son mucho más vehementes y clamorosas que las del alma racional. ¿Quién no agradece al médico que le saca a uno el dolor de hígado? ¿Qué estudiante, en cambio, no detesta cordialmente a su profesor de matemáticas o de historia o de filosofía que está tratando de sacarle de su ignorancia, de desasnarlo?
Algo así me decía un profesor que encontré una vez en un hospital mientras observábamos a un médico rodeado de enfermos y familiares de éstos que le escuchaban. Me decía: “Mire Vd. todos oyendo ávidamente lo que les dice el médico sobre su enfermedad. Yo, que enseño historia, apenas logro interesar a un alumno sobre veinte. Los demás no cesan de moverse de impaciencia o cabecean aburrido ansiando que termine de una vez la hora”.
Y sí ¿qué le vamos a hacer? Los hombres se ven más atraídos a conservar su piel que a nutrir sus espíritus. Y, por eso siempre va a traer más prestigio el bisturí que Virgilio, Séneca o Suetonio.
Y, en esto, como en todo, se cumple al pelo la conocida ley de Augusto Comte, a saber, que “el poder de atracción de los móviles es inversamente proporcional a su calidad”. Invite Vd. a un joven a levantarse temprano para estudiar juntos Platón o leer una pieza de Esquilo o escuchar una conferencia sobre un tema filosófico. Vieytes será el lugar menos innominable a dónde será enviado. Pero, invítelo al mismo esfuerzo del madrugón para un programita o un partido de futbol o un paseo al Tigre o a la quinta. A las cinco menos cuarto ya se está lavando los dientes.
Háblele Vd. a alguien de la injusticia social que significa la estupiditación de las masas mediante la superficialidad grosera de la televisión y del cine, la propagación del ateísmo y del error, la inmoralidad del ambiente, la decadencia de la cultura, la infiltración ideológica, la explotación de la pornografía. Recibirá graves asentimientos de cabeza; pero, en el fondo, desinteresados. Háblele, en cambio, de la injusticia social en forma de dinero mal repartido, protéstele por los colectivos a doscientos pesos, por el dólar, por la falta de leche o azúcar. Inmediatamente despertará su interés y sus iras y clamará por los militares y por el golpe.
Organice una reunión de Acción Católica sobe temas espirituales: la oración, los sacramentos, la vida eterna. Vendrán dos o tres marcianos. Invite, en cambio, a un estudio sobre la liberación, la revolución o el sexo; no le alcanzarán las sillas. En una reunión, respetuosa atención, discretos bostezos; en la otra excitación, discusión, entusiasmo.
¿Cómo no va a sorprender el desánimo y cansancio de tantos sacerdotes que intentan ofrecer algo serio? ¡Y la tentación de muchos otros, tras un fácil exitismo, de degradar el mensaje cristiano a formas mundanas u objetivos materiales y materialistas atractivos y fáciles!
Es que la respuesta de los sentidos es siempre inmediata, vehemente, huracanada. Se agita en el campo de la pasión y de las sensaciones. El espíritu en cambio vive en el ámbito hondo de lo que ha de perdurar más allá del tiempo. Se mueve en la solidez de las corrientes profundas y no en la inconstancia de las más notables olas y espumas superficiales. Pero, si queremos llegar a alguna parte, tenemos que movernos en la dirección de esas corrientes hondas y no saltar como un corcho, en la aparente vitalidad de las ondas, sin dirigirnos hacia ningún lado.
Y, a la larga, aunque los síntomas no se presenten de inmediato como en las enfermedades y carencias del cuerpo, las frustraciones y carencias del alma son mucho más tremendas y alienantes que las de éste; sus desdichas y desgracias más raigales y definitivas.
¿Qué médico puede curar la angustia de la soledad, del vacío interior, el cáncer de la envida, la vacuidad de una vida sin sentido, el ácido quemante del odio, la esclavitud de la ignorancia, el enanismo mental, la arterioesclerosis del alma, el horror eterno del infierno?
Y, nuevamente, lo grave es la dificultad del diagnóstico: darse cuenta de la enfermedad. Porque, al contrario de las exigencias de un cuerpo extenuado, que son evidentes e imperiosas, el espíritu subalimentado o subdesarrollado puede conservar la ilusión de estar en plena salud.
¿Cómo curar un espíritu enfermo que se cree sano? ¿Cómo predicar la salud, la salvación, el evangelio, a una humanidad autosatisfecha, autosuficiente y orgullosa?
De allí que la primera condición que, frente a Cristo, debemos poseer para que Él ejerza en nosotros Su medicina, es reconocernos enfermos, sabernos injustos, pecadores. Porque “no son los sanos quienes tienen necesidad del médico sino los enfermos”; “no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.”