1986. Ciclo A
10º Domingo durante el año
(GEP 1986)
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 7,11-17
Y sucedió que a continuación se fue a una ciudad llamada Naím, e iban con él sus discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaba a la puerta de la ciuadad, sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor, tuvo compasión de ella, y le dijo: «No llores» Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se pararon, y él dijo: «Joven, a ti te digo: Levántate» El muerto se incorporó y se puso a hablar, y él se lo dio a su madre. El temor se apoderó de todos, y glorificaban a Dios, diciendo: «Un gran profeta se ha levantado entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo». Y lo que se decía de él, se propagó por toda Judea y por toda la región circunvecina.
SERMÓN
Solemos leer el Evangelio, la Sagrada Escritura , desde lo que sabemos por el catecismo o, como se dice hoy en día, desde la 'preconcepción' de lo que hoy sabe la Iglesia, después de dos mil años de reflexión y profundización de su fe, bajo la guía del Espíritu Santo y el instrumental de las filosofías y las ciencias humanas. Y está bien. Así tiene que manejarse un católico: desde la verdad plena que enseña la Iglesia Católica , Apostólica y Romana.
Empero, el que quisiera rescatar el germen primitivo, en su frescura novedosa, de las Escrituras tal cual se entendían cuando se escribieron, y descubrir allí el viento original que empujaba a ese pensamiento, el cristianismo recién nacido, tendría que dejar por un momento siglos de elaboración filosófica y teológica y tratar de meterse en aquella primitiva estructura de pensar.
Hay que darse cuenta que, cuando se redactó nuestro nuevo testamento, la Iglesia no había asimilado gran cosa aún del pensamiento griego occidental, sus definiciones, su lógica. Términos como el de "Dios", que hoy nos suenan tan obvios después de siglos de filosofía cristiana, en aquella época calificaban a cualquier fuerza de la naturaleza. Piénsese también que el monoteísmo hebreo era tan inconmovible que era imposible manifestar explícitamente que pudiera ponerse a otro o a alguien a la altura de Yahve y tanto menos a un ser humano.
Fíjense que recién en el año 325, con la ayuda de la filosofía griega, la Iglesia define, en el concilio de Nicea, que Jesús es consubstancial con el Padre, tan Dios como el Padre, el sumo y único Dios, convivido con el Padre. Recién en el concilio de Constantinopla, en el 381, se afirma lo mismo del Espíritu Santo.
Fíjense, también, que es recién en ese siglo IV cuando, de toda la literatura cristiana que circulaba por allí, empezaron a juntarse y considerarse como Sagradas Escrituras los libros que hoy componen nuestro Nuevo Testamento. Y, de hecho, hasta el concilio de Trento, en el siglo XVI la Iglesia no determinó dogmáticamente cuáles eran los libros inspirados. Y recién el Vaticano I, a fines del siglo pasado, definió solemnemente la primacía e infalibilidad papal.
Imagínense lo que sería en el siglo I: la mayoría de los cristianos ni siquiera hubieran entendido muchas de las preguntas de nuestros catecismos. Por supuesto que vivían el mismo cristianismo que nosotros -probablemente mucho mejor- pero ciertamente con formas distintas y lenguaje y mentalidad diferentes.
Vayamos a ese siglo I, cuando escribe Lucas, nuestro evangelista de hoy: hay tradiciones, relatos, recuerdos, oraciones, himnos, bautismos, reuniones eucarísticas. Todo, bajo la vivencia del espíritu santo, alrededor de ese acontecimiento fundamental que ha resultado para los cristianos como una explosión en la historia de Israel y del mundo y que ha sido la muerte y Resurrección de Jesús de Nazareth. En Jesús de Nazareth -tienen conciencia los cristianos- se han llevado a plenitud todas las promesas y expectativas del antiguo testamento del pueblo de Israel y (después se darán cuenta también de ello) de toda la humanidad y del universo. Pero ellos no saben nada de tres Personas y una sola naturaleza, de unión hipostática, de Verbo segunda Persona, Relación subsistente, de la Trinidad.
Ellos saben y ¡viven! que la Resurrección ha promovido al Jesús que anduvo en la tierra a la categoría divina, ha ascendido, se sienta a la derecha del Padre, ha sido nombrado "Señor". " Mara " en arameo, " Kuryos " en griego, " Dominus " en latín, todos traducción del " Adonai " hebreo con el cual se suplía, por respeto, el nombre de Yahvé.
Es decir: el mismo Yahve, en la Resurrección, había pasado a Jesús 'Su propio nombre', "Señor". Eso sí lo saben. Y, vean, que ésto, en aquella época, significaba mucho más que la palabra griega "dios", " Zeos ", que se aplicaba a cualquier cosa, hasta a los emperadores.
Pero estas cosas comienzan a pensarse recién después de la Resurrección. Por supuesto que ya durante la vida de Jesús terrena su personalidad espectacular había llevado a sus contemporáneos a preguntarse quién sería. Pero Jesús no podía decir mucho de sí mismo antes de la Pascua. Corría el riesgo constante de ser mal interpretado. Recuerden que el mismo término Mesías , hijo de David, no quería usarlo, para que no lo coronaran rey, Mesías terreno.
Pero, ciertamente, llamarlo ' Mesías ' fue, muy tempranamente, una de las maneras de entenderlo. Otros títulos ya los conocemos: hijo del Hombre, Profeta, Maestro, hijo de David, siervo del Señor . Seguramente recién después de la Resurrección le dicen Salvador, hijo de Dios , Palabra, y Señor -como acabamos de decir-. Pero ¿ven? todos títulos y categorías que estaban en el antiguo testamento, en el lenguaje hebreo. Nada de la filosofía y lenguaje occidental al cual estamos hoy nosotros acostumbrados.
Una de las maneras más primitivas con las cuales se lo entendió a Jesús, fue la de " profeta de los últimos tiempos". Ya alguna vez lo he dicho. El mundo judío que recibió a Jesús era un mundo en ebullición, lleno de distintas esperanzas y sectas o escuelas, cuyas ilusiones no eran todas iguales: unos esperaban un rey, un libertador, otros un personaje que descendería del cielo, y abatiría a todos los enemigos, otros una catástrofe que aniquilaría a todos los pecadores y paganos, y dejaría solo a los buenos. Entre todas estas expectativas había una aparentemente modesta: esperaba la aparición -después de siglos de la última actuación de uno de ellos- de un profeta a la manera del profeta Elías y, que según diversas citas de Isaías, anunciaría la buena noticia a los pobres, devolvería la vista a los ciegos, limpiaría a los leprosos, resucitaría a los muertos. Éstas serían las señales, los signos, de la aparición de ese profeta que inauguraría los tiempos definitivos de la intervención de Dios.
Y noten que esa es justamente la función de los milagros en los evangelios: servir de signos, de señales, que permitan reconocer a Jesús. No tienen otro lenguaje u otra manera de poder explicar que Jesús está más allá de lo humano y en él irrumpe en el mundo lo divino. No interesa tanto la acción milagrosa en sí misma. Cristo no viene a hacer milagros a la manera de un taumaturgo, ellos quieren ser signo de que ha sucedido algo muchísimo más profundo y más grande que la acción más o menos espectacular que se ve exteriormente. Devolver la vista, limpiar la lepra, abrir los oídos, dar la vida, son todos símbolos que van más allá de lo meramente físico.
Cuando los evangelistas nos narran los milagros, más que de los hechos en sí, nos están tratando de decir quién es Jesús. Y, en realidad, este milagro de la resurrección del hijo de la viuda está colocado aquí por Lucas, después de otros de curación de ciegos, sordos y leprosos, en función justamente de la pregunta que le manda hacer Juan Bautista inmediatamente después de este relato. "¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar a otro?" Y Cristo no le contesta "Yo soy la segunda persona de la Trinidad", porque eso absolutamente nadie lo entendería, sino "vayan y cuenten a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia la buena Noticia a los pobres". Y eso si Juan lo entiende, y no necesita más.
Fíjense cuál es la exclamación que Lucas recoge de la antigua tradición de la cual le viene el relato de este milagro: " Todos glorificaban a Dios diciendo "un gran profeta se ha levantado entre nosotros" "Dios ha visitado a su pueblo ". Y el mismo Lucas, para obligar a los que leen a asociar la figura de Jesús a la imagen legendaria de Elías, se refiere al milagro que escuchamos en la primera lectura, también de un hijo de viuda, repitiendo las mismísimas palabras de aquel relato: " Y se lo dio a su madre ".
Pero cuando Lucas escribe y transcribe estos antiguos recuerdos que recoge de la tradición, ya ha pasado mucho tiempo. Por de pronto Cristo ya ha resucitado, y ya la Iglesia sabe que Jesús es mucho más que el profeta que había de venir en los últimos tiempos.
Es ciertamente el profeta pero es mucho más. Es el Señor. Y así lo escribe en nuestra escena de hoy. Al verla " el Señor " -dice Lucas- " tuvo compasión de ella ". Fíjense que Mateo y Marcos, en cambio, más antiguos que Lucas, nunca se atreven a llamar Señor al Jesús de antes de la Resurrección.
Así pues Lucas no sólo está recordando las antiguas tradiciones. El se da cuenta de que todas las acciones de Jesús en la tierra durante su vida terrena apuntaban a algo más allá de lo que hacía. Que todas sus acciones tenían un valor permanente, reflejaban la actitud constante y solícita, que el Señor, Jesús resucitado, imagen del Padre, manifestación de Dios al hombre, tiene irrevocablemente hacia los suyos.
De allí que, en la pluma de Lucas, la viuda de Naim ya no es solo el recuerdo de una pobre mujer socorrida en su terrible desdicha hacía treinta o cuarenta años por Jesús. El hecho en si se desdibujaba en el recuerdo. La viuda de Naim se transforma en una persona permanente de la historia humana: es el símbolo de la desdicha misma de los hombres frente a la cual siempre se conmueven y gimen las entrañas de Dios en Jesús -ese Sagrado Corazón que hemos festejado el viernes pasado-.
Porque vean: ya en el AT y aún en la literatura griega la viuda era símbolo del desamparo más total. " Jera" -viuda en griego- es el femenino del adjetivo " jeros ", que significa carenciado, privado y traduce el hebreo " almanáh ", que contiene, en su significado fundamental, la idea de soledad, de abandono, de desvalimiento.
Por eso las leyes humanistas del AT insisten tanto y tan frecuentemente en el deber de ayudar y asistir a las viudas como a los huérfanos, a los extranjeros. Recordemos que en aquella sociedad precristiana la mujer dependía totalmente de su marido: no tenía ni propiedades ni herencia y, sin varón al lado, no era ni tenía nada.
A eso se suma el dolor incomparable, lacerante, vesánico, de haber perdido a un hijo. Para peor el único, el unigénito, " monogenes " dice el griego. Esta viuda, pues, es la imagen misma de la miseria, del dolor, de la muerte en vida, de lo que no tiene remedio, del ya 'para qué seguir viviendo'.
Al verla -cuenta Lucas- el Señor -es decir, ya el Resucitado- tuvo compasión de ella. -el griego original " esplángize " dice mucho más que compasión. Viene de " splanjon " que quiere decir 'entrañas', 'corazón', 'pulmón'. "Se le revolvieron las entrañas", "gimió su corazón" "se angustió"- eso quiere decir.
Y le dijo "no llores", "mé cláie "
Y observen el especial significado de este milagro que sólo entre los evangelistas relata Lucas. Aquí no hay nadie que venga a rogarle a Jesús: nadie le pide nada; no hay mensajeros que soliciten si intervención, no hay ruegos. Ni tampoco, como en los otros relatos de milagros, se trata de un signo encaminado a la fe, o una acción taumatúrgica condicionada por la fe. Nada. Aquí lo único que le importa a Lucas es señalar la actitud de amor de Dios, en Jesús, a los hombres, La profunda compasión por sus miserias y pecados, y de su iniciativa absoluta e incondicionada en la búsqueda del bien de sus creaturas.
Estamos en el núcleo de la teología lucana: no se trata de malvados pecadores, ni de justicia, ni de juicio, ni de retribución, ni de castigo, ni de arrepentimiento. .No se habla ni de omnipotencia, ni de Dios creador, ni de juez, ni de legislador. Aquí se trata de un Dios que es puro amor a los hombres y que está regido, en todas sus actitudes, por su desesperado querer el bien de sus hijos y la compasión profunda por sus males y dolores, incluso, por supuesto, el mal del pecado y su deseo de curarlo, de sanarlo, de gritarle siempre "no llores más".
Y este es finalmente el mensaje del evangelio de hoy. La viuda de Naim existirá siempre en esta tierra, en cada uno de nuestras penas, dolores, desamparos. Pero también existe Jesús, el Resucitado, el Señor, con sus entrañas y corazón de hombre, amándonos y compadeciéndonos, y sin preguntarnos quienes somos ni como nos portamos. Susurrándonos "no llores", aún en la peor de las desdichas. No porque no debamos sufrir nuestras penas ni no llorar mientras las tengamos, -porque la viuda de Naim no dejó de llorar porque Jesús se lo haya dicho, sino cuando su hijo revivió. El 'no llores' era más bien una promesa, una luz de esperanza, que proviniendo de quien provenía -hoy lo sabemos- era una certeza. Yo "el Señor", "el Resucitado" te lo digo, aunque todo sea terrible, oscuro, desesperado para vos: "un día no llorarás más". Y, mientras tanto, a pesar de todo, sabe que te amo, que te amo y que mis entrañas sufren por vos y con vos.
Y, porque te amo y sufro por vos, un día te traeré aquí donde yo estoy, el Señor. Aquí donde no hay llanto, ni penas, ni dolor, sino paz y alegría con los tuyos y conmigo y con el Padre, y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos.