1997. Ciclo B
10º Domingo durante el año
Lectura del santo Evangelio según san Mc. 3, 20-35
Jesús regresó a la casa, y de nuevo se juntó tanta gente que ni siquiera podían comer. Cuando sus parientes se enteraron, salieron para llevárselo, porque decían: «Es un exaltado». Los escribas que habían venido de Jerusalén decían: «Está poseído por Belzebul y expulsa a los demonios por el poder del Príncipe de los Demonios». Jesús los llamó y por medio de comparaciones les explicó: «¿Cómo Satanás va a expulsar a Satanás? Un reino donde hay luchas internas no puede subsistir. Y una familia dividida tampoco puede subsistir. Por lo tanto, si Satanás se dividió, levantándose contra sí mismo, ya no puede subsistir, sino que ha llega a su fin. Pero nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear sus bienes, si primero no lo ata. Sólo así podrá saquear la casa. Les aseguro que todo será perdonado a los hombres: todos los pecados y cualquier blasfemia que profieran. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón jamás: es culpable de pecado para siempre». Jesús dijo esto porque ellos decían: «Está poseído por un espíritu impuro». Entonces llegaron su madre y sus hermanos y, quedándose afuera, lo mandaron llamar. La multitud estaba sentada alrededor de Jesús, y le dijeron: «Tu madre y tus hermanos te buscan ahí fuera». El les respondió: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?». Y dirigiendo su mirada sobre los que estaban sentados alrededor de él, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. Porque el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre».
SERMÓN
En nuestros días, salvo en reductos muy tradicionales -que todavía los hay-, es difícil darse cuenta de lo que significaba en la antigüedad y especialmente en el mundo mediterráneo la familia. Ella no era solo la pequeña célula formada por el padre, la madre y cuanto mucho uno o dos retoños, sino el entretejido de lazos de sangre y de matrimonio de una cantidad de personas que se sentían estrechamente vinculadas entre si. Dichos lazos no solo hacían a la amistad de los parientes, sino que creaban profundos compromisos laborales, legales, asistenciales, de comportamiento. Las familias eran verdaderas empresas -aún económicas- que, como no existían ni máquinas ni computadoras, se medían en su poder laboral por la cantidad de sus miembros, y evaluaban la prosperidad de su futuro por la cuantía de descendencia sobre todo masculina. Amén de ello, la seguridad -que hoy apenas se obtiene mediante la ley, la policía y la justicia paga del Estado- era garantizada a cada uno por el poder de la familia, que se solidarizaba en conjunto con cualquiera de sus miembros. Lo mismo en cuanto a la seguridad social : no había aportes jubilatorios, ni medicina prepaga, pero nadie que tuviera una familia quedaba desamparado de la asistencia que en aquella época podía prestarse.
Al mismo tiempo la familia, como contraparte, exigía gran coherencia a sus miembros y miramiento mutuo. Ya que no había códigos legales minuciosos, ni abogados y escribanos y firmas para todo, la solvencia de una familia se fundaba en el honor, en el respeto que todos sus integrantes debían tener de las normas consuetudinarias establecidas, en la palabra empeñada, en el cumplimiento de los compromisos, en la conducta... en una palabra: en la vergüenza. El cuidado del honor, y la vergüenza de perderlo si se transgredían los códigos tácitos, no escritos, era un factor de paz social y de seguridad, aún en las transacciones comerciales, mucho más vinculante que firmas, leyes, abogados y tribunales. Una sociedad de personas que no tengan en consideración el honor, ni la vergüenza -es decir literalmente de sin-vergüenzas- podrá tener todas las leyes escritas que se quiera y multiplicar tribunales y cauciones y, lo mismo, no funcionará.
Por otra parte, era la misma familia la que, de ser justo, protegía al integrante de ésta agraviado o en problemas, pero la que castigaba, a veces hasta con la expulsión de su seno, al que la avergonzaba o deshonraba con una conducta impropia.
El sentido de familia, el cuidado del apellido común y de su honor y la vergüenza, es lo que daba no solo protección a los individuos sino gran coherencia y solidez a la sociedad. No existía esa solidaridad a toda costa, hasta en el mal que desgraciadamente existe en nuestros estamentos, corporaciones y profesiones.
Pasando a un segundo tema de nuestro evangelio de hoy: es fácil en nuestros días, después de los avances de la ciencia contemporánea, atribuir la etiología, las causas de los fenómenos, a actividades puramente naturales. El hombre primitivo, en cambio, que tendía a personalizar todas las fuerzas de la naturaleza, no podía dejar de imaginar como animados también a fenómenos extraordinarios del ser humano que escapaban a la normalidad. Era claro que una herida externa provocada por un enemigo no tenía más causa que éste; pero enfermedades sin aparente agente exterior -nada se sabía de virus, bacterias, microbios o disfunciones neurológicas-, o la locura, o comportamientos meramente extravagantes, eran inmediatamente atribuidos a influjos de los llamados espíritus o daimones -en griego- que, tanto en el ámbito helénico como en el semita, se suponían más o menos personalizados, y podían ser buenos o malos, puros o impuros. En realidad el lector cuidadoso de los evangelios tendría que distinguir en esa concepción primitiva a los daimones o espíritus impuros -que no intervienen para nada en el campo de la moral y solo producen enfermedades corporales o mentales- y, por otro lado, Satanás, que es un personaje único que él si se ocuparía de tentar y llevar al mal.
Es desde éstos presupuestos que hay que entender el extraño evangelio de hoy.
Es evidente que, al dejar su oficio, su aldea natal, y a los suyos, y ponerse en predicador y sanador, sin tan siquiera haber concurrido a ninguna escuela rabínica, Jesús se colocaba a contramarcha de los códigos y pautas de su familia y, por lo tanto, la deshonraba y llenaba de vergüenza. Tanto más que, siendo el único hijo de una madre viuda, faltaba gravísimamente a sus deberes de solidaridad filial, a la vez que disminuía la fuerza económica familiar. En realidad nuestra traducción "es un exaltado" disminuye el tono del comentario de los parientes de Jesús. El griego dice ' exeste ': 'está fuera de sí'. 'Está loco', diríamos nosotros. Y es lo que inmediatamente los escribas de Jerusalén traducen "está poseído por un espíritu impuro".
Y eso es lo que Jesús tiene por pecado imperdonable: el atribuir su conducta -es verdad extraordinaria, anormal; como siempre es anormal y sobre las reglas comunes la vida de los santos- a la locura y no al espíritu de Dios. 'Estás loco te vas a misionar al Africa'; 'estás mal de la cabeza, vas a entrar en el seminario'; 'estás chiflada, vas a ingresar al convento'; 'estás tocado ¿como se te ocurre ayudar de esa manera a los demás?' .
Eso explica, pues, que los parientes de Jesús, como clan unido que era, quieran llevárselo consigo. En parte por vergüenza de familia, en parte por lástima y verdadero cariño a Jesús.
Pero, cuando Marcos escribe su evangelio, varios años después, y recuerda estos acontecimientos, no solo piensa en Jesús, sino en todos los cristianos que están pasando situaciones semejantes.
Piénsese que todavía en el medioevo, época ya bien cristianizada, cuando Tomás, hijo de los condes de Aquino -que después sería nada menos que santo Tomás de Aquino- pretende entrar en la orden dominica recientemente fundada, sus mismos hermanos lo raptan y por un tiempo lo tienen encerrado en un castillo, llevándole incluso mujeres de mala vida para ver si lo disuaden de su locura. Y ¡hay que ver hoy todavía las cosas que hacen o no hacen los padres para retraer a sus hijos o hijas de seguir, cuando la tienen, su vocación religiosa! "¡Mirá a este loco lo que se le ha metido en la cabeza!"
Hace un par de años a una laica, con votos privados de virginidad, alumna mía en la Facultad de Teología, la psicóloga del Hospital Rawson encargada de dar la habilitación para la docencia -el 'apto profesional', que le llaman- en las escuelas municipales, la declaró inepta -fíjense Vds.- porque ésta, ingenuamente, le manifestó que nunca había tenido relaciones ni pensaba tenerlas. En cambio, eso si, los maricones con pareja no solo pueden ser maestros de nuestros hijos, sino que Osplad cubre alegremente los servicios sociales del nefando concubino, a costa por supuesto de la cuota de los demás. Ven, cosas de ese tipo, con el aplauso de periodistas y legisladores -los escribas de nuestra época-, son blasfemias contra el Espíritu Santo: atribuir el mal al bien y el bien al mal.
El asunto es que, en la época en que escribe Marcos, las cosas eran muy pesadas: ya el judaísmo oficial combatía al cristianismo y muchos de ellos consideraban hacerse cristiano una desviación malvada que, si no era corregida, traía como consecuencia la expulsión ignominiosa de la sinagoga y de la familia. (También lo será, aunque algo menos, en la sociedad romana antes de Constantino). Imagínense Vds. lo que eso significaba para el así marginado: quedaba totalmente aislado, desprotegido, sin relaciones sociales ni comerciales, perdía no solo a sus parientes sino a sus amistades, a sus negocios. Era un paria. Pero ¡aún en nuestros días! yo recuerdo un judío, por otra parte excelente persona, religiosísismo, que vivía en el sexto piso de mi casa: cuando una de sus hijas se bautizó, puso un aviso en las necrológicas de La Nación ; y sus paisanos venían a hacerle visita de pésame. Nunca más recibió a su hija en su casa. No solo: piénsese en nuestra 'intelligentzia' vernácula y aún internacional, dominada por la izquierda: basta confesarse católico para no aparecer más en los medios, ni tener buenas críticas, ni acceso a las cátedras, ni a las pantallas, ni a la fama.
Pero, volviendo a los primeros tiempos de la Iglesia. Antes de que tuviéramos familias cristianas, era bien real y poco metafórico aquello de que "el que no es capaz de dejar padre, madre, hermanos, hijos, campos, no es digno de ser mi discípulo". Tenían que estar dispuestos a dejar todo en serio. De allí que los cristianos debieron reunirse entre ellos, y la Iglesia constituirse en la nueva familia de los exiliados de la propia, encontrando en esa nueva comunidad los padres, hermanos y hermanas que habían perdido al seguir a Cristo, más la protección social y económica que la gran familia proveía a todos, en lazos de verdadera fraternidad. El ciento por uno. Decirse 'hermanos' , en esa época, entre los cristianos, no era un mero título, como a veces entre nosotros, con mucho saludo de paz y mucha sonrisa y mucha comunión, lamentablemente tantas veces puro rito vacío.
Es verdad que, hoy, formar parte de la familia de Jesús, de aquellos que hacen la voluntad de Dios, no siempre significa tener que dejar la familia de sangre -salvo en el caso de vocaciones monacales excepcionales, o si la familia realmente a uno no lo acepta como cristiano, o tiene una conducta que hace imposible la convivencia o sociedad con ella-. ¡Y qué maravilla cuando en una familia verdaderamente cristiana coinciden la fraternidad de apellido y la fraternidad cristiana! Algo así como Jesús con su madre, que lo era al doble título de ser su madre biológica y al mismo tiempo de ser la primera en hacer plenamente la voluntad de Dios: "hágase en mi según tu palabra".
Pero, cuando los lazos familiares tienden a debilitarse, como en la sociedad moderna, o cuando comienzan nuestras amistades, vínculos y relaciones sociales a ser causa de flojedad en nuestras costumbres, y aún verdaderas complicidades en actitudes y usanzas poco cristianas, tanto en las diversiones como en los espectáculos, tanto en la vida económica y política como en la en la vida social, a veces en la aceptación de situaciones irregulares y hasta depravadas, a veces en la dejadez frente al avance del error y la pudrición moral, a veces simplemente cuando en nuestras reuniones campean la frivolidad y la maledicencia, cuando los que nos rodean han perdido la vergüenza y el honor, cuando poca ayuda podemos encontrar en los nuestros para avanzar por el camino de la santidad, cuando nos damos cuenta de que ciertos conocidos que admitimos entre nosotros solo pueden dar malos ejemplos a nuestros hijos, cuando los vínculos puramente humanos debilitan nuestra fe y nos crean un entorno de ligereza en los hábitos y enfriamiento en la virtud; entonces, es más necesario que nunca que, sin dejar de lado nuestras afinidades naturales, nos nucleemos los cristianos en amistades serias, busquemos amigos sanos de espíritu, compañeros transparentes, socios honorables, relaciones de acuerdo al evangelio, que no dejemos solos a los buenos, y que tratemos de juntarnos todos en la gran familia de Cristo, la de los que quieren cumplir la voluntad de Dios, sus verdaderos hermanos, hermanas y madres.