1971 Ciclo c
11º Domingo durante el año
(GEP
13-VI-71)
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 7, 36-8, 3
Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: «Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!» Pero Jesús le dijo: «Simón, tengo algo que decirte.» «Di, Maestro», respondió él. «Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará más?» Simón contestó: «Pienso que aquel a quien perdonó más.» Jesús le dijo: «Has juzgado bien» Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor» Después dijo a la mujer: «Tus pecados te son perdonados» Los invitados pensaron: «¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?» Pero Jesús dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz» Después, Jesús recorría las ciudades y los pueblos, predicando y anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes.
SERMÓN
Hace poco, el secretario general del Comité de Ciencias Atmosféricas de la Unión Internacional de Geodesia y Geofísica , alertó a la opinión pública mundial sobre el inminente peligro que grava sobre las naciones civilizadas de destruir totalmente su ambiente natural. Si en los próximos 20 años no se encuentran soluciones satisfactorias dicho peligro comprometerá gravemente la existencia de la vida sobre la tierra.
Los Estados Unido, por ejemplo, lanzan anualmente a la atmósfera 125 millones de toneladas de gases tóxicos provenientes de la combustión de automóviles y fábricas. Gran parte de los lagos y ríos de Europa, debido a los desagües cloacales e industriales, se han vuelto inhabitables para los peces y convertido en aguas muertas y fétidas.
En muchas costas marítimas ha tenido que prohibirse el baño. Monumentos que habían resistido siglos la inclemencia de las lluvias y los vientos, se ven hoy lentamente pulverizados por la acción de los ácidos del hollín y del smog. En algunas metrópolis los ciudadanos han debido recurrir al uso de máscaras antigás para proteger su salud.
Estos peligros que se han comenzado a denunciar ya hace unos años, ante la inminencia del desastre y los deletéreos efectos ya en acto, han hecho que los organismos competentes se hayan abocado, por suerte, a la búsqueda de urgentes soluciones. La incidencia de estos problemas sobre los monumentos, el ambiente natural, la vida y la salud del hombre han alcanzado dimensión estadística. Ante esta realidad medible en números los gobiernos reaccionan y, esperemos, encontrarán alguna solución.
Los hombres del futuro se preguntarán cómo es posible que nosotros hayamos podido vivir tanto tiempo en este ambiente malsano -escapes de colectivos, humos de chimenea, ruidos de bocina, paredes de cemento, piso de asfalto, cielo ennegrecido por el smog- sin darnos cuenta. Más o menos como nosotros nos preguntamos cómo era posible que nuestros antepasados pudieran vivir sin bañarse todos los días, sin calefacción, sin DDT, sin aspirinas ni Coca Cola, sin radio ni televisión.
Es que el hombre se acostumbra a todo y, además, 'ojos que no ven corazón que no siente'. Antiguamente, cuando no se conocían los insecticidas y hasta el Rey de Francia tenía pulgas debajo de su peluca, nadie las sentía demasiado. Hoy apenas soportamos una mosca volando en el cuarto. Nuestros abuelos no tenían calefacción central ni agua caliente y eso no les impidió ser tan o más felices que nosotros y -al menos el mío- no se murió de frío. Que se nos acabe el kerosén de nuestras estufas o se descomponga la caldera ¡que martirio, qué de resfríos, genioles y antibióticos!
Nos acostumbramos a todo -lo bueno y lo malo- si no conocemos nada mejor y todo el mundo lo soporta o lo hace. El andar a pie fue lo más normal y digno, hasta que no se inventó el automóvil. El pasar los domingos en casa con los nuestros lo más divertido, hasta que no se descubrieron el cine y las canchas de futbol. El vivir modestamente plenamente satisfactorio hasta que no leímos en las revistas cómo vivían Onassis o Sofía Loren o los yanquis. 'Ojos que no ven corazón que no siente'.
Es así pues que nos hemos acostumbrado insensiblemente a este ambiente de humo, de escapes, de bochinche, e insalubridad, quizá porque pocos nos hablan hoy del gozo del silencio, de la serenidad del campo, de la belleza del sol y las estrellas en un cielo límpido, de la fragancia de la alfalfa recién cortada, la serenidad de la montaña, la espuma de las rompientes.
Aún así, ante estas cosas, todavía somos capaces de darnos cuenta y reaccionar: nadie podrá acostumbrarse nunca del todo al cáncer producido por la contaminación, a las neurosis, al agotamiento que produce en nosotros el medio insalubre de nuestra ciudad.
Pero el hombre de hoy no se ve afectado solamente por el ambiente físico donde vive. Hay otro ambiente, mucho más deletéreo, mucho más funesto, mucho menos fácilmente perceptible y de consecuencias más hondas que nos afecta, insensible y profundamente: el ambiente moral que respiramos.
Yo, hoy, de acuerdo al evangelio, debería hablar del pecado, del arrepentimiento y del perdón. Pero ¿cómo voy a hablar del pecado cuando ya esta palabra a muchos no les dice nada? No nos encontramos ya frente a una sociedad conscientemente pecadora -una sociedad de pecados fuertes, rebeldes, desafiantes- sino que nos hallamos frente a una sociedad indiferente, abúlica, que ha perdido el sentido del pecado, ciega para los valores morales, indiferente respecto a la cuestión del bien y el mal, casi diría incapaz de pecar, porque incapaz de realizar o ver el auténtico bien.
No existe más el pecado rebelde de Caín, ni la lujuria consciente de David, ni el orgullo de Lutero, ni la blasfema de Voltaire. Existe la debilidad del moralmente impotente, la cobardía de la moda, la ley del menor esfuerzo, el egoísmo disfrazado del 'no te metás', la autojustificación del 'lo hace todo el mundo', la bobería sexual de los novios solapada de novela rosa, la satisfacción burgeusa del deber mínimo cumplido, la crítica grandilocuente y vacua, desde el sillón mullido, a los grandes males de la humanidad.
¿Quién se sentirá pecador y arrepentido en esta sociedad contaminada por toneladas de gases tóxicos de la mentira, donde todos los excesos se apañan con la verborragia del psicólogo y del científico, se hacen normales en el mesurado tono de los periodistas, se hacen potables detrás de la sonrisa profesional del locutor, se llaman obras de arte en la perversión del cine y de la novela?
Poco a poco nos han hecho ver como normales las cosas más espantosas. Y, en este ambiente viciado por el smog impalpable de la inmoralidad se crían nuestros hijos, se adaptan nuestras costumbres, se construye nuestra sociedad, se enferman de muerte nuestros corazones.
Por eso es difícil hablar del pecado y el arrepentimiento. Es como predicar el horror de la ceguera a una sociedad de ciegos de nacimiento. Porque lo atroz del pecado solo es perceptible desde la concepción superior del cristianismo -como la pobreza desde la riqueza o el frío desde la calefacción o las pulgas desde el DDT-. Solo si nos damos cuenta de nuestra sublime dignidad de hijos de Dios; si tratamos de sentir sobre nosotros la ternura inmensa del Padre que nos está amando; si callamos estupefactos ante la sangre que el Hijo ha derramado sobre nosotros, sentirnos el horror que significa pervertir nuestra vocación a lo sublime; despreciar el amor del Padre; pisotear la sangre crucificada.
Porque si somos lo que la propaganda falaz y la educación idiota y las costumbres y modas mezquinas nos quieren hacer creer que somos -apenas un poco más que un simio evolucionado-, entonces el pecado es el fango apropiado -el smog natural- donde debemos sumergirnos como los cerdos.
Pero, si somos lo que nuestra fe nos dice -hermanos de Cristo, hijos de Dios, llamados a la santidad y a la felicidad eterna- entonces el pecado es el drama insoportable que debemos desterrar definitivamente de nuestras vidas y por el cual debemos pedir de rodillas perdón a Dios.