1975. Ciclo A
11º Domingo durante el año
(GEP 15-VI-75 ) Día del padre
Lectura del santo Evangelio según san Mateo 9, 36-10, 8
En aquel tiempo: Jesús, al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y abatidos, como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: "La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rogad al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha". Jesús convocó a sus doce discípulos y les dio el poder de expulsar a los espíritus impuros y de curar cualquier enfermedad o dolencia. Los nombres de los doce apóstoles son: en primer lugar, Simón, de sobrenombre Pedro, y su hermano Andrés; luego, Santiago, hijo de Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago, hijo de Alfeo, y Tadeo; Simón, el Cananeo, y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó. A estos doce, Jesús los envió con las siguientes instrucciones: "No vayáis a regiones paganas ni entréis en ninguna ciudad de samaritanos. Id, en cambio, a las ovejas perdidas del pueblo de Israel. Por el camino, proclamad que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios. Vosotros habéis recibido gratuitamente, dad también gratuitamente".
SERMÓN
Dado que los dos personajes más importantes con los cuales se topa el hombre al nacer son el padre y la madre, afirman antropólogos y psicólogos, que conforman hasta en el lenguaje la gran distinción de los seres que le rodean, aún los inanimados. El género masculino y el femenino son primitivos en las más lejanas huellas de lenguaje que podemos investigar. ‘El’ techo; ‘la’ pared. El género neutro nace tardíamente y para algunos términos abstractos. Esta gran división de la realidad genera arquetipos del pensar que influyen aún en las relaciones con lo numinoso, con lo divino, de tal manera que ‑dicen los estudiosos‑ se puede decir que, en la historia de las religiones, llevados por esta dualidad antropomórfica, pueden distinguirse dos grandes grupos de actitudes religiosas: las religiones ‘del padre’, dios masculino que mora en el cielo y genera y actúa ‘desde afuera’ y las religiones ‘de la madre’ que mora en la tierra o se identifica con ella, da a luz y en cuyo seno todo suceder tiene su principio y su fin.
Las religiones de la madre más bien tienden a adorar la tierra o los principios de la tierra, las fuerzas de la naturaleza, los ciclos de nacimiento, el crecer, la muerte. La mujer y la tierra –con su doble la luna‑ se corresponden en el sentido religioso.
La mujer es un campo que ha de ser fecundado para engendrar la mies. El campo es una mujer fecunda. La madre amamanta y alimenta al hijo. De la tierra nos alimentamos nosotros. Todo nace y vive de la tierra y a la tierra volvemos como a un gran seno materno. La diosa da a luz, pare, germina ‑ya sea Gea o Artemisa o Isis o Cibeles o Afrodita o Deméter o Pachamama‑ a la manera de la tierra. Por eso las religiones donde prima el elemento materno son religiones de refugio, de seguridad, pero también de pasividad, de fatalismo. La madre abraza al hijo en su seno, al nacer lo rodea con sus brazos, le da la leche.
El padre, en cambio actúa desde afuera, a la manera del sol que –en estas concepciones‑ fecunda la tierra y la fertiliza desde el cielo. Y si la madre engendra, pare, el padre fabrica, planea, esculpe. El dios masculino, paterno, gobierna con su palabra inteligente, modela, construye, planifica, dicta leyes. En la madre se busca protección, ternura. Al padre se le obedece, se lo admira, se lo imita. Es el dios de la Ley, es la imagen y semejanza que debo emular. Es aquel a quien debo seguir ‑no unido por el cordón umbilical o por el deseo pasivo de protección‑ sino por una respuesta libre y a la vez sumisa de mi libertad. Muchos de estos paradigmas primitivos han sido asumidos por la Sagrada Escritura.
Porque el padre no es solamente aquel que fecunda a la madre. Ese es solo su triste papel de zángano en las colmenas, en las sociedades matriarcales donde imperan las mujeres y se adoran las diosas. En la vida humana no se puede entender el verdadero papel del padre partiendo solo del acto de la generación. Tanto es así que, en la religión revelada, el cristianismo, en el concepto de Dios, falta casi por completo la figura del padre como esposo, como engendrador. Más aún, el Dios de la Revelación, es figura patriarcal y no tiene paredro o pareja. ¿No llamamos acaso a los sacerdotes ‘padres’ sin ser esposos?
La expresión padre, entre los antiguos y en su verdadero sentido, significaba algo distinto que entre nosotros. El padre era para ellos el representante de cierta edad, el ‘mayor’ frente al menor. Y son los padres, los ‘ancianos’, los ‘señores’ –y ‘señor’ quiere decir ‘viejo’ en latín‑ y los presbíteros –y ‘presbítero’ quiere decir ‘anciano’ en griego‑ son ellos quienes gobiernan. Es este gobierno, esta autoridad, la que hace ‘padre’ al padre y no el acto generador.
Una cosa es el padre y el hijo y, otra, el ‘esposo de la madre’ y el hijo de la mujer. De allí que el derecho romano consideraba “pater familias”, a quien tuviera el dominio de la casa –propiedad, mujeres, sobrinos, siervos‑ aunque no tuviera personalmente hijos.
De allí pues que si la madre renueva cíclicamente la vida, el padre conduce a los suyos a la meta, los configura desde afuera con su voluntad, los forma con su ejemplo y su autoridad. Las religiones paternas son, por eso, dinámicas, activas, conquistadoras, voluntaristas.
Por cierto, que así como en la recta formación de un ser humano son importantes ambas figuras, la del padre y la de la madre, así también vemos que el cristianismo reúne en su doctrina armónicamente ambos elementos. Si bien –como ha de ser en todo hogar‑ domina la figura paterna, el Dios creador de cielos y de tierra con su artículo masculino, no faltan los elementos maternos: en el mismo Dios del antiguo testamento y, en el nuevo, la figura impar de María o de la Iglesia concebida como madre.
¿A qué todo esto confusamente explicado dirán Vds.? Bueno a qué, de alguna manera, hay que hacer coincidir el evangelio de hoy con el día del Padre. Y algo de eso hay en el trozo de Mateo que acabamos de leer: la mies es el mundo de la tierra, de la vida engendrada, la humanidad informe a la que mira Cristo compasivamente sin guías y sin pastor, el principio materno. Los apóstoles, en cambio, son ‘los padres’ que han de crear la nueva vida infundiendo la semilla sobrenatural y dirigiéndola, luego, con autoridad paterna, hacia las metas eternas.
Por eso, en la Iglesia, los sacerdotes son varones y, por eso, no hay cosa más risible que un sacerdote afeminado o el disparate de querer que las mujeres sean curas –sería cambiar la esencia de la religión cristiana‑; a menos, por supuesto, que se ordenaran marimachos.
De todas maneras, lo dicho tiene su importancia porque, si como he afirmado, la característica de las religiones maternas es la pasividad, el deseo de refugio, y la de las paternas el dinamismo, la libertad, podemos llegar a entender lo sutil y diabólico de la nueva psicología y pedagogías freudianas que tienden a disminuir, como opresora y alienante, la figura paterna. Rival del hijo con respecto a la madre, opresor de su yo, infusor del supergo, origen del complejo de culpas, etc. etc. Esta visión tiende a postular terapéuticamente, como objetivo, la liberación, el rechazo de la autoridad paterna, su desaparición, la equiparación del padre con la madre, del varón con la mujer, la igualación democrática del hijo con el padre y, después, en el resto de la escala social el gobierno, el juez, el maestro, el militar, el sacerdote. ‘Paternalismo’ suena hoy a término peyorativo.
Y de la desaparición de la figura tradicional del padre –desaparición ya en acto‑ ¿qué podemos esperar, tanto en la sociedad como en la familia y en la Iglesia, sino una vuelta a las religiones y mentalidades maternales, a la vida puramente terrena, fisiológica, a los cultos fálicos: el sexo endiosado y, finalmente, a la pasividad, al deseo de protección y seguridad que dará la gran Madre, el Estado totalitario del cual todos dependeremos para mamar y subsistir?
La auténtica libertad no se consigue en la contestación y rebelión al padre y en la declaración de una igualdad e independencia que llevará a servidumbres peores, sino en el reconocimiento humilde de la dependencia que conducirá, en la obediencia y la imitación de las figuras ejemplares, a la conquista de la auténtica libertad.
Recuerden esto los hombres que son o han de ser padres: cada vez que renuncian al ejercicio de su propia autoridad –ejercitada con justicia‑ dan un paso más, para su familia y sus hijos, al camino de peores servidumbres.
Y aquí viene oportuno lo que se nos cuenta de la antigua Babilonia. En sus orígenes sociedades matriarcales, en su crecer religioso cuando se vuelcan al paradigma de dios masculino, estando tan disminuida la figura del padre, en vez de calificar al dios ‘padre’, lo llaman ‘tío’. En efecto, parecidamente a la antigua sociedad china, la autoridad paterfamiliar era ejercida más por el hermano mayor de la madre que por su marido.
Si no se actúa como padre, tarde o temprano aparecerá o un tío que lo suplantará –el compañerito o caudillito o libro de turno o idea torcida o jefe guerrillero‑ o, si no, finalmente, la madre tierra en bruto que transformará al hijo en ser dominado por sus pasiones, sin más disciplina que su arbitrio desordenado, fácil pasto de cualquier tutela, de cualquier tiranía.
Que Dios no lo quiera.