1980 Ciclo c
11º Domingo durante el año
15-VI-80
Lectura del santo Evangelio según san Lucas 7, 36-8, 3
Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa. Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume. Y colocándose detrás de él, se puso a llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría de besos y los ungía con perfume. Al ver esto, el fariseo que lo había invitado pensó: «Si este hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!» Pero Jesús le dijo: «Simón, tengo algo que decirte.» «Di, Maestro», respondió él. «Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará más?» Simón contestó: «Pienso que aquel a quien perdonó más.» Jesús le dijo: «Has juzgado bien» Y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Tú no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. Tú no ungiste mi cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le perdona poco, demuestra poco amor» Después dijo a la mujer: «Tus pecados te son perdonados» Los invitados pensaron: «¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los pecados?» Pero Jesús dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado, vete en paz» Después, Jesús recorría las ciudades y los pueblos, predicando y anunciando la Buena Noticia del Reino de Dios. Lo acompañaban los Doce y también algunas mujeres que habían sido curadas de malos espíritus y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, esposa de Cusa, intendente de Herodes, Susana y muchas otras, que los ayudaban con sus bienes.
SERMÓN
Este viernes fui a ver, al Cervantes, Edipo en Colono , de Sófocles ( 496 - 406 a. C). Muy bien dado y, entre otras cosas, apto de veras para festejar este de hoy día del Padre. Puesto que gran parte del hilo de la tragedia –amén de un canto a la tierra nativa y una conmovedora meditación sobre el tiempo y la vejez- es una exaltación de la emocionante fidelidad de sus hijas, Antígona e Ismena, que lo han acompañado ciego, desterrado, miserable y anciano, y una requisitoria contra sus hijos varones, Polinices y Eteocles, que lo han abandonado y echado. “Tanto deseé tener hijos varones –clama Edipo-, pero, si no hubiera yo engendrado hijas mujeres ya no existiría. Estas si son hombres, no mujeres, pues han querido sufrir conmigo”.
Edipo en Colono , Jean-Antoine-Théodore Giroust , 1788
Fíjense que esto lo decía el mismo Sófocles por boca de Edipo. Porque Edipo en Colono , que es su obra póstuma, la escribió cuando ya tenía cerca de 90 años. Cuenta Cicerón, en su ‘ De senectute' –‘ Sobre la vejez' - que, precisamente, en esa época, el hijo varón de Sófocles, Iofón, en contra del parecer de sus hermanas que apoyaban al padre, para quedarse anticipadamente con la herencia, le había hecho juicio, acusándolo de incapacidad senil para administrar su bienes. Para probar su lucidez Sófocles leyó ante el tribunal “ Edipo en Colono ”. Cuando terminó de hacerlo preguntó a los jueces si les parecía aquello obra de un insensato. Por supuesto que, unánimemente, lo declararon cuerdo. El asunto es que las mujeres se portaron con el padre mejor que el varón.
Mi propia experiencia es -2400 años después de Sófocles- que la mayoría de los ancianos abandonados en los asilos, y de los ancianos solos, no tienen hijas mujeres y, sí, tantas veces, varones.
(Yo espero que cuando sea viejito me cuiden las monjas, porque lo que es, los curas varones …)
Lo cierto es que el tema central de Edipo en Colono , como de Edipo Rey y, en general, de gran parte de la tragedia griega, es otro: la ‘ moira ', esa fatalidad gobernada por los dioses que, finalmente, lleva al hombre a la desgracia y a la muerte.
El gran problema del mal y de la muerte que perturba desde siempre la reflexión del hombre sobre su vivir en este mundo. ¿De dónde viene el mal? ¿De dónde la muerte?
Muchas explicaciones y tentativas de respuesta desde la aurora de los tiempos. Los ‘mitos creacionistas', como les llama Ricoeur (1), hablan, para explicarlo, de una lucha del dios formador, el dios de la luz, contra el caos primitivo, la disolución, el desorden, las tinieblas. Así en Babilonia, en Sumer, en Egipto, en Canaán.
En Babilonia, Marduk ha de luchar contra Tiamat, personificación del mar y del viento devoradores que quiere reducir todo al abismo primitivo. Y, aunque Marduk vence en el mundo superior de los dioses, en el mundo de los hombres siempre termina por ganar Tiamat que, con su soplo de muerte, vuelve al hombre al polvo de donde lo sacó Marduk. Algo semejante sucede entre el Baal cananeo y Mot, la muerte, aliada a Yam, el mar. Y podríamos abundar, al respecto, con los mitos egipcios.
Marduk y Tiamat
Los judíos no podían, por supuesto, pensar así, Ellos creían en un solo Dios, bueno, justo y omnipotente. No podía existir ningún otro dios que luchara contra Él, ni tampoco era posible que existiera un caos previo o materia mala. Todo había sido creado de la nada. Todo era creado bueno por Dios.
Y ¿entonces? Si todo había sido creado bueno por un Dios bueno ¿de dónde venía el mal?
La única respuesta posible era: el mal viene del hombre. Hombre se dice ‘adam en hebreo. Por eso la Escritura, utilizando y recomponiendo antiguos pasajes de viejos mitos, corrigiéndolos, por supuesto, después del poema de la creación que hace de prologo al Pentateuco y presentación de Dios, y luego de la repetida afirmación de la bondad de todo lo creado –“ y vio Dos que era bueno ”-, comienza la historia de la humanidad y de Israel mostrando diversos ejemplos de desórdenes introducidos por el hombre y causante de males. Desde la desobediencia a Dios en la ingesta del fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, pasando por el fratricidio de Caín, la ambición babélica, los pecados provocadores del diluvio, el becerro de oro. Todo eso es lo que hinca el mal en la historia y alejando al hombre de Dios, fuente de vida, lleva a la muerte.
Esta concepción es tan aparentemente correcta que nadie puede imaginar una desgracia sin que la haya provocado algún pecado. Aún en el libro de Job, que pone en duda esta postura, aparece en labios de sus amigos. Según ellos las horribles desgracias que le suceden provienen de sus pecados, aún ocultos. Si así no fuera, Dios sería injusto con Job.
Job y sus amigos, Ilya Repin (1844-1930)
La tragedia griega en cambio piensa de otra manera. Tiene más simpatía por el hombre y menos certeza sobre la bondad de sus dioses. Todo el nudo trágico de Edipo Rey y Edipo en Colono gira en torno a la conmiseración que despierta en el auditorio la desgracia de Edipo. Porque el terrible castigo de su ceguera y de su destierro –los peores castigos para el griego amante de la claridad y de la patria- corresponde, sí, a enormes delitos –como le reprocha Creonte delante de Teseo: “Ha matado a su propio padre”, “ha manchado el lecho de su madre”-. Pero, a su vez, esos mismos delitos han sido fruto de los designios de los dioses, de la ' moira '. Edipo ser rebela: “ ¿Cómo me echas en cara homicidios, bodas y calamidades, si yo en mi infortunio las sufrí contra mi voluntad” (…) “ Yo ignoraba” –dice- (…) “ a tales crímenes llegué guiado de los dioses ”.
¿Ven? Los griegos, más bien, disculpan a los mortales. Son los dioses los caprichosos. Ellos se han reservado egoístamente la inmortalidad; el hombre ha de tratar de vivir sin molestarlos y aprovechar sus pocos años de vida, como afirma el coro de Edipo: “ Es locura y fuente de desgracia querer vivir más del tiempo asignado a cada hombre ”. Mucho de ello se encuentra, también, en el mito mesopotámico de Gilgamesh y su infructuosa búsqueda de inmortalidad.
Como ven Vds., ni los mitos creacionistas, ni el mito adámico, ni la tragedia griega nos aportan verdadera respuesta; aunque todos tienen su parte de verdad. Porque, por un lado es cierto que la creación tiene que luchar contra una especie de caos que la atrae. La entropía que la devora irremediablemente. Pero no porque Dios no sea omnipotente ni bueno, sino porque la creación no está acabada y, para terminarla, el Creador debe contar con la libertad fecunda pero lábil de los hombres. Y porque, en la marcha hacia la plenitud, la muerte aparece como un fenómeno intermedio inevitable: lo inferior ha de morir para permitir nacer a lo superior, a lo divino que quiere dar Dios más allá de lo cósmico, natural y humano.
También tiene mucho de razón el AT. ¿Quién no ve que gran parte de los males que nos aquejan son producidos por el mismo hombre? Desde los odios, los egoísmos, las injusticias, pasando por los excesos de todo tipo, hasta el uso irracional de los recursos naturales. ¿Quién no puede comprobar la cantidad de males en serie, dolores, enfermedades, sufrimientos y muertes que producen en nosotros y en nuestro prójimo?
Pero también tienen razón los griegos. La mayoría somos víctimas de nuestra situación, de nuestro ambiente, de nuestras debilidades, de nuestras ignorancias. Pecadores, sí, porque continuamente hacemos el mal, pero tantas veces sin quererlo, por ignorancia, por estupidez, por debilidad, por falta de suficiente hombría. Mirando a nuestro alrededor y viendo la barbarie con que se ensañan en los espíritus pequeños los medios de comunicación social, la televisión, las modas, la mala educación, la irresponsabilidad de los padres, el mal ejemplo de los de arriba ¿quién podrá reprochar a esa parte más débil de nuestra sociedad sus pecados y extravíos?
Por eso el mundo necesita sobre todo médicos, no jueces. Salvadores, no verdugos.
Sí que hay culpables y grandes culpables. Pero la pobre mayoría peca y labra su desgracia y la de los demás sin verdadera libertad.
Simón es rico, todo le va bien, se cree justo, como pensarían los amigos de Job. Para él la justicia consiste en custodiar tres o cuatro prescripciones, cinco o seis ritos. Para eso basta un poco de voluntad y algo de soberbia. No se da cuenta del mal escondido en el fondo de su corazón. Por eso nunca podrá ser sanado: no se reconoce enfermo.
La pecadora, en cambio, en la experiencia de su vida disoluta, se da cuenta de su mal. El mal de su pecado y la desgracia instalada en su vida le abren los ojos a la necesidad de Dios.
Simón no necesita a Dios. Lo usa, porque, desdichado de él, no tiene la experiencia del mal.
Pero es solo en Cristo donde se entiende el porqué del aparecer del mal y el por qué Dios lo permite. Porque el hombre –por esplendidez y generosidad divina- no ha de resignarse a vivir solo sus años terrenos, como afirmaba el coro de Edipo. Puede aspirar, por la Gracia, a la inmortalidad de Dios.
Para ello, habrá de renacer, divinizado, en Jesús. Por eso ha de morir. Morir a ser hombre para nacer como Dios.
Pero ¿quién aceptaría morir si en la experiencia del mal y del pecado no se diera cuenta de la fatuidad de la carne, de la impotencia de lo humano, de la pequeñez de lo terreno?
Y así Dios no crea, pero permite, el mal y el pecado.
Porque quiere y prevé sanarnos, perdonarnos y enamorarnos en ese perdón.
Para que, con ese amor que despertó en nosotros y vivificó en la Caridad, podamos llegar a gozar de Él, sanos para siempre, en la eternidad
1-Paul Ricoeur (Valence, 27 de febrero de 1913 - Châtenay-Malabry, 20 de mayo de 2005)