1988. Ciclo B
11º Domingo durante el año
Lectura del santo Evangelio según san Mc. 4, 26-34
También decía: «El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega». Decía también: «¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos? Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra». Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según podían entenderle; no les hablaba sin parábolas; pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo en privado.
SERMÓN
¡El Reino! ¡El Reino! Generaciones y generaciones esperando el Reino. Humillados por los conquistadores sucesivos. Su santa tierra hollada por los cascos de los corceles de sus vencedores; sus riquezas confiscadas; sus bienes depredados por cobradores de impuestos voraces; sus sacerdotes innobles cómplices del extranjero; transformados sus mejores hijos a las modas afeminadas de los helenos; sus hijas esclavas de los romanos.
Pero, el rumor sordo de la esperanza, desde hacía decenios, sacudía las ilusiones del pueblo. “Se acercaban tiempos decisivos”. “Finalmente, Dios intervendría”. “El Día terrible de Yahvé se aproximaba”. “La hoz estaba pronta para la cosecha”. “El Señor de los Ejércitos instaurará, por fin, su Reino”. Enviaría a su Ungido montado en un padrillo blanco, enjaezado de oro y pedrería. Barrería de enemigos a Israel; ajusticiaría a los traidores del pueblo; y entraría triunfal, en su alta y brillante mula de ceremonias a su capital, Jerusalén. Y, desde allí, gobernaría en justicia a su pueblo, sentados como ministros, a la derecha y a la izquierda de su trono, los mejores, y todas las naciones se declararían sus vasallas.
Y allí estaba, ahora, ese hombre, con sus doce zaparrastrosos ministros pordioseros, entrando en Jerusalén con su asno prestado, aceptando casi como una burla el título de Ungido y declarando que había venido a instaurar el Reino.
Pero ¿de qué Reino podía hablar cuando no los mejores, sino la hez de los judíos había agrupado a su alrededor? Pobretones, publicanos, provincianos galileos, enfermos, pecadores, mujeres -¡y hasta mujeres de dudosa fama!-, todo eso lo rodeaba.
¿Y de qué Reino se podría hablar, tan luego después, cuando todo terminó en la huida presurosa de los discípulos y la sórdida soledad del ignominioso fétido trono de la cruz?
Cuando –muchos años después- se escribe el evangelio, superado el escándalo de la Cruz en el esplendor de la Resurrección y el estallido de ese año admirable de Pentecostés ¿qué había, empero, quedado, sino una insignificantemente pequeña iglesia en formación? Grupos dispersos de creyentes, generalmente de baja extracción, perdidos en la inmensidad del Imperio Romano, esperando al principio, ilusamente, el retorno triunfal de Cristo -pensado inminente- y apagado el fervor de las primeras conversiones en la recaída recurrente en infidelidades, pecados y apostasías.
Ya cuando se redactan los evangelios, los Hechos de los Apóstoles y las epístolas se nota en sus páginas como una añoranza de los primeros tiempos de fervor. Y los escritos del Nuevo Testamento reflejan, por todas partes, las dificultades, conflictos y divisiones que perturbaban a esa primitiva iglesia. Iglesia, por otra parte, prontamente asediada por la persecución implacable de los judíos y la competencia de sectas y religiones de todo tipo. Y más tarde sangrientamente diezmada en la ilegalidad que el imperio les decreta.
¿Dónde el famoso Reino?
Y los evangelistas recuerdan las enseñanzas de Jesús, y, entre otras, las famosas parábolas que pronunció sobre su Reino: “ el Reino de Dios se parece …”
¿Recuerdan? Entre las más famosas ‘la de la cizaña', la de ‘la semilla que cae al costado del camino', entre piedras, entre espinas …
Y estas dos que hemos escuchado hoy de Marcos.
Es notable cómo ha atraído a Cristo la comparación de la siembra, de la semilla; cómo la ha usado en tantas ocasiones.
Esta recurrencia no puede explicarse solo porque Jesús provenga de una sociedad agrícola en la cual, espontáneamente, surgen las comparaciones agrarias.
La semilla nunca ha dejado der ser un misterio sorprendente –aún cuando hoy la ciencia logra explicar gran parte de su mecanismo-. El misterio de la manifiesta desproporción entre la causa y los efectos. Aunque algo de esa sorpresa la pierde el hombre contemporáneo frente a sus propios artefactos.
Desde pequeños estamos acostumbrados a que pequeñísimas acciones produzcan efectos desmesurados, sin sorpresa. Se acerca el chico a la caja cuadrada, aprieta su pequeño índice en el botón y la pantalla fosforescente restalla en la danza de los colores, de las formas, de la música, de las aventuras, de los paisajes y de las noticias. Su insignificante gesto de oprimir el interruptor lo ha sumergido en el mundo mágico de la televisión. Desde pequeño se va convenciendo de que todo es posible con solo apretar un botón. La realidad, tarde o temprano, se mostrará para él menos manejable, más amarga. Y, entre otras cosas, tendrá que aprender que, detrás de su gesto ‘On' ‘Off', hay generaciones de investigadores que permitieron el invento y centenares de personas trabajando para que la imagen y la música lleguen a su pantalla.
Así la semilla. Hoy sabemos de las cadenas de ADN que rigen el entretejerse de las proteínas que lograrán el árbol o el animalito recién nacido y temblequeante. Pero nada nos quitará la sorpresa de que la acción tan simple y macroscópica de la siembra o del abrazo de la pareja sea capaz de engendrar el arbusto, de hacer surgir a la luz un ser vivo y aún un hombre destinado a la inmortalidad.
La semilla pequeña, la acción sencilla de la siembra y “el pasar de los días y las noches”. Y, Jesús, en su parábola, ni menciona el esfuerzo del agricultor, porque, a pesar del trabajo de la arada o del riego o del abono o, aún en nuestros días, del pesticida y el herbicida y la ingeniería genética, el resultado siempre será desproporcionadamente mayor a lo puesto por el hombre: la maravilla de la espiga llena de granos, del arbusto enorme, del berreante recién nacido.
Porque no hay que creer que las parábola de hoy puedan explicarse diciendo que Cristo previó que, después de tres siglos de ocultamiento y persecuciones, la Iglesia se extendería por todo el mundo y triunfaría, aún sobre el imperio romano. Que las espigas cargadas serían la Iglesia católica, con su papado y el prestigio del Vaticano o, quizá, la cristiandad en su época de oro.
No. Todavía eso es humano ¡demasiado humano! Ya el Reino, sí, pero aún en semilla, ‘ sporos ' –dice nuestro texto griego-. El aumento de prestigio, el extenderse cuantitativo de sus miembros, sus realizaciones humanas, artísticas y aún morales y políticas, todavía no son la espiga colmada, siguen siendo oscura simiente enterrada y alguna puntita verde que asoma, ciertamente, pero en los santos.
Porque, a pesar de todo el orgullo humano que, como católicos, podamos tener por las realizaciones de los cristianos, por el cambio impreso a la historia, por lo sublime de su ética, de su arte, de su pensamiento, de sus espadas, desde el polo conspicuo de sus santos ¡cuánto muestrario de flaqueza humana hasta el polo opuesto de sus apóstatas y cristianos abyectos!
¿Quién podrá reconocer allí el reinado pleno de Cristo? ¿Quién en nuestra Iglesia actual, no solo cada vez más arrinconada por las potencias del Anticristo, sino infiltrada, divida, confundida, y siempre contando entre sus filas desde el extremo del santo hasta el del cristiano indigno -obispo, sacerdote o laico que sea-?
Sí. ¿Y no es nuestra experiencia personal? Nosotros, ya transformados, inseminados, lavados con el agua del bautismo, a la mano el sacramento del perdón, y el Pan de la vida, ¿somos y nos comportamos tan diferentemente de los demás? ¿Dónde está esa gracia del Reino que debería terminar con mis debilidades, mis vicios, mis iras, mis envidias, mis rencores? ¡Siempre cayendo en las mismas debilidades, incapaz de cambiar en serio! Solo triunfos parciales o inesperados, fruto de las circunstancias o de golpes terribles.
Sin duda que, con la ayuda de la gracia, pude mucho, pero ¡siempre esa distancia terrible entre lo que quise y lo que alcancé; entre mis propósitos y mi efectiva actuación; entre mis ideales y mi lamentable realidad!
Para no hablar de la distancia entre lo que intenté con los míos, con mi prójimo, entre lo que a lo mejor sacrifiqué por seguir a Jesús y a sus principios y lo que luché y sufrí … y lo que recogí en respuesta. El bien que hice, que me rebotó en forma de mal; los hijos que se me extraviaron; los amigos que defeccionaron, los discípulos y alumnos que no me siguieron; las iniciativas políticas que se desvanecieron. O la entrega a Dios y mi oración y mi práctica cristiana que a veces parece que nunca se me devuelve en alegría, en dicha, en recompensa.
¿Dónde esta tu Reino, Señor?
Son quejas exageradas, lo se; porque el Reino ya está, de alguna manera, presente –aunque todavía sea la semilla, el grano de mostaza- y, aún aquí, en este mundo, encerrados en esta tierra para germinar, la gracia del Rey actúa y recompensa, y, de vez en cuando, se hace espléndida y tangible.
En todo caso, para animarnos, podemos decir que, dadas las mismas circunstancias, hay más posibilidades de ser felices en este mundo y aún de instaurar una sociedad más o menos pasable siendo cristianos que sin serlo.
Pero sería torpe confundir el Reino con cualquier realización temporal política o personal, aún de índole religiosa. Porque el Reino definitivo, la espiga abundante, el arbusto enorme, el hombre nuevo, están más allá de este mundo y son infinitamente desproporcionados a cualquier realización que podamos lograr los hombres.
Y ese es el nudo de nuestras parábolas de hoy, que no son más que una comparación. Con el Reino que ya comienza por la gracia –la Vida de Cristo que se nos infunde germinalmente por la fe y los sacramentos- se nos da una fuerza de germinación, un ADN fabuloso, en el cual todas nuestras acciones no son más que las de lanzar la semilla, apretar el interruptor, ‘ on '. Cuando la imagen aparezca en la pantalla, cuando el árbol crezca, lo que resulte no guardará proporción con lo que nosotros hayamos hecho. Lo que Dios quiere darnos está tan más allá de todo lo apetecible y deseable por nosotros que nos colmará al infinito. Será el Reino de la belleza y de la felicidad sin fin, de la vitalidad sin límites, de la perpetua sinfonía trinitaria.
Todos nuestros actos de fe y de amor, de paciencia y templanza, de humildad y coraje; todas nuestras penas y sufrimientos, nuestros fracasos y abandonos, nuestras plegarias sin respuesta y, también, nuestras alegrías cristianas, germinan y van creciendo, “me duerma o me levante, de noche y de día, sin que sepamos cómo” –‘ automáte ', ‘automáticamente', dice el griego.
A pesar nuestro, silenciosamente, quizá aún sin respuesta. Y germinarán no por nuestras fuerzas sino con la fuerza del ADN que viene de Dios.
Hasta que un día, desde la sorpresa de la resurrección, florezca en alegría de eternidad, en espigas cargadas, en la fronda enramada y florida del Reino.