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Sermones deL TIEMPO DURANTE EL AÑO

Pbro. Gustavo E. PODESTÁ


Adviento

 

1994. Ciclo B

11º Domingo durante el año  

Lectura del santo Evangelio según san Mc. 4, 26-34
También decía: «El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega». Decía también: «¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos? Es como un grano de mostaza que, cuando se siembra en la tierra, es más pequeña que cualquier semilla que se siembra en la tierra; pero una vez sembrada, crece y se hace mayor que todas las hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan a su sombra». Y les anunciaba la Palabra con muchas parábolas como éstas, según podían entenderle; no les hablaba sin parábolas; pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo en privado.

SERMÓN

Los terribles sucesos de Ruanda no pueden dejar de seguir estando como noticia de primera página en los diarios del mundo. La particular brutalidad de la lucha: ese equipo de fútbol a quien cercenaron las piernas y obligaron a ver como jugaban sus adversarios usando de pelota la cabeza de su entrenador; esos niños horriblemente mutilados que se ha logrado trasportar a Italia; esas imágenes espantosas que nos llegan en los diarios... y que no son sino de las pocas cosas de las cuales nos enteramos; y aún quisiéramos no enterarnos.

Pero no podemos dejar de mencionar a los más de ochenta -entre obispos, sacerdotes y religiosos católicos- asesinados allí en el último mes. Veintidós jesuitas ultimados a machetazos solo el martes de la semana pasada.

Y, quien haya recorrido las letras chicas de los diarios en los últimos años, no habrá dejado de contar interminablemente las víctimas católicas que por su fé han dado su vida en estos tiempos, ante la indiferencia o complicidad de las organizaciones internacionales y los gobiernos social demócratas de occidente.

No solo religiosos, piénsese en las enteras etnias cristianas liquidadas en este decenio en el Líbano, en Etiopía, en Irak, en Croacia, y, antes, en China, en Vietnam, en Biafra, en Argel; algunas de ellas, comunidades definitivamente aniquiladas, iglesias desaparecidas para siempre...

Son fenómenos que no pueden dejarnos de preocupar, aún bajo el consuelo de que se trata de mártires, pero menos diciendo que esa sangre fecundará abundantes cosechas futuras; porque la verdad es que cuando la persecución es constante y cruel, es capaz de hacer desaparecer enormes porciones de la Iglesia. Recuerden las extensas regiones donde nació y floreció en los primeros siglos el cristianismos: desde Egipto al norte de África, desde Mesopotamia hasta Estambul, y hasta más acá, el Adriático, luego conquistadas y dominadas despóticamente por el Islam. Las prósperas y pujantes iglesias que allí había desaparecieron, y ni aún ahora, con todo el esfuerzo misionero del pasado y presente siglos, pueden levantar cabeza. Piensen en Inglaterra: cómo el protestantismo terminó con la, en un tiempo, catolicísima Gran Bretaña... O la manera como la Revolución Francesa poco a poco está descristianizando Europa...

Y quizá esa revolución -masónica, liberal e iluminista- sea la que ha aprendido mejor a combatir al cristianismo: con armas más sutiles que el terror y la violencia. Porque la verdad es que en el siglo XVIII es donde los enemigos de la Iglesia fueron aprendiendo que es más importante dominar y corromper las mentes que las anatomías. Lo que ha explicado muy bien últimamente Antonio Gramsci. Ahora ni siquiera nos dejan ser mártires, prefieren ablandarnos, o corrompernos.

Porque si bien es cierto que la muerte violenta del episcopado y clero ruandés nos llena de horror, ¡cuánto más no tendríamos que lamentar, por ejemplo, que, solo en América Latina se calcula que 400 católicos por hora se están pasando a distintas sectas..! Y nada se diga de los que lisa y llanamente abandonan la fé y dejan de practicar.

La prosperidad de ciertos movimientos que vemos aflorar dentro de nuestra Iglesia -Schoenstadt, Opus Dei, San Nicolás, etc.- no nos puede dejar de hacer ver el impacto formidable que en la mentalidad de la gente y sus costumbres han producido en los últimos años los medios masivos de comunicación, destruyendo los puntos de vista cristianos y deformando los hábitos. Estos movimientos, nuestras familias cristianas, y aún nuestras parroquias, son islas reducidas, microclimas de cristianismo, por más que de vez en cuando alguna imagen del Papa, de algún sacerdote, de algún obispo aparezcan por televisión.

¿Quien podrá decir hoy en día -como se decía no hace tantos años- que la mayoría de nuestra gente es católica; empezando por nuestra clase dirigente -ya sea políticos, directores de televisión o de cine, periodistas, escritores, profesores, o dueños de fortunas, salvo honrosas excepciones-...? El circo de los convencionales, con todo lo que supone de frivolidad, intereses particulares, negociados, contubernios, mínima grandeza, ¿no es un poco el reflejo de la disolución general a la cual se encamina gran parte de nuestra pobre gente?

 

Algo de eso se preguntaban los contemporáneos de Jesús cuando tuvieron la certeza de que en él se cumplían todas las esperanzas de Israel. Cristo -tenían la certeza- era aquel que venía a instaurar el Reino de Dios, el Reino de su Mesías.

Y sin embargo ese Reino no se instauraba tal cual los judíos y los primeros discípulos lo esperaban. ¿Cómo es posible -se preguntaban- que en Cristo se hayan cumplido todas las promesas de Dios, se haya producido el acontecimiento más importante del cosmos... y en el mundo, en las cortes, en el palacio del emperador, en la casa de gobierno de Herodes, en los centros de poder, en los bancos, en la bolsa, en las estadísticas, nadie se de cuenta...?

Y es para contestar a estas dudas, e indicar qué tipo de Reino él viene a inaugurar, que Jesús replica en parábolas, en semejanzas, en comparaciones. Son las famosas parábolas del Reino que todos conocemos.

Dos de esas parábolas son las que hemos escuchado hoy, y responden precisamente a esos angustiosos interrogantes que nos acabamos de plantear: ¿dónde está ese reino, dónde el poder de Dios en la marcha de la historia, dónde el triunfo de Jesús, dónde su Iglesia, perdida en un mar de falsas religiones, sectas, ideologías e indiferencias...?

Y el Señor nos habla de la semilla que crece, sin que nadie se entere, sin que nadie la vea o la oiga, hasta que llega el momento de la cosecha; o del grano de mostaza, pequeñísimo, que un día llega a ser arbusto enorme a donde los pájaros del cielo van a cobijarse en sus ramas...

Los cristianos del siglo IV, cuando el imperio romano, con Constantino, se convierte casi en pleno al cristianismo, pensaron que esta parábola se había cumplido: desde esa pequeña semilla que habían sido esos rudos y pobretones doce apóstoles, la Iglesia se había convertido en un inmenso árbol que abarcaba todo el mundo conocido... Cuando más tarde se instaura la cristiandad, después de Carlomagno y hasta el terrible desgarrón del cristianismo producido por el protestantismo en el siglo quince, todos los lectores de estas parábolas seguían pensando eso: la omnipresente y poderosa Iglesia Romana cumplía plenamente las promesas de la expansión del reino que había hecho Jesús cuando sus humildes comienzos.

¿Pero quien podría sostener eso hoy, cuando vemos esa antigua cristiandad destruida, asolada, paganizada otra vez, descreída, en muchos lugares echada a perder, corrupta?

De hecho los grandes santos como Agustín y Jerónimo en el siglo V, o Tomás de Aquino y Buenaventura en el XIII, no se engañaban: la Iglesia , al menos la Iglesia terrena, no era todavía el Reino, era aún semilla de Reino, promesa de futuro, de ningún modo realidad acabada...

El reino se va gestando de otra manera, no a fuerza de triunfos humanos, ni de pompas eclesiásticas, ni de reconocimientos mundanos, ni siquiera de grandes misiones o promociones o conquistas o colonizaciones, sino por el poder de Dios, y de la manera que Él lo ha planeado. Jesús, en la parábola, lo señala explícitamente: la semilla crece aún cuando el hombre duerma o se levante, de noche o de día, en las buenas o en las malas... Aquí y allá puede aparecer un tallo o una espiga: los santos, las épocas de grandeza cristiana, pero la cosecha no es ahora, ni será en este tiempo... Mientras dure la historia seguimos siendo semilla, grano de mostaza.

A veces es de día para nosotros, tiempo de cristiandad, de fervor, de halagos humanos, de triunfos del cristianismo; a veces de noche, tiempo de descreimiento, de dificultades, de persecución, de indiferencia...

El día sirve para afirmar a los más, para que quizá, en sociedades cristianas, se salven las mayorías; pero la noche es la que sirve para templar y forjar a los santos, a los héroes, a los mártires... Todo está en el plan del que hace crecer irretornablemente y sin pausa la semilla.

En la cosecha del cielo, cuando Jesús instaure plenamente su Reino, que no es de este mundo, -no porque no se ejerza sobre este mundo sino porque no recibe de él su poder ni su eficacia-, cuando lo instaure, entonces nos daremos cuenta de la maravilla de la pequeña semilla que estalla en cosecha, que explota en árbol florecido en ramas.

Digamos que a los cristianos de hoy les toca crecer durante la noche, en medio de la confusión ideológica, del descreimiento, de la inmoralidad, teniendo que enfrentar el hostigamiento o la indiferencia, la hostilidad o la seducción de los cantos de sirenas del mundo, venciendo la tentación del mimetismo, del hacer lo que hacen los demás, de someterse a los dictados de la moda, o a las costumbres impuestas a las mayorías...

No es tiempo para cristianismos burgueses, cómodos, católicos de fin de semana, cristianos de sillón frente a la televisión...

Es tiempo de héroes y de mártires -aunque no nos quieran hacer el honor de matarnos, solo corrompernos-, es hora de convencimientos firmes, de oración y de estudio, de fortaleza y perseverancia, de personalidad y de ascesis...

Aunque nos sintamos solos, aunque nos veamos enfrentando la corriente, aunque todo a nuestro lado parezca, poco a poco, dejando de ser cristiano... Pero en la seguridad de la palabra de Cristo, de la fuerza de su Reino, del poder de esa semilla pequeña, que sea que duerma o se levante el hombre, de noche o de día, germina y va creciendo, sin que se sepa cómo.

Hasta el día de la hoz y de la cosecha.

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